Piquer llegó a Madrid el 10 de septiembre de 1751 y, según Jover, gracias al gran concepto que había alcanzado el Dr. García y los méritos del propio Piquer, fue nombrado médico de la Real Cámara, como superintendente. Pronto ganó el favor de Ensenada, que en 1752 aumentó el sueldo del médico y le permitió importar libremente cualquier libro del extranjero, «liberalidad ciertamente singular», en palabras de Mayans. Como era miembro de la Real Academia de Medicina desde 1739, tomó posesión de su escaño y pronto fue nombrado vicepresidente pero, por la oposición de los académicos, nunca llegó a la presidencia que deseaba. Tampoco logró ser médico de la familia real. He aquí las palabras de Vicente Peset sobre el paralelismo que hacían los coetáneos en Valencia comparándolo con Cerví.
Pero el cert és que no arribà a ésser així. Perquè, encara que ens manca per a aquesta època l’examen de documents que, sens dubte, hi ha a Madrid, a base dels que he pogut desposar fins ara, sospito que Piquer, més que no pas un metge de família, era un consultor per als reis. D’aquí que, en les referències fins avui impreses, només hi figuri en casos extrems. Si, tal com sembla, això fou així, és evident que mai no assolí el lloc que Cerví ocupà prop de Felip V, Suñol amb Ferran VI, o el valencià Martínez de la Raga amb Carles III (Peset, 1975: 330).
De hecho, Piquer desarrolló una gran actividad científica y profesional. Publicó en Madrid libros de filosofía, anteriores (Lógica moderna, 1747 y 1771) y nuevos (Filosofía moral, 1755; Discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de religión, 1757), y científicos, editados anteriormente en Valencia (Física moderna y Medicina Vetus et nova, 1735, 1743, 1758 y 1768; Tratado de las calenturas, 1751, 1760 y 1769; Institutiones medicae, 1762; Praxis médica, 1764-1766). Y, sobre todo, desarrolló una gran actividad profesional como médico protegido por Ensenada, Carvajal y después por nobles y políticos. En palabras de Peset,
I, tanmateix, aquell prestigi no fou degut solament al patrocini de La Ensenada, ni al mèrit de les seves publicacions –pot dir-se que Borbón, ell i Amar foren els únics protometges que publicaren alguna cosa d’un cert volum–, sinó als seus èxits professionals (Peset, 1975: 334).
Y a esto parece haberse limitado –lo que no es poco– la actividad de Piquer en la Corte. En el fondo, hay una razón que explique la actitud: no pertenecía a escuela alguna. De hecho, no formó un equipo que desarrollase e impulsara sus ideas y proyectos.
Ahora bien, Bayer sí era hombre de escuela y su actividad en la Corte fue muy diferente. Francisco Pérez Bayer, nacido en la parroquia de los Santos Juanes, al ingresar en el Estudi General, se inscribió en la escuela tomista, y amplió estudios en Salamanca, donde fracasó en su intento de ingresar en un Colegio Mayor. Pero, como clérigo, consiguió el favor del obispo y del cabildo salmantinos, quienes le proporcionaron el cargo de secretario del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, que, por lo demás, era tomista, aunque había sido colegial. La habilidad de Bayer era proverbial. Al servicio de un arzobispo tomista, mantuvo excelentes relaciones con jesuitas y colegiales. Y si ganó la cátedra de Hebreo en el Estudi General con el favor de Mayoral (tomista), consiguió la de Salamanca con el apoyo de colegiales (Manuel Villafañe y Díaz Santos de Bullón) y jesuitas que alcanzaron a los máximos representantes culturales como eran el P. Fèvre, confesor de Felipe V, y el P. Panel, preceptor del infante don Luis.
La actividad de Bayer en la universidad salmantina no fue pacífica. Tuvo numerosos enfrentamientos con el claustro, pero siempre encontró el apoyo del confesor del monarca, así como de la Secretaría de Estado del Gobierno español. El premio le llegó con el nombramiento de colaborador en la Comisión de Archivos, creada por el Gobierno (Ensenada, Carvajal y F. Rávago) y dirigida por el jesuita Andrés Marcos Burriel. A juzgar por unas palabras de Burriel, su esfuerzo no debió de ser muy grande, pero fue premiado con un canonicato en Barcelona y una beca para la ampliación de estudios en Roma.
En este momento tuvo lugar la crisis de 1754. La muerte de Carvajal y, sobre todo, la destitución de Ensenada produjeron en Bayer un momento de temor. Habían desaparecido sus protectores y otro grupo accedía al poder. Pero la habilidad de nuestro hebraísta era grande, hizo olvidar su pasado y el carácter de sus favorecedores y pronto ganó la confianza del nuevo equipo gubernamental. Roda, embajador español en Roma, se convirtió en su confidente y Ricardo Wall, el secretario de Estado, lo nombró visitador del Colegio Español de Bolonia, cargo que con anterioridad sólo habían desempeñado altos cargos eclesiásticos. Más aún, máximo gesto de habilidad, con el favor del embajador Clemente de Aróstegui, colegial, consiguió una visita privada al futuro Carlos III, entonces rey de Nápoles y ganó el afecto del monarca. Bayer regresó a España en 1758 como canónigo de Toledo y su fama de hebraísta y numismático le abrió las puertas de su influencia en el Gobierno.
Probablemente, con la ayuda del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, de quien había sido secretario, consiguió el nombramiento de obispos tomistas. El último filojesuita fue Asensio Sales como obispo de Barcelona. Después, todos tomistas. Pedro Albornoz de Orihuela (1760) y Felipe Bertrán de Salamanca (1763). La carrera política de Bayer dio dos pasos más. El primero, con el nombramiento de su íntimo amigo Manuel de Roda como ministro de Gracia y Justicia, que entrañaba el control de las universidades y era un poderoso interventor en el nombramiento de cargos y beneficios eclesiásticos. Así, de obispos como José Climent en Barcelona (1766) y José Tormo en Orihuela (1767), canónigos en el cabildo de Valencia, todos ellos tomistas, por supuesto. El segundo paso fue el decreto de expulsión de los jesuitas, con la cédula real de Carlos III en 1767 (Mayans, 1977; Pérez Bayer, 1998: 9-16).
El problema era grande. Era menester llenar el vacío dejado por los padres de la Compañía en múltiples campos: docente y cortesano. Para el cargo de director del Colegio de Nobles de Madrid fue elegido Jorge Juan. Y mucho más decisivo, Pérez Bayer era llamado con urgencia (estaba enfermo en Benicasim) para ocupar la preceptoría de los infantes reales.
Ahora bien, Bayer pensaba que su cargo como preceptor no se limitaba a enseñar latín a los pequeños retoños de Carlos III. Su método de enseñanza debía servir de modelo y, sobre todo, convenía su intervención para reformar los estudios en España. En tres líneas orientó su actividad. Dirección y reforma de los Reales Estudios de San Isidro, sucesor del Colegio Imperial de los jesuitas. Control del cabildo y Universidad de Valencia. Y, finalmente, aunque fue más tardía, la reforma y, en el fondo, supresión de los colegios mayores.
Para conseguir estos fines, Bayer necesitaba un equipo de colaboradores. Y no tardó en rodearse de amigos fieles. En 1768, aprovechando un viaje de fray Vicente Blasco, el futuro rector del Estudi General, a la Corte para solventar las diferencias con su superior, el lugarteniente general de la orden de Montesa, con motivo de la edición del Bulario, consiguió su nombramiento como colaborador en la preceptoría del Infante don Francisco Xavier. Blasco sirvió con fidelidad las directrices gubernamentales, y en consonancia con Bayer, aprobó los planes de estudio de los Reales Estudios de San Isidro, en cuya dirección nuestro hebraísta había colocado a su amigo Manuel Villafañe (con el apoyo de Roda y la irritación de Campomanes) (Mayans, 1977; Mestre, 2003b). No será la última vez que Bayer discrepe del fiscal Campomanes. La Real Academia de la Historia dirigida por Campomanes había decidido traducir la Historia de América de Robertson. Pero en el último momento hubo cambio de criterio. Se suspendió la traducción y se pensó en un planteamiento apologético de España en América. Y Bayer impuso su candidato, al valenciano, su amigo Juan Bautista Muñoz, creador del Archivo de Indias y autor de Historia del Nuevo Mundo, de la que sólo apareció el volumen I (1793).
Pero Bayer tenía especial interés por controlar el mundo intelectual valenciano. En primer lugar el cabildo de la catedral, porque el rector del Estudi General tenía que ser un canónigo. Así, fue nombrando una serie de canónigos tomistas, desde su hermano Pedro hasta el montesiano Vicente Blasco. Apoyó a los escolapios –también tomistas– y émulos de los jesuitas en las escuelas de Gramática. Y finalmente colocó a un familiar suyo, el canónigo Joaquín Segarra, en la dirección del Colegio de San Pablo, anteriormente controlado por los PP. de la Compañía. Con esa actitud estaba creando las circunstancias propicias para la posterior polémica sobre la Gramática latina