Después de cenar, fuimos a ver Hamlet a the Shakespeare’s Globe. Estábamos en la galería del medio. Yo había quedado en un extremo y él, en otro. La forma circular del teatro hacía que nos pudiéramos ver casi de frente, aunque estábamos en la misma fila.
Varias veces lo descubrí mirándome. Al principio, yo intentaba concentrarme, pero, sin querer, siempre terminaba encontrando sus ojos. Me molestaba su provocación, sentía su mirada invasiva. Ofelia ya estaba al borde de la muerte. Logré olvidarme de todo y meterme en el escenario. Lloré por ella, lloré por mí. Apenas fueron unas lágrimas, pero él me hizo una seña ofreciéndome un pañuelo. No podía bastardear de esa manera a Hamlet, no podía boludearme así. ¡Qué se creía!
Se dio cuenta de que se había pasado, entonces se concentró en la obra. Aunque yo no quería mirarlo, no podía dejar de hacerlo. Y entonces él me miró directo a los ojos. Yo había caído en su trampa. Ingenua Ofelia.
Ya en mi cuarto, revisé al oso: el traje se lo podía sacar fácilmente, pero el sombrero estaba cosido. Igual, sin el traje perdía la gracia, era un osito común. Un oso con un sombrero de oso, quizás llevaba a sus antepasados en la cabeza, me dije irónica. Lo tiré con bolsa y todo al tacho de basura. Pero me arrepentí. No era más que un osito ridículo y encantador. Lo guardé en la valija.
Odile no se dio cuenta de nada, seguía en su mundo, chateando con el novio.
Chica de country, chico de cómics
Al día siguiente, después de un break, encontré en mi cuaderno una tira de una historieta. En el primer cuadro, estaba el chico de los pantalones gastados y salía un globo que decía: “Sé que soy un desubicado y no sé cómo pedirte perdón. ¿Querés jugar a los dardos conmigo?”. En el segundo cuadro: “Si seguís con bronca…”; en el tercero, se ponía un bearskin.
Me pareció grasa, pero igual me gustó. Por lo menos, se había esforzado. En situaciones normales, no hubiera vuelto a hablar con él. En situaciones normales, nunca hubiera hablado con él. Pero estaba en Londres, completamente sola. ¿Qué más podía hacer?
—Parecés de la primaria, dejando una nota en mi cuaderno —le dije a la noche en el Social Center mientras pensaba que no era tan feo.
—Es que no sé cómo escribirle a una chica que se compra peluches y se conmueve por Ofelia —sonrió seductor.
—¿No dejás nunca de provocar?
—Empecemos de nuevo. Me llamo Facu —dijo como suplicándome.
—Sofi… ¿Dónde están los dardos?
Tiré el primero y le di al centro.
—¡Rebien! —dijo sorprendido.
En su primer tiro, el dardo rebotó y cayó al suelo.
Tiré el segundo y acerté en el último sector.
—¡Impresionante! —dijo.
—Chica de country, dardos, ping pong, bicicleta, tenis, golf —le respondí.
—Te hacía más de libros, como siempre estás leyendo.
—Me estoy poniendo al día para el curso. Pero sí, es verdad, libros y pelis. ¿Y vos?... ¿Qué te gusta hacer?
—Cómics, amo los cómics…
¡Qué aburrido!, pensé, pero no me atreví a decirle.
—… el cine, los bares, los amigos.
Con el tercero le apunté a él y pensé que no era nada feo. Era alto, flaco, obviamente no tendría las abdominales de Thiago.
—¿Tengo que salir corriendo? —dijo tierno.
—Te podría prestar el bearskin, pero no te va a servir: es de piel de oso.
Sonrió con una sonrisa tan linda. Su cara no era tan perfecta, pero tenía algo atractivo.
Tiré y le di al centro otra vez.
—Perdón —dijo—, sé que me comporté como un tarado —se notaba que tenía vergüenza—. Tenés que entender a los hombres, las estupideces que hacemos para que ustedes nos den bola.
—Puedo entender lo del oso, pero lo de Ofelia.
—No entiendo por qué llorabas —me dijo.
—Él la enamoró y luego la deja de una forma tan cruel. Si Hamlet hubiera sido sincero con ella…
—¿Qué? No se suicida por Hamlet. Su padre la hizo débil, con todo ese rollo de la moral y las buenas costumbres.
—No entendés nada, se suicida por amor.
—Se suicida porque todos se mueren en las tragedias. Si llorás por Ofelia, ¿qué te pasa con Julieta o Desdémona?
—Lloro por todas las mujeres.
—¿También por Lady Macbeth?
—Dale, tirá.
—Te dejé sin respuesta.
—La verdad, me sorprendiste con tu conocimiento de Shakespeare.
—Con estos pantalones ¿tenía que ser un bruto? —me dijo desafiándome.
—No, con esa falta de sensibilidad.
Tiró y el dardo dio en el centro.
—¡Me estabas dejando ganar! —le reproché.
—No —se rio—, te juro que no.
—¡Te creés que soy una nena! —y me fui.
Corrió hasta alcanzarme.
—¿Todos nuestros encuentros van a terminar así? El primer tiro lo hice mal a propósito. Pero el segundo… no soy tan bueno como vos.
Era lindo. No, hermoso como Thiago, pero sí, lindo.
En el bar también estaba Cata con un chico. La miré indignada.
—¿Son amigas? —me preguntó Facu.
—Ya no.
—¿Qué pasó?
Si le contaba, iba a quedar como una tonta.
—Me traicionó —dije.
—¿Un chico?
Me puse roja.
—Conmigo no vas a tener problemas, no es mi tipo.
—¿Y cuál es tu tipo?
—Morochas de ojos verdes, apasionadas —y sonrió.
—Entonces tampoco soy tu tipo.
—¿Querés serlo?
—¡Ni ahí!
—¡Qué lástima!
Nos quedamos en silencio, moviendo nuestras cabezas al ritmo de la música. Facu cantaba.
—¿Cuál es tu tipo? —me preguntó.
—Morochos de ojos verdes apasionados —lo miré directo a los ojos y me quise matar, tenía ojos verdes, unos ojos verdes hermosos y su pelo era negro. Yo no podía ser tan idiota. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
—Yo prefiero la pasión en la mujer, no en los ojos —dijo.
Podía quedar como una tonta o doblar la apuesta. No me iba a vencer tan fácilmente.
—Si yo fuera apasionada, te besaría —le dije—. Pero no.
—También podrías dejarte besar.
—Tal vez.
—Para mí, jamás te atreverías