Asesinos (de uniforme) en serie
Los militares norteamericanos que combatieron en Vietnam cometieron numerosas matanzas contra la población civil. Miles de jóvenes ingenuos quedaron transformados en asesinos por una guerra que destrozó sus vidas, aunque el uniforme militar les garantizase la impunidad de sus crímenes, e incluso un impenetrable silencio cómplice.
Ante la frecuencia de los desmanes perpetrados por sus efectivos, el Pentágono decidió ignorar y ocultar la mayoría –casi la totalidad– cuando no había testigos que pudieran denunciarlos. Pero no se logró impedir que algunos salieran a la luz, porque el trabajo de los periodistas sobre el terreno aportó evidencias incontestables, con el consiguiente escándalo mundial y la condena de una «retaguardia civil» que rechazaba la implicación estadounidense en el Sudeste asiático. Corresponsales de guerra, fotógrafos de prensa y camarógrafos de televisión demostraron algunas masacres, desmintiendo a los portavoces castrenses que se esforzaban en presentarlas como «acciones bélicas», generalmente «enfrentamientos», o en desmentirlas como «falsedades de la propaganda comunista», cuando no las achacaban a supuestas venganzas del Vietcong contra grupos de campesinos que les habrían negado apoyo. Sus crónicas tuvieron una enorme repercusión, sobre todo en ambientes universitarios e intelectuales, e influyeron decisivamente en la gestión política del conflicto. Después, grandes producciones de Hollywood –que siempre había servido como instrumento propagandístico de los centuriones norteamericanos– recrearon el horror de Vietnam. Ninguna otra guerra se había contado con igual crudeza, ni jamás el cine había reflejado una barbarie tan extrema.
El nombre de My Lai, un pueblo de la región central de Son My, ocupa un lugar destacado en la historia de la infamia y permanece anclado en la memoria colectiva, como escenario de una de las peores matanzas narradas en infinidad de artículos, libros, documentales y películas: el 16 de marzo de 1968, un centenar de soldados –pertenecientes a la Compañía Charlie, de la 11.ª Brigada de Infantería de la División Americal– se ensañó con los habitantes de la aldea de My Lai, dando muerte a medio millar, entre los que se encontraban 60 ancianos, 56 bebés, 117 niños y 182 mujeres, de las cuales 17 estaban embarazadas[11]. Pero aquella masacre no fue muy distinta de otras muchas que no alcanzaron tanta repercusión mediática o incluso quedaron ocultas. También ese día, efectivos de la misma brigada asesinaron a otro centenar de mujeres y niños en la cercana localidad de My Khe, a un par de kilómetros de distancia, sin que apenas tuviera trascendencia.
Las tropas americanas iban en busca del 48.º Batallón del Vietcong, pero sus informaciones eran incorrectas y la fuerza enemiga se encontraba a un centenar de kilómetros. Nada más bajar de los helicópteros, el pelotón al mando del segundo teniente[12] William Rusty Calley se lanzó sobre My Lai, espoleado por el deseo de vengar a sus compañeros caídos en combate durante las últimas semanas. El capitán Ernest Medina[13] había ordenado «matar a todo ser vivo, arrojar los cadáveres a los pozos y quemar las casas»[14]. Nervioso, inseguro, acomplejado por su escasa presencia física, Calley obedeció ciegamente, acaso queriendo demostrar autoridad y valor ante unos subordinados que no lo respetaban, y unos mandos inmediatos que lo despreciaban apodándole lieutenant Shithead[15].
La operación se prolongó cuatro horas en una orgía de sangre. Aunque nadie respondió al ataque, los soldados del Tío Sam desalojaron, registraron e incendiaron todas las chozas; arrojaron granadas contra el ganado; violaron a las mujeres y a las niñas antes de asesinarlas, y mataron a tiros tanto a los ancianos como a los bebés. El mandato de Calley era no dejar supervivientes. Los últimos aldeanos que quedaban fueron conducidos a punta de fusil hasta una acequia para ametrallarlos, pero la llegada de un helicóptero impidió que se consumara su aniquilamiento. La tripulación, al mando del oficial Hugh Thompson, horrorizada por lo que estaba ocurriendo, interrumpió la matanza amenazando con disparar contra Calley y sus hombres, e informó por radio al Estado Mayor.
El coronel Oran Henderson, que acababa de asumir el mando de la 11.ª Brigada, recabó toda la información posible, habló personalmente con los principales implicados y concluyó que «el ataque a My Lai supuso un importante triunfo militar», ya que causó la muerte de 120 miembros del Vietcong, de los que 90 eran combatientes y 30 civiles. No le importó que dos datos esenciales delatasen la falsedad de ese balance: sólo se habían incautado tres armas ligeras enemigas y las bajas propias se reducían a un herido que se disparó accidentalmente un tiro en un pie. A continuación, tal vez como medida de precaución, ordenó enviar a la Compañía Charlie a patrullar y combatir en la jungla durante 54 días. Un largo periodo de aislamiento que garantizaba el silencio y la digestión de emociones peligrosas. Aunque el Vietcong no tardó en denunciar el horror de My Lai, Henderson refutó las acusaciones calificándolas de «propaganda comunista». En su apoyo, el mismísimo general William Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas en Vietnam, envió un telegrama de felicitación por la victoria. Y el casi siempre riguroso The New York Times validó la mentira oficial, inventando un cuento heroico sobre la destrucción de una mortífera unidad del Vietcong.
Aunque ningún periodista la hubiera presenciado, la masacre de My Lai acabó saltando a la prensa con su amarga realidad, porque un artillero de helicópteros –que había escuchado la historia de boca de sus compañeros– se sintió incapaz de callar y, cuando se reincorporó a la vida civil, escribió una carta de denuncia al Estado Mayor Conjunto, a los secretarios de Estado y Defensa, y a varios miembros del Congreso. Así, trece meses después, se produjo un sordo revuelo político que desembocó en una investigación militar. Pero el escándalo no estalló hasta noviembre de 1969, cuando el periódico Cleveland Plain Dealer y la revista Life publicaron una serie de imágenes sobrecogedoras, tomadas en My Lai por el fotógrafo castrense Ron Haberlee, que habían permanecido ocultas en los archivos. Entonces las máximas autoridades estadounidenses no tuvieron más remedio que intervenir. El Comando de Investigación Criminal del Ejército exigió la información gráfica existente para incorporarla a un sumario en el que figurarían también los interrogatorios a tres docenas de testigos. Otros 25 militares fueron acusados de estar involucrados en la matanza, pero sólo se juzgó a cinco.
Los psicólogos forenses dictaminaron que Calley no sentía que los habitantes de My Lai fueran seres humanos, sino «animales con los que no podía hablar ni razonar». Y las declaraciones de varios integrantes de la Compañía Charlie aportaron numerosos datos macabros, como que, antes de ejecutar a las mujeres violadas, los soldados les abriesen las vaginas con sus machetes, que el propio Calley fusilara a un monje budista mientras rezaba y tirotease a un bebé que gateaba junto al cadáver de su madre… ¡y que a las once de la mañana el capitán Medina ordenase una pausa para almorzar! Acaso el testimonio más conmovedor fuera el prestado por el soldado de primera clase Varnado Simpson[16], que narró los hechos en primera persona sin ahorrar detalles:
—Les rajamos la garganta, les cortamos las manos, les amputamos la lengua, les arrancamos el cuero cabelludo; los demás lo estaban haciendo y yo también lo hice. Disparé contra ancianos que intentaban escapar. Y contra mujeres y niños. Una de ellas llevaba en brazos a un crío pequeño. Maté a unas veinticinco personas. La orden que nos habían dado era «matar, matar, matar». Todos los campesinos, incluidos los viejos, las embarazadas y los bebés, formaban parte del enemigo. Y teníamos que matarlo, sin excepciones. Si no hubiésemos