Qué son todos los tumultos populares y el bramar enloquecido [… sino] gritos inarticulados de una criatura estúpida llena de ira y dolor. Pero en los oídos de los sabios resuenan como elocuentes plegarias: «¡Guíame, gobiérname! Soy un loco, un miserable, incapaz de gobernarme a mí mismo» (Carlyle, 1893b, p. 144).
La evolución progresista del pensamiento de Carlyle resulta evidente en su insistencia en que las jerarquías de la sociedad contemporánea debían ser totalmente distintas a las del antiguo orden. Halló un sustituto para la Iglesia en los hombres de letras. También hizo hincapié en la responsabilidad de la emergente elite industrial. Los «capitanes de la industria» debían usar su capacidad económica para maximizar las oportunidades de la plebe de conseguir trabajo y participar así en la ordenación del universo material. También debían garantizar unas condiciones de vida y de trabajo mínimas a sus trabajadores, como exigía su humanidad, y reforzar la interdependencia, el carácter orgánico de las formas genuinas de sociabilidad. Los propietarios de la tierra, en la medida en la que retuvieran un papel real en la sociedad moderna, también debían asumir sus responsabilidades, y no sólo los privilegios, del liderazgo. Como otros supuestos líderes del mundo moderno, los terratenientes debían erigirse en «héroes» más que ser figuras tradicionales (Carlyle, 1893f, p. 246; 1893e).
Carlyle insistía en que los líderes heroicos debían desempeñar un papel destacado en el seno del Estado. Esta institución era un símbolo de la comunidad moral y tenía poder para impulsar la cooperación y facilitar el progreso humano. La idea de Estado de Carlyle se sustentaba en su creencia de que, puesto que los héroes políticos captaban al menos algunas de las realidades subyacentes del universo, serían capaces de entender los requerimientos de su propia época. Estas figuras, como Cromwell en el pasado y, quizá, Sir Robert Peel en el futuro, no deberían ver obstaculizada su labor por la burocracia, por formas pasadas de moda del mundo antiguo ni por la panacea de la democracia parlamentaria. En Latter Day Pamphlets (1850), Carlyle retrata a Peel como la figura central de «Nuevo Downing Street», un sistema de liderazgo administrativo que dirigiría al Estado adaptándolo a las realidades del mundo moderno (Carlyle, 1893c, p. 78; Seigel, 1983). La única institución democrática del entorno político esencialmente autoritario concebido por Carlyle es la Junta de Sondeos, que informaría a Nuevo Downing Street de las reacciones populares frente al liderazgo, para poder determinar los cursos de acción más adecuados dadas las circunstancias (Carlyle, 1893c, pp. 204-205; cfr. Rosenberg, 1974, pp. 176 ss.).
Los reparos de Carlyle a lo que consideraba los grandes engaños políticos de su época se publicaron inicialmente en una serie de ensayos críticos, en los que se retrataba la locura de aquellos tiempos en términos displicentes y a menudo bárbaros. En otras obras hablaba de la ética filantrópica, defendiendo la emancipación de los esclavos de las Indias Occidentales y de Estados Unidos junto a una remodelación de las instituciones penitenciarias de su propio país. También abordó la literatura y el teatro modernos, así como el clima religioso de la época. El tono de estos panfletos refleja la frustración de Carlyle ante lo que consideraba falta de inteligencia de sus contemporáneos, incapaces de apreciar la corrupción moral de su cultura. No era ya que se equivocaran en sus puntos de vista, sino que, al parecer, habían abrazado la falsedad deliberadamente como forma de vida y de pensamiento. «Todas las artes, todas las industrias y empresas […] llevan en el corazón un veneno fatal, carecen de la inspiración de Dios, al contrario (merece la pena pensarlo), es un Demonio que se autodenomina Dios el que las inspira, y están malditas para siempre» (Carlyle, 1893c, p. 271). Pese a sus lamentos, Carlyle no abandonó nunca del todo ese aire de esperanza que asociaba al mensaje de Goethe: con un liderazgo adecuadamente heroico, se podía revivir el heroísmo residual del pueblo común y poner el timón en sus manos, trazando una ruta segura, aunque inevitablemente ardua, hacia el futuro.
En el seno del Romanticismo inglés Carlyle era, en ciertos aspectos, el heredero de Robert Southey (Eastwood, 1989, p. 315). Tanto Carlyle como Southey escribieron extensamente sobre el impacto material y espiritual de la industrialización sobre la gente corriente, y ambos se expresaron en un tono duro y autoritario. Pero, pese a su admiración por Southey, Carlyle tenía un enfoque más progresista, que encuadraba el renacer de valores preindustriales como la lealtad, la deferencia y la sociedad jerárquica en un marco político muy distinto al tradicional defendido por Southey. En este aspecto estaba más cerca de los románticos franceses de posguerra, pero estos defendían posturas cuyos aspectos democráticos y liberales no casaban bien con el autoritarismo de Carlyle.
El viso progresista de los escritores románticos franceses es evidente hasta en sus críticas al tenor irreligioso del pensamiento ilustrado. Deploraban lo que Carlyle denominaba el «ateísmo práctico» de la Ilustración porque lo consideraban un obstáculo para las tendencias liberadoras y progresistas características de la era moderna. Chateaubriand, por ejemplo, afirmaba que el catolicismo siempre había salvaguardado la libertad, y relacionaba la hostilidad de los philosophes hacia el cristianismo con su intolerancia de base: «el auténtico espíritu de los Enciclopedistas era todo furia y una intolerancia dirigida a acabar con cualquier sistema que no fuera el suyo, atentando incluso contra la libertad de pensamiento» (Chateaubriand, 1815, pp. 388-389).
El ateísmo militante era una especie de fanatismo, y el auténtico enemigo de la libertad (no la doctrina ni la práctica cristianas). La idea de Chateaubriand de que cristianismo y libertad iban de la mano halla un eco en la afirmación de Lamennais de que los impulsos humanitarios de la Ilustración se habían perdido por la aversión de los philosophes hacia el cristianismo (Guillou, 1992, p. 10; Reardon, 1985, p. 13). Lamennais rechazaba la parcialidad del pensamiento ilustrado porque era incompatible con su idea de que la vida humana transcurría en un contexto de leyes inmutables dadas por Dios. Estas leyes sólo podían llegar a conocerse e implementarse si los seres humanos utilizaban para ello toda la gama de su facultades cognoscitivas y activas. Hacía un llamamiento a la renovación de la «íntima unión existente entre fe y ciencia, fuerza y ley, entre poder y libertad» (Lamennais, 1830-1831c, p. 476; Oldfield, 1973, p. 220).
La importancia que daba Lamennais a la unificación de la experiencia humana también se encuentra en los escritos de Lamartine, aunque este último la relacionaba con la naturaleza de la poesía y el papel del poeta. Aunque la concepción del cristianismo de Lamartine tenía un aire fuertemente racionalista, este se veía compensado por su idea de que las intuiciones o sentimientos del «alma» desempeñaban un papel esencial, pues permitían sobrepasar los límites de la razón humana pura. En vez de rechazar, bien los impulsos emocionales del cristianismo, bien la razón, Lamartine intentó fusionarlos. Privó a la religión de su halo sobrenatural e infundió en la razón «ecos místicos» transmitidos por medio de la poesía romántica (Charlton, 1984a, pp. 24-26; 1984b, p. 56; Kelly, 1992, p. 187; Toesca, 1969, p. 281). Lamartine creía que la época de posguerra se caracterizaba por la difusión de la libertad, pero evaluaba esta evolución en términos religiosos: la libertad era un «misterioso fenómeno cuyo secreto pertenece a Dios, del que la conciencia es testigo y que se desvela en la virtud» (Lamartine, 1860-1866, p. 361; Fortesque, 1983, pp. 78-79; Kelly, 1992, p. 196). En la era moderna, la búsqueda de la felicidad había dado lugar a un nuevo tipo de política, que intentaba convertir a la libertad en una forma sistémica de organización social. Lamartine pensaba que la poesía podría ser de ayuda a sus contemporáneos para buscar y reintegrar esos impulsos intelectuales, políticos y espirituales que se habían vislumbrado durante la Ilustración, pero que habían acabado fragmentados debido a una concepción de la racionalidad estrecha de miras. La poesía era la «música de la razón», y Lamartine creía que posibilitaría una transformación dotando a las mentes políticas de imágenes de claridad, compasión, generosidad y moralidad (Dunn, 1989, p. 293).
Los intentos de los románticos franceses de fusionar razón y religión, realizados en nombre del interés social y del progreso político, tenían mucho que ver con su percepción de