Uno de los fenómenos más trascendentales fue el intenso proceso industrializador que transformó sustantivamente la estructura económica valenciana. Un proceso más intenso que el vivido por la economía española y que se trasladó a la balanza comercial de manera clara en la segunda mitad de los sesenta con el aumento significativo de las partidas de exportación manufacturera. Un proceso que se realizó a partir de la base industrial previa que se había configurado a finales del XIX –el profesor Ernest Lluch lo llamará el hilo industrial- y sin la que difícilmente habría sido posible.
Se vivirá, pues, un crecimiento y unos cambios y transformaciones sin precedentes bajo el liderazgo de la industria. Desde entonces, la dimensión de la economía valenciana, medida por la producción de bienes y servicios, se ha multiplicado por más de seis, al mismo tiempo que se ha producido una profunda ampliación y diversificación de la oferta productiva.
Esta diversificación incluye una terciarización progresiva (los servicios aumentarán significativamente su peso en el valor del PIB valenciano, a precios corrientes) tal y como ha sucedido habitualmente en el resto de economías avanzadas. En el caso valenciano, además, ayudada por la extraordinaria expansión del sector turístico, particularmente a partir de los años setenta.
• De 1976 a la actualidad
Finalmente, la última etapa se caracterizará en un primer momento por la larga crisis económica mundial (1974-1985). Después habrá unos años de recuperación, 1985-1991, seguidos de una corta pero durísima crisis, 1992-1993, y una larga etapa de expansión económica que llegará, con altibajos, hasta el 2008. Una crisis de alcance y naturaleza inéditos interrumpirá abruptamente esta etapa expansiva hasta sumir a la mayoría de las economías avanzadas en una recesión.
La primera de las crisis de los setenta, debida, principalmente, a la crisis del sistema monetario de Bretton-Woods (de 1971-1972, que lleva a la flotación de tipo de cambio) y al encarecimiento del precio del petróleo y de otras materias primas (1972-1973), significó un punto de inflexión en la lógica del crecimiento económico del mundo occidental.
Europa, por ejemplo, había vivido una expansión basada en la capacidad para beneficiarse de la generalización de una trayectoria tecnológica desarrollada fundamentalmente en EE. UU. La ruptura de estas pautas en Europa no se debió únicamente al encarecimiento de la energía, sino a un conjunto de factores que operaron poco a poco: el posfordismo, el acercamiento a la frontera tecnológica y la necesidad –no cubierta plenamente hasta el momento presente– de mayor flexibilidad en los mercados de trabajo y financieros y en las formas de organización empresarial.
Además, simultánea y progresivamente, tiene lugar la emergencia de nuevos países industrials en el sudeste asiático y la profundización de la globalización económica, la consolidación de bloques continentales como la Unión Europea y un nuevo salto tecnológico vinculado a las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) –la tercera gran revolución tecnológica–, ya en los años noventa.
En España, el inicio de esta etapa –es decir, la crisis económica mundial, retrasada aquí un año y agravada por la impericia gubernamental– coincide con la transición democrática. Esta coincidencia impidió la toma de medidas rigurosas anticrisis durante mucho tiempo, a diferencia de lo ocurrido en los países del entorno, por la impericia, efectivamente, de los gobiernos españoles del último franquismo y por la debilidad de los primeros de la transitión.
Hay que esperar a las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 para ver iniciativas ambiciosas. La más importante, sin duda, la constituyen los llamados Pactos de la Moncloa, por los que partidos y sindicatos acordaban, en otoño de ese mismo año, hacer frente a la crisis mediante, principalmente, la consecución de los equilibrios macroeconómicos.
Pero el ruido de la crisis mundial no permite escuchar los problemas de fondo: la economía española empieza a quedar afectada por los cambios en la geografía de las ventajas comparativas cuando aparecen en escena países industriales emergentes, particularmente en el sudeste asiático (Corea del Sur, Hong-Kong, Taiwan y Singapur). Una situatión que se agrava, entre otros motivos, porque los cambios institucionales derivados de la superación del régimen dictatorial y la consolidación de la democracia tendrán efectos importantes sobre las estrategias competitivas, ya que crearán una presión alcista salarial incompatible tendencialmente con la estrategia tradicional basada en los precios bajos.
Efectivamente, las libertades sindicales permitirán a los trabajadores mejorar la capacidad de negociación y, por consiguiente, se conseguirán aumentos sustantivos de los salarios nominales, sin relación con el comportamiento de la productividad, lo que hará aumentar los costes laborales unitarios (CLU). A todo eso hay que añadir el incremento simultáneo de cargas fiscales vinculadas al factor trabajo, como es el caso de las contribuciones a la Seguridad Social.
Por suerte para la economía valenciana y española, los problemas llegan cuando el cambio estructural iniciado en los sesenta ya está muy avanzado. Aun así, la crisis tendrá graves repercusiones. Por ejemplo, el paro, que en 1975 era del 2,4% (en España, el 4,4%), en 1985 había subido al 21,8% (en España, al 22,0%). La contracción económica supone que, si en el período anterior (1960-1975) la tasa de crecimiento permitía duplicar el volumen de bienes y servicios cada diez años, en este segundo período esta duplicación habría necesitado treinta.5
A pesar de las dificultades políticas y económicas con las que tropezó la transición a la democracia, la Constitución de 1978 permitió transformar profundamente la estructura del viejo Estado centralista en una de base plural, al crear el Estado de las Autonomías. Una etapa nueva, pues, en la que un gobierno propio, la Generalitat, podrá elaborar políticas económicas específicas para la economía valenciana.6 Al mismo tiempo, el ingreso en la Comunidad Europea –la actual Unión Europea–, en 1986, abrirá plenamente las economías española y valenciana a los avatares de un mercado entonces de más de 300 millones de personas.
La recuperación económica –española y valenciana–, iniciada en 1985, fue preparada por las políticas estructurales más perentorias que había emprendido la administración socialista a raíz de su victoria electoral de octubre de 1982, como también por las expectativas que había alimentado el previsible ingreso de España en la Comunidad Europea. En resumidas cuentas, había creado las condiciones para aprovecharse plenamente de la recuperación económica europea, que durará hasta principios de los noventa y estará animada por el descenso de los precios del petróleo. Hay que decir que, a partir de entonces, se intensificará la convergencia del ciclo económico español y valenciano con el europeo, que ya había tomado cuerpo con las medidas de apertura económica de los años sesenta.
Recordemos que las fluctuaciones cíclicas de las economías se deben a que los factores de oferta que determinan su crecimiento (población, productividad y precio de los factores de producción) y los de demanda (consumo, inversión y exportaciones limpias) no evolucionan de manera gradual y sostenida, sino con frecuencia de forma súbita (shocks), lo que origina desajustes como inflación, desempleo, déficit exterior o déficit público.7
Posteriormente, el ciclo económico se dirige hacia una crisis, corta pero aguda (1992-1993), en prácticamente todos el países de la OCDE, precedida de una desaceleración económica desde mediados de 1990. Varios factores habían intervenido en esta desaceleración económica, entre los que hay que destacar la inicial dificultad para comprimir la tasa de inflación. Coincide la ampliación de las actividades terciarias, que suele ser el sector más inflacionario,8