Según los republicanos positivistas (y otros grupos importantes), el órgano de transformación primario sería un sistema de educación nacional que, a la larga, apartaría a la opinión pública francesa de la Iglesia y del socialismo revolucionario. Aunque Comte admiraba profundamente el catolicismo medieval, había llegado a creer que los problemas políticos de Francia se veían exacerbados por la lamentable confusión existente entre los poderes temporales y los espirituales. La mayoría de sus seguidores blandían el pendón de la laïcisation. Al contrario que en Inglaterra, donde el positivismo prácticamente no tuvo impacto alguno en la organización de la educación formal, en Francia dio sentido al debate fundamental de la secularización. No estamos diciendo que el positivismo influyera directamente en la pedagogía o el currículum, aunque sin duda tuvo algún impacto (Simon, 1963, pp. 84-93). Lo cierto es que la necesidad de una educación cívica, políticamente creada, brindó a Comte y a sus discípulos un mercado intelectual en el que circular. Jules Ferry, ministro de Educación durante muchos años y un buen ejemplo del interés del régimen en la educación, se expresaba en un lenguaje comtiano. Su promoción de la «ciencia positiva», la laïcité, la «tolerancia política» y la «virtud moral» dan fe de un idioma nuevo que fusionaba los objetivos de la educación, la ciencia social y la política en un lenguaje cívico netamente francés.
Los seguidores de Comte usaron elementos de su positivismo de forma creativa y selectiva para dar forma a los fundamentos ideológicos de la Tercera República. Según la idea tradicional, la Tercera República representa el triunfo del «positivismo», pero es una descripción demasiado burda como para dar cuenta del complejo surgimiento de un régimen republicano estable durante las décadas de 1870 y 1880. La adopción de elementos de la física social de Comte, con el objetivo de reforzar una identidad política liberal republicana, sin duda fue un factor importante para el éxito del régimen. Teniendo en cuenta la división de otros lenguajes políticos en Francia y el difundido anhelo de unidad «social» existente, no puede sorprendernos la adopción en política de la ciencia de lo «social».
CONCLUSIONES
En el caso de muchos pensadores del siglo XIX, la ciencia social sustituyó a la ley natural o a la tradición como referente del pensamiento político. Me he limitado a mostrar algunos de los complejos giros y volutas relacionados con esta sustitución en Francia e Inglaterra[17]. Espero haber recalcado suficientemente el poder de los lenguajes políticos, de la memoria y la contingencia políticas, en la modulación de la interacción entre ciencias sociales y práctica política. En Francia, la economía política ocupó con toda naturalidad su rango científico por haber surgido del núcleo de la Revolución misma. A los moderados no les parecía una alternativa peligrosa para la autoridad de los derechos naturales. Quienes pusieron casi inmediatamente en entredicho las pretensiones de la economía política de erigirse en la reina de las ciencias sociales, fueron quienes creían tener un acceso privilegiado a lo «social» y se habían distanciado con mayor éxito de las oscuras dinámicas inherentes al discurso revolucionario. La persistente ausencia de consenso en torno a los principios de la legitimidad política llevó a los pensadores franceses a buscar un lenguaje alternativo para resolver y dirimir las diferencias al margen de la polarizada escena política. En Inglaterra, la sociología científica adquirió prestigio más tarde y tuvo un efecto mucho menor, tanto sobre el estatus de la economía política en el seno de la ciencia social, como sobre los lenguajes políticos tradicionales.
Paradójicamente, son los defensores ingleses de Comte, probablemente los más arrogantes y dogmáticos de quienes afirmaban haber hallado la «llave» científica que «permitiría desvelar todas las mitologías políticas y sociales», quienes más luz arrojan sobre la naturaleza de la resistencia inglesa frente a la ciencia social. Los victorianos ingleses recurrieron a Comte en busca de una terapia moral, no de una cura política; las instituciones liberal-democráticas debían sanar por sí mismas. Pero, en Francia, la ciencia social resultaba más atractiva, al igual que en 1789, por la enorme crisis de legitimidad política existente. En parte, fueron las variaciones creativas de Comte y del positivismo desarrolladas por los políticos republicanos las que dieron lugar a un nuevo lenguaje político. Aun siendo hoy cada vez más criticado y puesto en cuestión, este republicanismo moduladamente positivista permea profundamente las concepciones de lo que muchos franceses entienden por ser ciudadanos de la República.
[1] Existe un largo debate y mucha bibliografía en torno al término «positivismo». Incluso dejando de lado las diferencias entre el «positivismo lógico» del siglo XX y el «positivismo sociológico» del XIX, existe el problema de cómo circunscribir este último. D. C. Charlton, por ejemplo, pensaba en un tipo de análisis científico ideal y aplicó el término a muchos individuos cuyas ideas diferían de las de Comte y no estaban influidos por él. Por lo general se suele afirmar que estos autores parecían defender un positivismo deficiente, y Comte mismo aparece como uno de los más beligerantes con el positivismo «puro». W. M. Simon, en cambio, aplica el término estrictamente a los escritos de Comte y de sus epígonos declarados. La dificultad es que sus contemporáneos rara vez usaban el término en el sentido de Charlton o de Simon. Hacían un uso mucho más laxo para referirse a «un científico que niega la autoridad de la teología o de la intuición espiritual e intentaba hallar en el servicio a la humanidad una satisfacción semirreligiosa al margen de lo sobrenatural». Cfr. p. ej. Cashdollar, 1989, p. 18. Identificaban a Comte como uno de los más prominentes positivistas de su época, aunque tampoco aceptaban necesariamente su teoría completa. Cuando utilizo el término «positivismo» sigo, por lo general, ese uso de la época. Para denotar una mayor cercanía a Comte, he optado por el giro «positivismo comtiano».
[2] La obra de James Livesey (2001) sobre el Directorio ofrece un punto de vista revisionista del periodo al sugerir que el régimen era, al menos potencialmente, una república «viable» y que la ideología política de la época era algo más que un oportunismo egoísta o una explotación cínica del discurso revolucionario.
[3] J.-B. Say había publicado su Traité d’Économie Politique en 1803. Lo sometió a una rigurosa revisión en 1814 y, a partir de ese momento, se convirtió en el texto seminal de la escuela clásica en el continente europeo. Aunque muy influenciado por Adam