Concretamente, hasta los años cincuenta del siglo pasado, la Formación Bruta de Capital sólo representaba el 10% del PIB y, lo que es más grave, el 90% de la población no tenía ningún nivel de instrucción completado. Las cosas cambian cuando, posteriormente, la inversión alcanza el 20% del PIB y se mejora sustancialmente la formación de capital humano.
En este contexto, la economía valenciana encontró lógicas dificultades de crecimiento, si bien lo vivió con más intensidad que la española y con rasgos muy peculiares. Porque fue una parte importante de la agricultura valenciana la que garantizó pautas de modernización económica. Nos referimos a la que trascendió la etapa de producir para subsistir, caracterizada por mercados de ámbito local, y pudo convertirse en agricultura comercial, incluso –mejor dicho, sobre todo– con mercados internacionales. La pasa, el vino y, posteriormente, la naranja fueron los productos que permitieron el salto, en la segunda mitad del siglo XIX.
Así podemos entender que, a principios del siglo XIX, hacia 1802, los ingresos medios de la población valenciana se situaban alrededor del 70% de la media española, según ha estimado Gabriel Tortella, y sólo Galicia, Murcia, Canarias y Asturias tenían una renta per cápita más baja. Pero que, en 1860, los ingresos por habitante llegan ya en torno al 95% de la media. Y que nuevamente las tres primeras décadas del siglo XX refuerzan este mejor comportamiento relativo de la economía valenciana hasta llegar, en los años treinta, a un nivel superior en un 20% a la media española.
Posteriormente, se tenderá a la convergencia hacia esta media, particularmente a partir de los sesenta, ya que, aunque la dinámica económica es superior, también el crecimiento demográfico valenciano (por los saldos migratorios positivos) será mayor que el español.2
ETAPAS PRINCIPALES:
• 1870-1913
La primera etapa se caracteriza por la «Segunda Revolución industrial» –la revolución tecnológica derivada, entre otros, de la electricidad, la química o el cemento artificial–, la hegemonía económica del Imperio británico y el poder ascendente de la Alemania unificada, un sistema monetario basado en el patrón oro y un sistema comercial basado en el bilateralismo. En todo caso, para muchos historiadores es aún parte del largo siglo XIX.
España empieza esta primera etapa cuando acaba de conseguir la unión económica y monetaria mediante la desaparición de las aduanas interiores, la construcción de la red ferroviaria y la creación de la peseta en 1868. Además, una serie de hechos contribuyen a la transición hacia un sistema económico homologable con el resto de Europa, como la desaparición del régimen señorial y sus bienes vinculados y la revisión del marco jurídico-mercantil (Ley de sociedades anónimas de 1856, por ejemplo).
Ahora bien, a pesar de la incorporatión de capitales extranjeros en sectores básicos y estratégicos como los de los recursos mineros, la banca o el ferrocarril y de una inicial política de apertura al exterior, simbolizada por el Arancel Figuerola de 1868, muy pronto –prácticamente desde el inicio del régimen de la Restauración, en 1875–, los intereses cruzados de la industria periférica y los cerealistas del interior llevaron a un largo período de aislamiento comercial mediante el proteccionismo arancelario.
De hecho, a partir de 1890 el proteccionismo habrá conseguido los primeros éxitos significativos, que se consolidarán en la Ley de bases arancelarias de 1906, muy influida, además, por la pérdida de las colonias en 1898. En los años veinte, la economía española era la que tenía los muros arancelarios más altos de toda Europa, según la Sociedad de Naciones, el precedente de las actuales Naciones Unidas.
Es la reacción al fenómeno de la revolución de los transportes, que originó la incorporación de la máquina de vapor a los transportes (barcos y ferrocarriles) y que redujo drásticamente los costes del transporte, lo que hizo competitivos productos de países alejados. El cereal europeo, por ejemplo, ya no podía competir con el transatlántico de las llanuras tejanas y del oeste medio de EE. UU., ni las industrias de los países menos avanzados tecnológicamente con las de los países líderes. Se habla de la gran depresión en Europa.
En el País Valenciano, por su parte, las finanzas, pero sobre todo la agricultura, son las principales vías de penetración de las nuevas formas de organización productiva. Las finanzas, en concreto, vivieron una efímera eclosión de modernidad, a mediados de siglo, con la creación de la Sociedad Valenciana de Crédito y Fomento (a iniciativa de José Campo –con el tiempo marqués de Campo–, el representante más genuino de la burguesía emergente) y de la Sociedad de Crédito Valenciano (a iniciativa del rival de Campo, Gaspar Dotrés).
Aunque las dos sociedades de crédito (era el nombre que recibían los bancos entonces) estaban vinculadas inteligentemente a negocios de las infraestructuras derivadas de la revolución de los transportes (la construcción del ferrocarril y la del puerto del Grao de Valencia, respectivamente), fueron los problemas de gestión de estos mismos negocios los que crearon dificultades añadidas a la gran crisis financiera de 1866, que se volvió, de este modo, insuperable.
Pero, para una economía que aún se sostenía sobre las actividades primarias principalmente, son los avatares de la agricultura los que marcarán de manera determinante los cambios del conjunto de la economía. Así, debemos constatar que, a partir de la década de los cuarenta del siglo XIX, se inicia el proceso de tránsito de la agricultura de subsistencia a la agricultura comercial. Un tránsito que sólo era posible si había una demanda que no hiciera vano el esfuerzo de mejora cuantitativa y cualitativa de la oferta productiva.
Así ocurrió cuando la pasa y el vino, primero, y la naranja, después, protagonizaron un gran auge de la demanda (externa). La naranja, en concreto, se vio beneficiada por el incremento de las rentas familiares en la Europa industrializada y por la mejora dietética que comportaba, lo que permitió el consumo masivo de fruta de invierno de importación. La naranja valenciana se beneficia, además, de que los países consumidores no tenían, ni tienen, las condiciones climáticas para pasar a ser productores.
La incorporación de una serie de innovaciones técnicas –máquinas de vapor para elevar aguas subterráneas, uso de fertilizantes importados, naturales, o artificiales más tarde– permitió incrementar la producción, así como los nuevos medios de transporte –el ferrocarril y la navegación a vapor– facilitaron el acceso a los mercados europeos. Eso no quita que hubiese también una cierta expansión del cultivo de los cereales –incluido el arroz–, de las hortalizas y una recuperación de la ganadería, que completarían las transformaciones del panorama agrario del último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
La mayor propensión a exportar de la agricultura valenciana se mantiene a pesar de las vicisitudes de la estricta política proteccionista practicada por el Gobierno español, lo que hace que la controversia que enfrenta a los proteccionistas (fundamentalmente los industriales catalanes y vascos y los cerealistas castellanos y andaluces) y los librecambistas (fundamentalmente vinateros, naranjeros y productores de frutos secos mediterráneos) se viva, por lo tanto, de manera particular en las tierras valencianas.
Los sectores proteccionistas (manufacturas –Alcoy, como paradigma– y cereales, también el arroz –Sueca, como paradigma–), mayoritarios a nivel español, eran minoritarios en la economía valenciana, mientras que los sectores exportadores librecambistas, minoritarios a nivel del Estado, eran claramente predominantes en el País Valenciano gracias a la presencia del vino, los productos hortícolas y, especialmente, la naranja.
Pero la evidente hegemonía agraria