Diríase que –como concepto aristocrático y autonormativo– el buen gusto cuenta entre sus funciones con la de establecer los criterios de la bienséance y de l’agrément. Con lo cual, si dicho gusto refleja directa y espontáneamente los presupuestos de la sociedad polie, no se ciñe a reglas, sino que más bien reacciona contra ellas y contra la dominación de los eruditos. Al fin y al cabo, tal sociedad –la de les honnêtes gens– está menos ocupada en doctrinas que en la fruición inmediata (bienséance/agrément). Es así como las exigencias mundanas determinan más bien los criterios estéticos.
Otra cita de Méré puede dilucidar de nuevo tal asunto:
On voit beaucoup plus de bon esprit que de bon gout; et j’en connais qui savent tout et qu’on ne saurait pourtant mettre dans le sentiment de ce qui sied bien. J’en connais aussi dont le raisonnement ne s’étend pas loin et qui ne laissent pas de pénétrer subtilement la bienséance.[8]
Si por «esprit» tenemos en cuenta que el siglo XVII entiende, en general, la actividad intelectual (aunque más específicamente, en el contexto mundano, también reviste la acepción de «ingenio» –bel esprit– como facultad capaz de presentar relaciones originales y agradables entre las cosas), el texto de Méré evidencia el dualismo, tan característico, existente en el marco del pensamiento mundano entre la razón propiamente formal y el sentimiento del gusto.
Es decir, por un lado estarían los conocimientos adquiridos y el discurso lógico, y por otro, las facultades afectivas vinculadas a la intuición y al discernimiento inmediato (bon sense). Es así como el imperativo del gusto se transforma en instrumento de una especie de conocimiento superior, que escapa totalmente a las tareas de la razón lógica. Sólo la prioridad del gusto (esprit de finesse, delicatésse) es capaz de captar las múltiples variaciones y resonancias que anidan en el seno del arte y de la belleza.
De esta manera, la crítica mundana, dejando a un lado todo bagaje doctrinal y el peso de las reglas, se remite totalmente a las impresiones inmediatamente subjetivas, por lo que el objeto estético se hallará así intrínsecamente ligado al placer que comunica y las consideraciones doctrinales no intervendrán para modificar ese juicio inmediato.
En consecuencia, esta aproximación hedonista al arte diferirá radicalmente del dogmatismo de las reglas, de tendencia apriorística. Crítica mundana o impresionista versus crítica dogmática. Ésas son las dos caras de la moneda, que abrirán un largo camino en la historia. Y aunque la herencia horaciana era bien clara y conocida –De gustibus non disputandum est–, hay que reconocer que la sociedad de la época sí que discutió, y mucho, sobre el gusto. Un gusto –buen gusto– que, de alguna manera, catalizó asimismo los conceptos fundamentales de la estética clásica (toda vez que los valores que postula en su campo de acción eran «le clair, le juste et le raisonnable»), pero constituyéndose en concepto crítico autónomo.
El gusto se sitúa en el punto exacto en el que la sensibilidad particular asume una red de exigencias impuesta por el uso y la costumbre. Son algunas de las paradojas del gusto: individual y social, expresivo y normativo. Pero sin dejar de convertirse en vehículo de entente entre el artista/escritor y el público.
En el fondo, hay que reconocer que el gusto, así planteado, queda preso de la propia bienséance y del agrément, es decir, ligado a los prejuicios de la clase aristocrática que lo sostiene y circunscrito a toda una serie de circunstancias particulares. Su función no será la de abrir nuevos campos de exploración, sino la de corroborar un status quo, la de mantener la armonía de las relaciones existentes.
En realidad, la gestación de la teoría del gusto marca una etapa decisiva en la evolución de la estética, abriendo fuertes reajustes respecto a la dominación de las reglas y del culto a los antiguos. Se acentúan las cualidades afectivas y naturales. Se extrapolan al vocabulario crítico las expresiones acuñadas y desarrolladas en los salones. A la omnipotente doctrina aristotélica se enfrenta una preocupación casi exclusiva por lo natural y delicado. El público se presenta como árbitro de la obra, al margen de autoridades exteriores (los antiguos, los doctos). Lo que importa, al fin y al cabo, es el juicio de la Cour et de la Ville, del mundo contextualizado.
Ciertamente, la polémica entre la estética de la délicatesse y los seguidores de la estética cartesiana seguirá abierta y penetrará profundamente en el siglo XVIII, con todos sus dualismos. Pero el tránsito de una estética doctrinal a una estética de la subjetividad, de una estética esencialista a una estética del sentimiento, estaba ya totalmente franqueado, de la mano del gusto. Y frente a estas herencias y estas discusiones adquieren su perfil las reales academias, preocupadas por la docencia y el aprendizaje, por el establecimiento de criterios y supervisiones estimativas, por la teorización, la historia y la investigación en torno a las bellas artes.
El siglo XVII puso los fundamentos de la teoría del gusto, pero será en el XVIII cuando las consideraciones sobre el gusto y sobre la belleza –en relación con él– adquirirán nuevos impulsos. Especialmente será el contexto inglés el que tome la antorcha en este concreto juego de relevos tras las indagaciones en torno al standard of taste, y luego el alemán, con el aporte kantiano, entre el empirismo y el racionalismo. Aunque, en cualquier caso, ya siempre la teoría del gusto estará indisolublemente ligada a los interrogantes estéticos.
[1] El texto básico de Jean Baptiste du Bos Refléxions critiques sur la poésie et sur la peinture (1719) ha sido recientemente traducido, con el mecenazgo y el respaldo de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, al castellano, en la colección «Estética & crítica» del Servei de Publicacions de la Universitat de València, Valencia, 2007. Dicho libro figura en los fondos de la biblioteca histórica de la institución académica.
[2] Se apunta así, a través de Méré, la noción de gusto como aquella facultad que permite «juzgar adecuadamente de cuanto se presenta por un desconocido enigmático sentimiento que funciona más rápidamente e incluso más adecuadamente que cualesquiera reflexiones».
[3] «Existen diferencias entre el gusto que nos aproxima a las cosas y el gusto que nos hace conocer y discernir sus cualidades, sujetándose a reglas. Podemos estimar la comedia sin tener el gusto lo suficientemente fino y delicado como para juzgarla de forma adecuada, y podemos tener el gusto bastante bueno como para juzgar satisfactoriamente la comedia, pero sin estimarla». La Rochefoucauld, cit. supra.
[4] Hemos coordinado la edición crítica de la obra de J. P. de Crousaz Tratado de lo bello, Colección «Estética & crítica», Publicacions de la Universitat de València (PUV), Valencia, 1999.
[5] Igualmente hemos coordinado la edición crítica de la obra de Y. M. André Ensayo sobre lo bello, PUV, Valencia, 2003.
[6] «El gusto es un sentimiento natural que afecta al alma y que es independiente de cuantos conocimientos se puedan adquirir; el gusto consiste en determinada relación que se establece entre el espíritu y los objetos que se le presentan; en fin el buen gusto es el primer movimiento, o por así decirlo, una especie de instinto de la recta razón, que la arrastra con rapidez y que la guía de manera más segura que cualesquiera razonamientos que se puedan llevar a cabo» Bouhours.
[7] «Pues yo suelo notar que aquellos que se conectan estrechamente a las reglas suelen tener poco gusto, siendo así que es precisamente el buen gusto el que debe fundamentar las buenas reglas en relación con todo lo que hace referencia a una correcta adecuación» Méré, cit. supra.