Piénsese que el gusto arranca de una «impresión inicial», pero que, una vez consagrado socialmente como buen gusto se convierte en «norma». No habrá variado, con ello, su naturaleza, sino su grado de formalización. Es decir, que la reflexión subsiguiente, que pueda desarrollarse, tenderá a confirmar aquella reacción previa. Y de este modo no se tardará en distinguir dos modalidades del gusto: una directa y persistentemente vinculada al estímulo sensible que la desencadenó, y otra que intentará comprender y justificar las razones que motivaron aquella primera impresión.
Así, en esa línea de cuestiones, François de La Rochefoucauld subrayará que
il y a différence entre le goût qui nous porte vers les choses, et le goût qui nous en fait connaitre et discerner les qualités en s’attachant aux regles. On peut aimer la comédie sans avoir le goût assez fin et assez délicat pour en bien juger, el on peut avoir le goût assez bon pour bien juger de la comédie mais sans l’aimer (Maximes suivies des Réflexions diverses).[3]
Con lo cual se diferencia en el gusto, estratégicamente, un doble nivel. Por una parte, la existencia de un principio pasivo –el sentimiento inicial, vinculado a la recepción– y, por otra, un principio activo que se formaliza en una especie de juicio normativo, destinado, ante todo, a dar cuenta de las cualidades del objeto, pero sin verse ya sometido al impacto afectivo desencadenante. Será así, por tanto, el segundo de los principios del gusto el que desempeñe el papel de facultad crítica.
De hecho, se está diferenciando entre experiencia estética y actividad crítica, bajo una concepción abarcadora del concepto de gusto, toda vez que, en la segunda faceta reseñada, se va, por supuesto, más allá del ámbito afectivo para elaborar un discurso reflexivo, formalizando la elección inicial a través de la intervención justificativa de la razón. El gusto se perfila de este modo –entre el sentimiento y la razón– como valor autónomo, dominando tanto la vivencia estética como la actividad crítica.
Pero además –en la medida en que se toman como expresiones sinónimas gusto y buen gusto–, en la segunda mitad del siglo XVII se establece un marcado imperialismo del gusto, ya que le bon goût se institucionaliza socialmente como valor universal: es la marca de un refinamiento adquirido y, como tal, el rasgo distintivo de una determinada pertenencia social. En el fondo –y esto es importante–, la sociedad del XVII concibe la noción del gusto no tanto vinculada al gusto del individuo como al gusto de una colectividad (les honnêtes gens). Ya hemos indicado que el pensamiento clasicista francés postula un estrecho acuerdo entre las funciones estéticas y las funciones sociales. Así, el gusto sirve de vehículo a una determinada ideología aristocrática, claramente instaurada, respaldando las tendencias estéticas dominantes, que a su vez ayuda así a normalizar.
Ese carácter plenamente mixto, que desde un principio se postula del gusto –entre sentimiento y juicio–, facilita y explica, además, que el gusto sea inseparable del medio sociohistórico en el que se manifiesta. E históricamente hay que reconocer que el «buen gusto», establecido en el clasicismo, expresa una determinada conciencia de clase, identificada con la Cour et la Ville. Es tanto, pues, un fenómeno estético y crítico como un fenómeno claramente social, lo cual, ciertamente, hace mucho más compleja su elucidación.
Si, por un lado, el gusto –vinculado a la sensibilidad, al agrément– implica una especie de aptitud natural, por otro, en cuanto «buen gusto» –reglado por la bienséance, por la costumbre– exige una iniciación, un aprendizaje, desarrollado por la experiencia del trato con la sociedad polie et mondaine, y por la reflexión y observación de bons modèles.
Piénsese que el gusto ocupa siempre su lugar en el marco de un amplio proceso de aculturación, y que puede asumir o bien un papel receptivo, de sedimentación acumulativa –como depósito y vehículo–, o bien un papel revulsivo, como una nueva toma de conciencia. Sin duda, en el contexto histórico que nos ocupa se potenció, singularmente, la primera de las opciones, aunque las latentes condiciones de posibilidad de la segunda no dejen tampoco de estar presentes.
En resumidas cuentas, el gusto se entiende, en tales coordenadas, como un sentimiento mayoritario que se identifica con la aprobación de un grupo privilegiado, aunque, para justificarlo, se remita con la expresión buen gusto a una especie de modelo ideal. Y será la praxis mundana (a través del contacto reiterado y habitual con la bienséance) la que conforme y moldee –«afine»– dicho gusto, el cual depende, pues, de la práctica y no de un estricto saber adquirido. De ahí que –como hemos venido reiterando– la noción de buen gusto no pueda concebirse al margen de una sociedad, de la que es claro vehículo y consiguiente receptáculo.
Asimismo –tras lo dicho hasta aquí–, podemos puntualizar determinadas observaciones que consideramos no carentes de importancia para mejor comprender el contexto académico en el que nos movemos:
a) En general, en el contexto del clasicismo francés, la insistencia sobre el gusto conlleva, de algún modo, la supeditación del escritor y del artista al horizonte de expectativas del público. No en vano es fácil descubrir una cierta relación de causalidad entre las exigencias del gusto y las del arte de agradar. Con ello, el sometimiento a los modelos y/o a las aspiraciones receptivas del público –del «buen gusto»– se convierte en imperativo.
b) Por otro lado, teniendo en cuenta que el arte y la literatura del clasicismo se ocupan, sobre todo, de lo universal, no es de extrañar que también el gusto correspondiente cristalice necesariamente en torno a tales parámetros. Al fin y al cabo, la sociedad de Luis XIV se contempla –centrada sobre sí misma– como una perfección inigualada. De ahí que el gusto propiciado no haga sino corroborar tal aspiración a la universalidad: le grand goût. Y el gusto clásico concuerda, de este modo, con la idea de una permanencia de los valores que tanto obsesionará a las reales academias. Así, en cuanto que concepto estético, la noción de gusto remite directamente a un sistema axiológico ordenado y cerrado, el cual postula, en el fondo, la invariabilidad de la naturaleza humana, es decir, la fundamentación metafísica de la nueva subjetividad que se auspicia.
c) Dos postulados enmarcan, por lo tanto, la noción de gusto: la existencia de un contexto histórico definido y el desarrollo de una sensibilidad estética. De un lado, una «conciencia situada»; del otro, un mundo de objetos. Y el gusto no puede comprenderse si no es en el seno de una relación de mediación –adecuada y conveniente– entre un sujeto cognoscente y un objeto percibido. No en vano, la modernidad radica en el hecho de que se auspicia claramente el punto de vista de la subjetividad –de la conciencia– como modo constitutivo y fundador. La prioridad se concede, en cualquier caso, al sujeto. Y ésa es la cuestión clave y decisiva de la estética en el marco de la cultura moderna, a pesar de que, en realidad, la compleja y problemática historia del concepto de sujeto no deje de mostrarnos una crítica y zigzagueante evolución.
III. EL DEBATE SOBRE LA SUBJETIVIDAD DEL GUSTO Y LA OBJETIVIDAD DE LAS REGLAS
Hemos hecho hincapié en el origen emotivo del gusto y cómo en su mismo punto de partida anida el concepto de placer, fundado a su vez en una serie de estímulos de orden sensorial que nos fuerzan, de hecho, a reaccionar en virtud de las afinidades que mantenemos con el objeto. En realidad, cuál sea la naturaleza de tal relación (sujeto/objeto) será una de las claves históricas que dilucidar, teniendo en cuenta que, como resultado, el gusto ciertamente moviliza un juicio subjetivo, pero siempre formulado, no conviene relegar esta vertiente, a partir de un contexto socio-cultural, como trasfondo necesario. Por ello sería indebido concebir el gusto como algo meramente ideal, es decir, al margen de sus determinaciones y circunstancias. Por algo, cada época desarrolla su propio gusto. Y, desde ese supuesto, conviene atender al horizonte del clasicismo del siglo XVII, que penetra, a través de la Querelle y sus derivaciones, en el XVIII, toda vez que los propios clásicos no negaron las influencias de los factores exteriores sobre el gusto.
En ese concreto contexto histórico –como hemos dicho– se plantea la polémica entre la délicatesse y la ratio, que efectivamente recorre la segunda mitad del siglo y penetra pujante en el ambiente francés del XVIII