Pero este proceso de reconciliación tenía sus límites. En este aspecto, el pensamiento político de Lamartine era mucho más radical que el de Chateaubriand. Como Lamennais, rechazaba cualquier forma de alianza entre la Iglesia y el Estado. La religión era, en su opinión, una forma de conciencia que acabaría corrompiéndose inevitablemente debido a las tentaciones resultantes de una estrecha asociación con el Estado (Lamartine, 1860-1866, p. 373; Charlton, 1984b, p. 51; Kelly, 1992, p. 213). Lamartine afirmaba, asimismo, que la aristocracia era superflua. La Revolución había roto la estructura tradicional de la sociedad aristocrática, sus principios eran incompatibles con los impulsos igualitaristas de la era moderna y su mantenimiento era «contrario a la naturaleza y al derecho divino» (Lamartine, 1860-1866, p. 371).
Estas afirmaciones se publicaron en Sur la Politique Rationelle (1831) de Lamartine, una obra en la que rompe con el legitimismo convencional, pero también con las posturas más progresistas de Chateaubriand (Fortesque, 1983, p. 69). En el nuevo esquema de las cosas, había que injertar al rey republicano de Lamartine en una democracia popular con sufragio indirecto. El sistema tenía la ventaja de reconocer la soberanía popular minimizando los riesgos prácticos, pues Lamartine también quería evitar el «individualismo salvaje» que, en su opinión, desatarían unas elecciones directas. La soberanía popular era enriquecedora al permitir el surgimiento del «poder social» basado en la fraternidad, la responsabilidad y la solidaridad[10]. Estos valores eran el núcleo programático de las ideas revolucionarias, pero su realización se veía obstaculizada por la tendencia coyuntural a construir la soberanía popular en términos individualistas. El uso incorrecto de unas corrientes emancipadoras que la Revolución posibilitó debía ser sustituido por una expresión genuina del poder social, o, en palabras de Lamartine, de la «caridad social»: «La caridad, unida al diseño de buenas políticas, exige a los hombres no abandonar a sus congéneres, sino ayudarse mutuamente. Tanto los propietarios como los desposeídos están llamados a gestar un sistema de seguridad mutua, una situación de equilibrio» (Lamartine, 1856, p. 500; 1862, II, p. 304).
Este marco de «caridad social» se daba en las localidades, en las familias, en los valores rurales y en la concepción social de la propiedad. El apego a este tipo de ideas fue de gran importancia para la expresión más conservadora del Romanticismo, pero los románticos progresistas como Lamartine lo relacionaban, pese a su aparente convencionalismo, con la exigencia revolucionaria de que el Estado fuera un órgano de la soberanía popular.
A principios del siglo XIX, los políticos románticos hubieron de enfrentarse a dos cuestiones fundamentales. La primera era la relación entre el sujeto y el Estado; la segunda hacía referencia a las relaciones sociales necesarias para que los seres humanos volvieran a ser una comunidad en vez de una agregación de individuos. La primera cuestión era esencial para los intentos conservadores de dotar a las relaciones políticas tradicionales de cualidades estéticas y afectivas, y se aprecia en la idea del sujeto como víctima –idea que subyace en las críticas inglesas de posguerra del legitimismo– y en los intentos de Carlyle y de sus contemporáneos franceses por identificar formas políticas capaces de integrar a los individuos en culturas políticas posrevolucionarias y no tradicionalistas. Las concepciones románticas de los efectos de la comunidad apuntaban al individualismo económico. Los románticos abordaron el problema de forma parecida a la cuestión del individualismo político, que vinculaban con el pensamiento ilustrado. Se mostraron muy ambivalentes en relación con las implicaciones morales de las doctrinas y prácticas económicas modernas. Las respuestas que dieron los románticos conservadores a estas derivas estaban teñidas con las imágenes paternalistas de comunidades tradicionales, pero, una vez que las ideas de responsabilidad social y de comunidad fueron cercenadas de esta raíz, legaron un futuro al Romanticismo político. Así, el rechazo de Lamennais y Lamartine al legitimismo los llevó por veredas en que las políticas sociales confluían con la democracia y el socialismo, mientras que las ideas de Carlyle ejercieron una gran influencia en el renacer que el socialismo británico experimentó hacia finales de siglo.
[1] El autor desea agradecer a Colin Davis, Mark Francis, Diana Morrow, Jonathan Scott y Andrew Sharp sus comentarios a las versiones preliminares del presente capítulo; John Roberts, por su parte, me brindó una inestimable ayuda en la investigación.
[2] Novalis no era un conservador al uso y sus escritos políticos son fruto de la década de 1790 (Beiser, 1992, pp. 266-267). Aquí aludiremos a él en calidad de escritor que formuló ideas que llegaron a jugar un papel central en ese Romanticismo conservador tan importante en el cambio de siglo; cfr. Beiser, 1992, p. 264.
[3] Beiser, 1996, pp. xi-xiii. No parece muy recomendable buscar conservadurismo en el Romanticismo alemán «temprano» de la década de 1790.
[4] Cfr. Winch, 1996, parte III, donde se hallará una buena crítica histórica a la versión romántica de las doctrinas de Malthus.
[5] Cfr. asimismo Coleridge, 1980-, I, pp. 250, 358, 805 y II, p. 951 sobre la crítica a la Iglesia laudiana. A Coleridge le exasperaba lo que consideraba políticas reaccionarias de Southey y de Wordsworth; cfr., p. ej., la carta a William Godwin fechada en diciembre de 1818, en Coleridge, 1956-1971, IV, p. 902.
[6] Cfr. p. ej. las referencias a «polos» (Coleridge, 1976, p. 24 n. * y p. 35). John Colmer señala que existe un paralelismo entre la concepción de la polaridad de Coleridge y la de sus contemporáneos alemanes: «La unidad dinámica de la naturaleza, la vida y el pensamiento se concebía como el resultado de la síntesis de fuerzas opuestas» (Coleridge, 1976, p. 35 n. 3). La teoría fuerte de la polaridad también desempeña un papel importante en el pensamiento político de Müller (cfr. infra, en este mismo capítulo), pero no encuentro prueba alguna de que Coleridge conociera su obra. El interés de Coleridge por ciertos aspectos del pensamiento alemán se ha estudiado en detalle (cfr. p. ej. Harding, 1986; MacKinnon, 1974; Orsini, 1969), pero hay muy poco que sugiera un vínculo directo entre sus ideas y las de los escritores románticos alemanes. La Geschichte der alten und neuen Litteratur (1815) de Schlegel fue una de las lecturas más importantes para Coleridge en los años 1818-1819, pero más allá de esto solamente encontramos algunas breves referencias a los escritos de Schleiermacher sobre la oración en su correspondencia y sus cuadernos, junto a un breve y poco interesante comentario sobre Novalis en anotaciones marginales (Coleridge, 1987, II, pp. 32, 46, 53-61; 1956-1971, VI, pp. 543, 545-546, 555; 1980-, II, p. 958).
[7] Era una institución muy diferente a la «Iglesia de Cristo», nacional más que universal y, en palabras de Coleridge, independiente en lo tocante a los «dogmas teológicos» (Coleridge, 1976, pp. 133 ss.; Morrow, 1990, p. 149). La importancia de esta distinción, en Morrow, 1990, pp. 152-154. La adscripción por parte de Coleridge de un papel moralizador y edificante a la Iglesia, y su insistencia en que debía verse libre de toda interferencia política, se parece bastante a la concepción de Iglesia que encontramos en algunos de los primeros escritos de Schlegel (Schlegel, 1964, pp. 169-170), pero más adelante modificó esta idea de forma significativa; cfr. infra.
[8] La «administración mecanicista» del Estado-fábrica de la que se quejaba Novalis (Novalis, 1969c, n.o 36) se basaba en la teoría del estado como una poderosa máquina, controlada por el poder absoluto del monarca, a la que movía el interés propio de los sujetos. Eran imágenes del Estado muy comunes en el siglo XVIII; puede que la afirmación más osada sea la de August Ludwig von Schloezer: «El Estado es una máquina» (citado en Krieger, 1972, pp. 46 y ss., 77).