Republicanismo británico
Hasta la monarquía más popular de Europa, alabada por los efectos estabilizadores de su pompa y ceremonia (sobre todo por Bagehot, 1867), tenía sus detractores, aunque fueron relativamente escasos durante gran parte del siglo (cfr. A. Taylor, 1996, 1999, 2004; Williams, 1997). El veterano radical whig Henry Brougham lamentaba en 1840 que el peso de los republicanos, teniendo en cuenta «sus propiedades, rango y capacidad, es el de una minoría» (Brougham, 1840, p. 4). La tradición establecida por Thomas Paine en Los derechos del hombre (1791-1792) nunca desapareció del todo, se siguió celebrando el aniversario hasta bien entrado el siglo XIX. Escritores como Richard Carlile, editor de The Republican (1819-1826) (para quien republicanismo era simplemente «un gobierno que tiene en cuenta el interés público», The Republican, 27 de agosto de 1819, p. ix), mantuvieron viva la llama y aseguraron la persistencia de una íntima vinculación entre laicismo, librepensamiento y republicanismo en Gran Bretaña (Royle, 1974, 1980). A finales de la década de 1830 y durante la de 1840, una gran variedad de escritores cartistas especuló con temáticas republicanas, aunque el movimiento en su conjunto nunca abrazó este ideario; cuando acusaron al líder cartista Feargus OʼConnor de ser republicano, este replicó que le daba igual que se sentara en el trono la reina o el diablo (Hughes, 1918, p. 158). Muchos cartistas eran fieles al modelo norteamericano, aunque ya en aquella época se apreciaba cierta desilusión por el crecimiento de la desigualdad social en Estados Unidos. En los años de las revoluciones de 1848, algunas de las personas vinculadas al movimiento se declararon abiertamente «republicanos ardientes […] ansiosos […] de expresar nuestra lealtad a la única fuente legítima de autoridad: el pueblo soberano» (Harding, 1848, p. iii). Tras 1848 Ernest Jones y George Julian Harney dirigieron los retazos socialistas, remanentes, de este movimiento. En su periódico, Red Republican, defendían una virulenta doctrina revolucionaria. Años después, el líder cartista James Bronterre OʼBrian apoyaría sin desmayo la causa de la reforma agraria y de la nacionalización, y sus seguidores destacarían especialmente en la Asociación Internacional de Trabajadores o Primera Internacional, fundada en 1864.
Tras las revoluciones de 1848 en el continente europeo, la causa republicana resurgió con fuerza temporalmente, debido, sobre todo, a la influencia de Mazzini, aunque fuera un nacionalista con poco interés hacia las formas constitucionales. Su gran defensor fue el grabador William James Linton, que se negaba a aceptar la «posibilidad» de un republicanismo monárquico (Linton, 1893, p. 47). En su obra, The English Republic (1851-1855), que tuvo una difusión limitada, pretendía demostrar lo mucho que podía llegar a entusiasmar una buena mezcla de carisma, religión y nacionalismo a los radicales británicos que compartían un ideal del deber basado en el «sacrificio, el servicio o el ministerio y sentían auténtica devoción por toda facultad o poderes adquiridos capaces de promocionar el bienestar y la mejora de la humanidad» (Adams, 1903, I, p. 265). El republicanismo de Linton defendía los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y asociación, y recomendaba la educación pública, la provisión estatal de crédito a las clases trabajadoras y la oposición a la monarquía por considerarla una tiranía. Pero tampoco le gustaba un socialismo en el que el Estado actuara como «dictador y director del trabajo», violando así la libertad individual en vez de proteger a los trabajadores del capital y dar al campesino la oportunidad de ser propietario de sus tierras (Linton, s.f., p. 2). Fue el primer intento inglés serio de fusionar el republicanismo del siglo XVII representado por Milton, Cromwell, Ireton y Vane con el de Mazzini, Herzen, Kossuth y las causas de polacos, húngaros, rumanos y otros pueblos europeos sometidos. Los seguidores británicos de Auguste Comte también mantuvieron viva la llama del republicanismo tras el declive del cartismo, con Frederic Harrison insistiendo en que el único gobierno legítimo era el republicano, porque había que confiar el gobierno a quienes estaban preparados para gobernar, buscaban el interés de todos y no «gobiernan nunca en interés de ninguna clase u orden». Su instauración era tan «cierta como que el sol saldrá mañana» (Harrison, 1875, pp. 116-122; Harrison, 1901, p. 20; Fortnightly Review, n.o 65, junio de 1872, p. 613). John Ruskin también brindó su apoyo a este ideal[5]. De manera que, durante este periodo, republicanismo y socialismo fueron dos cosas diferentes, aunque a veces se solaparan.
El republicanismo vivió su mejor época en Gran Bretaña a principios de la década de 1870 (aunque en 1874 ya había perdido fuste) inspirado por el derrumbe del Segundo Imperio francés y por la antipatía que despertaban los principios «despóticos» de un expansionismo alemán con el que se identificaba a la reina Victoria por nacimiento (McCarthy, 1871, pp. 30-40). Tras la fundación de la Liga de la Tierra y el Trabajo en 1869, se crearon unos ochenta y cinco clubes republicanos entre 1871 y 1874 y se fundó una Liga Nacional Republicana en 1872. Sus defensores hablaban mal de la monarquía, a la que consideraban «inmoral» (Holyoake, 1873, p. 1), y mostraban su entusiasmo por el hecho de que «un gran número de personas está empezando a defender principios republicanos» (Barker, 1873, p. 3). Algunos radicales respetables saltaron a la palestra aprovechando ese clima político. En un discurso pronunciado en Newcastle en 1871 y luego en otros lugares, Sir Charles Dilke habló del tema de la «representación y la realeza», criticando el estado de las finanzas regias y pidiendo una investigación parlamentaria al respecto en marzo de 1872 (cfr. Taylor, 2000). Pero las revueltas antirrepublicanas torcieron su rumbo. El auge creciente del modelo norteamericano tras la Ley de Reforma de 1884 situó en primer plano el debate sobre sus virtudes entre los simpatizantes, aunque también en este caso se oyeron voces disonantes (p. ej., Conway, 1872).
Charles Bradlaugh (1833-1891) fue el republicano británico más importante de finales del periodo victoriano. Fue él quien, medio en broma medio en serio, relacionó al republicanismo con el librepensamiento y quien más se opuso al socialismo (Bonner, 1895; Gossman, 1962). Pero su retórica era más extrema que sus principios, y los pocos intentos que hizo de fundar una organización republicana oficial adolecieron de cierta reticencia; se decía que no había prisa alguna en lograr las metas políticas últimas (D’Arcy, 1982). La enfermedad de la reina Victoria en 1871, y el retorno a sus deberes oficiales tras casi una década de duelo por la muerte de su esposo, contribuyeron a restaurar su prestigio, mientras Disraeli hacía hincapié en la superioridad de la Constitución británica sobre la norteamericana (p. ej. Watts, 1873, p. 1). El declive del republicanismo estuvo íntimamente unido a la expansión del imperio y al ensalzamiento, por parte de Disraeli, del papel imperial de la reina. Los críticos amenazaban con que «el día que proclamemos una república en este país, perderemos nuestras colonias y nos hundiremos en la insignificancia» (Ashley, 1873, p. 19). En general, los ingleses reaccionaron de forma negativa ante la Comuna de París. Hasta los republicanos estaban divididos en este punto: Frederic Harrison era más favorable a la Comuna; Bradlaugh, cada vez más reacio a la Primera Internacional, lo era menos. En 1899 se decía que sólo quedaba un republicano confeso en la Cámara de los Comunes; el irlandés Michael Davitt (Davidson, 1899, p. 386, y en general Moody, 1981).
En este periodo también hubo defensores del republicanismo en varias colonias británicas –al menos en el ámbito teórico–, en Australia especialmente, donde ya en 1852 se había proclamado (por John Dunmore Lang, que no halló mucho apoyo popular): «No hay otra forma de gobierno practicable o posible en una colonia británica que ha obtenido su independencia y libertad que la de una república», el único modo de promover la moral pública y privada y una «religión pura e inmaculada» (Lang, 1852, p. 64; cfr. McKenna, 1996; McKenna y Hudson 2003; Oldfield, 1999; en el caso