Con su equipaje de prejuicios –de los que, no obstante, lucha por deshacerse– y acompañado de un compañero de estudios, Sebastian Schobinger, suizo como él, Platter abandona Montpellier el 13 de enero de 1599. En aquel entonces la región de Perpiñán pertenecía todavía a Cataluña, de tal manera que ocho días más tarde, Thomas Platter ya ha cruzado la frontera que separa España de Francia. La construcción del otro comienza desde el mismo momento en que abandona Francia y todo le resulta llamativamente diferente: los campos y su vegetación (Platter, 1968: 320),9 los ropajes de las mujeres (383) o el peinado de los hombres (344), la manera de cocinar, de beber o no beber, pues, en la relación de Platter, los españoles son, muy a menudo, abstemios (380). Resulta necesario precisar aquí que, si bien el autor se refiere continuamente a España y a los españoles en su narración, no es ajeno a las particularidades del principado de Cataluña y, una y otra vez, establece las diferencias existentes con Castilla (381), mencionando, entre otros aspectos, el sistema monetario (383) o el estilo en la edificación (355) y deteniéndose especialmente en la lengua.10 La extraordinaria formación del joven y su interés por acercarse a lo desconocido se revelan en este detalle. Platter distingue sin dificultad ambos idiomas (326) y los transcribe en su texto sin cometer error alguno. Su relato está salpicado con frases o refranes que va recogiendo a lo largo de su periplo, tanto en catalán como en castellano (326, 327, 334), con los que refuerza las observaciones por él realizadas.
A pesar de su curiosidad científica y su profunda formación, la representación de España como la temida alteridad se irá consolidando a lo largo del relato y cimentando a través de una sensación de temor de la que Platter no logra desprenderse: teme ser atacado por los bandoleros que, según tiene entendido, saquean sin piedad a los viajeros11 (334), desconfía de todo mendigo que se le aproxima, censurando sus pícaras maneras de requerir su ayuda (337), al tiempo que observa sobrecogido el gran número de ahorcados que se suceden al margen de los caminos y que evidencia, según el autor, la elevada criminalidad (334). Así, página tras página, va retratando un país en el que parecen imperar el vandalismo y la brutalidad. Este escenario social, que tanta inquietud genera en Platter, responde a la grave crisis económica que Cataluña sufrió a finales del siglo XVI y de la que el autor también se hace eco.12 En repetidas ocasiones, alude, por ejemplo, a la escasez de productos de primera necesidad o a la curiosa costumbre de que las posadas no ofrezcan comida a sus huéspedes (346-347).
A pesar de estas experiencias negativas, el autor no puede dejar de mostrar su admiración a su llegada a Barcelona. Platter describe la ciudad, que alcanza tras casi tres semanas de viaje, como «eine von den schönisten, reichesten unndt besten erbauwen, die in gantz Spangien möchte sein» (339). Su estancia en Barcelona, recogida en diez episodios de su relato, se extiende durante aproximadamente cuatro semanas. La semblanza de la villa, que comienza con una evocación de la Barcelona mítica, en la que Platter establece los orígenes de Barcino, se asemeja a un paseo en el que el joven estudiante suizo nos guía por las calles de una Barcelona todavía medieval. Con precisión y una exactitud que puede llegar a resultar abrumadora, Platter describe los barrios de artesanos, las callejas cercanas al puerto donde –como ahora– se exhiben las prostitutas y sus decenas de iglesias (344-347). La visita obligada a la universidad por parte del erudito (352) se combina con representaciones teatrales (347) y veladas en fondas y tabernas, donde Platter se nutre de todo tipo de datos y referencias para su escrito.
Pese a todo su empeño, en sus reflexiones el autor no logra desvincularse de los estereotipos que sobre España existían en el resto de Europa: por una parte, la leyenda negra; por otra, el carácter apasionado del español. En este sentido, Platter –haciendo uso del método científico– intenta justificar este temperamento con el clima, más caluroso y seco, que caracteriza a esta región. Así, debido a las altas temperaturas, los españoles mostrarían su ira o su entusiasmo con mayor facilidad que otros pueblos, también, evidentemente, en el plano sensual. Incluso la circunstancia de que la ceguera sea una enfermedad más frecuente en España que en otros países podría, según el autor, radicar en el caluroso clima del país o en el también ardiente carácter de sus habitantes. Así, Platter argumenta que las intensas temperaturas podrían provocar que el flujo sanguíneo se descompensase por una insolación, con consecuencias fatales para la vista, pero recurre también a Venus, la diosa del amor, sugiriendo que la promiscuidad generalizada y los usos amorosos del país en la era de la Inquisición intensificarían los casos de sífilis y, por consiguiente, la incidencia de la ceguera relacionada con esta enfermedad (371).
Por suerte, en ocasiones Platter sí se despoja de su mirada de científico y no puede evitar revelar aquello que más le sorprende o disgusta: entre otras cosas, el hecho de que la vida en España esté dominada por el deseo de aparentar. La pretensión como modus vivendi no sólo se refleja en las celebraciones alocadas de Carnaval, ya de por sí pura mascarada, o en la exagerada forma de vestir de hombres y mujeres, sino que también, y ahí es donde le afecta a Platter principalmente, gobierna la forma de vivir y practicar la religión: la devoción privada apenas existe y el sentimiento religioso se materializa en rituales y ceremonias que acontecen a la vista de todos. Esta exhibición y ostentación de las creencias religiosas sorprende, casi repele, al Platter protestante, educado en la sobriedad de la iglesia reformada de Zwingli. En la descripción pormenorizada del suizo, la vida religiosa en España asemeja una representación teatral.13 Los ritos repetidos una y otra vez pierden su significado y se convierten, como Platter indica, en pura superstición (382): desde las estampas con poderes casi mágicos (339) y la manoseada agua bendita en las iglesias hasta la forma casi enfermiza de santiguarse sin cesar (382) o el poder de la cenizas del Miércoles de Ceniza, cuyo efecto sobre los creyentes sorprende hasta al propio Platter:
Dies fest der Faßnacht hatt tag unndt nacht gewehret biß an den eeschermittwoch, da man einem yeden nach der morgenmeß ein wenig eschen auf die stirnen gestrichen, welche so viel gewürket, dass sie alsbaldt von der thorheit gelassen, witzig worden unndt in siben wochen kein vleisch mehr gessen haben; muß gewißlich ein kreftiges pülverlin sein (374).
(Esta fiesta del Carnaval se alargó día y noche hasta el Miércoles de Ceniza, cuando a todas las personas, después de la misa de la mañana, se les impuso un poco de ceniza en la frente. Fue tal el efecto de esta ceniza que a todos los abandonó al momento la locura, se tornaron sensatos y no comieron carne durante siete semanas; ciertamente tiene que ser un polvo muy eficaz).
La fiesta del Carnaval que Platter tiene ocasión de presenciar constituye asimismo un irónico paralelismo con la descripción que el autor realiza de los procesos inquisitoriales, durante los cuales los procesados por herejía son también «disfrazados» para que todo el mundo los reconozca como lo que son, o, más bien, no son. Así, Platter describe cómo los condenados portan –tanto durante su encarcelamiento como en las procesiones– el denominado sambenito: una larga túnica amarilla, adornada con ángeles y demonios que luchan por hacerse con el alma del pecador (351). Nuevamente, el joven suizo apunta aquí a la importancia de la apariencia y la exteriorización de la fe en la religiosidad española. Y no sólo en lo que a las prácticas se refiere, sino a la presencia de la Inquisición