La Segunda República, fundada en febrero de 1848 y dirigida por hombres como Ledru-Rollin, Lamartine y Louis Blanc, tampoco duró mucho. Sus principales características fueron la popularización de las ideas socialistas a gran escala por primera vez, sobre todo en el caso de la propuesta de instaurar talleres nacionales efectuada por Blanc y en su proclamación del «derecho al trabajo». Los insurreccionalistas (incluido Blanqui) desafiaron a los moderados en mayo-junio, pero fueron derrotados tras un gran derramamiento de sangre, y lo único que consiguieron fue hacer desmerecer a la causa radical ante la opinión pública. Tras un gobierno provisional encabezado por Louis Eugène Cavaignac, eligieron presidente a Louis Bonaparte, pero este dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 que condujo al Segundo Imperio. Vino entonces un periodo de dura represión, en el que fueron arrestados, y juzgados por tribunales especiales, más de 26.000 republicanos. Ledru-Rollin, Blanc y otros acabaron en el exilio, donde algunos colaboraron con el Comité Democrático Central creado en Londres (Lattek, 2006, pp. 87-95). Muchos moderados se quedaron en Francia y lograron convertir la causa republicana en algo respetable a lo largo de las dos décadas siguientes. Pero los desacuerdos en torno a las reformas sociales necesarias y a la viabilidad del liberalismo del laissez faire para solucionar problemas sociales siguieron generando división.
La Tercera República, proclamada en septiembre de 1870 tras la derrota de Francia a manos de Prusia, se fundó oficialmente en 1875. Con el extremismo muy desacreditado tras el fracaso de la Comuna, la mayoría de sus partidarios eran juristas y comerciantes de clase media además del toque de color aportado por artistas como Manet, y cada vez más judíos, mujeres y masones, quienes promovían una aproximación más laica a la cultura pública. Su faro fue Léon Gambetta (1838-1882), cuyo objetivo era crear un régimen centralizado basado en el sufragio universal y en una educación laica y obligatoria, para fundar una democracia moderna de base patriótica, sin importar los compromisos que, sobre todo en política exterior y religiosa, requerirían inevitablemente estas políticas «oportunistas» (cfr. Nord, 1995). Entre medias, el ideal republicano fue apoyado por figuras como Auguste Comte (1789-1857), cuyos seguidores, si bien podían desconfiar de la democracia, a menudo eran acérrimos enemigos de la monarquía.
La Comuna de París
Un modelo de república muy influyente y controvertido de finales del siglo XIX fue el de la Comuna de París, la organización revolucionaria que vio la luz tras la derrota de Francia a manos de Prusia en la guerra de 1870-1871 (en general, Lissagaray, 1886). Léon Gambetta, Jules Favre y otros proclamaran el 4 de septiembre de 1870 un «Gobierno de Defensa Nacional» y declararon constituida la Comuna de París el 18 de marzo de 1871, tras algunos precedentes de comunas en Lyon y Marsella. Fue ratificada por medio de unas elecciones comunales que ganaron cierto número de trabajadores y algunos miembros destacados de la Primera Internacional. Más inspirada en Proudhon que en Rousseau, acabó en un baño de sangre en abril-mayo de 1871, pero la Asamblea Nacional retomó su inspiración republicana en febrero de 1875. La política de la Comuna había sido rigurosamente anticentralista. La tributación, la dirección de los negocios locales, las magistraturas, la policía y la educación se controlaban desde el ámbito local y el ejército permanente fue sustituido por una milicia cívica. Los oficiales de la Guardia Nacional eran elegidos y se garantizaban la libertad de conciencia y el trabajo. De manera que la Comuna era un gobierno republicano, local, anticentralista, con su propia milicia, que representaba a elementos de la clase obrera.
La Comuna de París demostró que el poder podía utilizarse en un sentido socialista y que las organizaciones provinciales no se crearían rápidamente. Para los socialistas la Comuna fue un intento de dividir a Francia en una república con comunas autónomas, que enviarían a sus representantes al consejo federal liberando a París del peso conservador de las provincias, es decir, de la opresión de la mayoría que generaba el «dogma del sufragio universal». A anarquistas como Bakunin les pareció «una negación del Estado valiente y explícita; lo contrario a una forma comunista autoritaria de organización política» (Bakunin, 1973, p. 199). Para Marx, quien había rechazado cáusticamente la idea de la comuna en 1866, calificándola de «stirnerismo proudhonizado» (Marx y Engels, 1987, p. 287), su carácter popular de «república social, el «autogobierno de los productores», la elección de funcionarios públicos, los salarios y el hecho de que todos respondieran directamente ante la Comuna, era la «antítesis directa» del viejo aparato estatal. (Hay quien ha leído estos comentarios en clave de concesión a Proudhon y a los anarquistas, p. ej. Collins y Abramsky, 1965, p. 207.) Este modelo, con delegados del campo acudiendo a la ciudad y asambleas de distrito que enviaban a sus diputados a París, se tomó como modelo para acabar con el «poder del estado que decía encarnar esa unidad al margen y por encima de la nación misma» (Marx y Engels, 1971, pp. 72-74). Algunos revolucionarios pensaban que sería necesaria una dictadura temporal para hacer frente a la amenaza externa, como en 1793, e interna, como cuando la traidora Asamblea Nacional había firmado la paz con Alemania a principios de 1871.
Hacia el final del periodo surgió en Francia un movimiento sindicalista revolucionario en torno a la Confédération Générale du Travail, fundada en Limoges en 1895 (cfr. Jennings, 1990; Ridley, 1970). Compartían con Marx la teoría de la lucha de clases y daban gran importancia a las huelgas –sobre todo a la huelga general– como expresión de dicho conflicto. Su objetivo último también era la abolición del Estado, de la burocracia, de la policía, del ejército y de todo el aparato judicial. En el futuro cumplirían esas funciones los trabajadores confederados. Esta estrategia contó con el apoyo de Georges Sorel, entre otros, aunque el movimiento adoptó en seguida una dirección reformista.
Alemania
En Alemania, las «ideas francesas» se aceptaron tras 1789 con cierta desazón por haber sido impuestas por un conquistador durante las guerras revolucionarias. Pero habían dejado un legado de laicismo y de nacionalismo antilocalista y el atractivo de la idea de soberanía popular no se esfumó fácilmente (Blanning, 1983; Gooch, 1927). El movimiento democrático moderno surgió en el periodo denominado Vormärz y alcanzó su apogeo en la época del Parlamento de Fráncfort en los años de las revoluciones de 1848 (cfr. Sperber, 1991). En teoría, el radicalismo alemán también obtuvo un gran impulso gracias a la «izquierda» hegeliana o «Jóvenes Hegelianos», a los que pertenecían Marx, Ludwig Feuerbach y Arnold Ruge (Breckman, 1999; Moggach, 2006). Algunos miembros de este grupo se hicieron anarquistas, como Bakunin. Otros, como Ruge, nunca dejaron de ser demócratas radicales y republicanos. Marx derivó hacia el comunismo, defendiendo la necesidad de una revolución violenta a partir de mediados de la década de 1840. También el joven Engels proclamaba los efectos terapéuticos de la violencia revolucionaria proletaria. Sin embargo, más adelante, ambos aceptaron la posibilidad de que pudiera haber una transición pacífica al socialismo allí donde los procesos democráticos lo permitieran, aunque no fuera un enfoque aceptado por todos los marxistas posteriormente. A principios del siglo XX, el término «radical» empezó a usarse cada vez más para designar a los movimientos de derechas, una connotación que se aprecia hoy en términos como Rechtsradikal, por ejemplo.
En las décadas finales del siglo, el término empezó a asociarse en algunos círculos con un movimiento de reforma moral y cultural, cuyo núcleo era la idea de sobrepasar o trascender las normas del presente, «burguesas» o de otro tipo, pero sobre todo las restricciones morales impuestas a la expresión y a la creatividad individuales. Algunos de estos conceptos eran herederos de modelos más individualistas del anarquismo de principios del siglo XIX. Es el caso en Alemania de Max Stirner, cuya obra El Único y su propiedad, se publicó en