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La bomba que segaba margaritas
La bomba BLU-82[4] fue un valioso complemento del agente naranja, al que se recurría ante la urgencia de abrir claros en la densa vegetación de la selva para permitir el aterrizaje de los helicópteros. Pero también se empleó para destruir emplazamientos de artillería, e incluso para aniquilar tropas y población enemigas, por sus efectos devastadores. Sublime creación de los laboratorios que diseñan y perfeccionan máquinas de matar capaces de satisfacer las exigencias de los ejércitos, la BLU-82 garantizaba efectos inmediatos, pero resultaba engorrosa y difícil de transportar por sus grandes dimensiones y peso. Algún cronista militar con ínfulas de poeta perverso la denominó Daisy cutter, «cortadora de margaritas», impresionado por su capacidad de segar la flora. El sarcástico apelativo hizo fortuna y saltó de los cuartos de banderas a las páginas de los periódicos.
El Pentágono estrenó su nuevo juguete en Laos, el 22 de marzo de 1970, cuando atacó a las fuerzas vietnamitas que se encontraban en la localidad de Long Tieng. Y un año después empleó otras veinticinco unidades en el mismo país, para destruir almacenes y acuartelamientos del Vietcong. Durante un lustro no volvió a informarse de su utilización. Hasta que el 2 de abril de 1975, pocas semanas antes del final de la guerra, varias BLU-82 fueron arrojadas sobre la ciudad de Xuan Vinh en el curso de la decisiva batalla de Xuan Loc[5]. Pero aquel bombardeo con cortadoras de margaritas pasó prácticamente inadvertido en las crónicas de guerra, entre el vértigo de acontecimientos políticos y militares de las postrimerías del conflicto. Y después la BLU-82 quedó olvidada en los documentales, con los archivos tan faltos de imágenes de sus lanzamientos como saturados de otras más espectaculares de diferentes explosivos, y las cámaras deslumbradas por la alta temperatura de color del napalm o distraídas por el siniestro ballet aéreo de centenares de bombas convencionales cayendo desde las tripas de los aviones B-52.
Poco rentable para la industria armamentística, sólo se fabricaron 225 unidades, pero la poderosa bomba merece un puesto destacado entre todos los ingenios mortíferos creados por la maldad humana, por su «eficacia táctica» pero, sobre todo, por la brutalidad que implicaba. La ojiva contenía 5.700 kilogramos de un potentísimo explosivo formado por nitrato de amonio, polvo de aluminio y poliestireno. Su peso total de 6.800 kilogramos requería aviones con gran capacidad de carga tipo C-130 o helicópteros pesados como el CH-54 Sky Crane. Lanzada siempre desde una altura superior a los 1.800 metros, unos sensores la hacían estallar poco antes de que tocara el suelo para que no produjera un incómodo cráter. La explosión causaba una succión de aire tan fuerte que arrancaba de cuajo toda la vegetación, seguida por una onda expansiva que aniquilaba a cuantos seres vivos encontrara en un radio de 100 a 300 metros, y por un viento abrasador que alcanzaba la velocidad de cien metros por segundo. No causaba heridos, ya que la sobrepresión de 70 kilogramos por centímetro cuadrado que producía reventaba instantáneamente los pulmones de cuantos estuviesen a su alcance.
Las cortadoras de margaritas descansaron en los arsenales yanquis hasta la primera Guerra del Golfo en 1991, cuando se echó mano de once unidades en cinco misiones nocturnas. Volvieron a aparecer en Afganistán, en noviembre y diciembre de 2001, especialmente durante los combates de Tora Bora. Y finalmente fueron retiradas del catálogo castrense en 2008, para ser reemplazadas por una versión más perfeccionada: la GBU-43 B MOAB. La última unidad no llegó a ser desmontada. El Escuadrón de Operaciones Especiales de Duke Field, perteneciente al Ala de Operaciones Especiales 919, pasó un buen rato dejándola caer sobre un campo de maniobras el 15 de julio de 2008. La fauna y la flora del estado de Utah fueron sus últimas víctimas.
La represión olvidada
El cine y la televisión nos han mostrado profusamente las atrocidades de las Fuerzas Armadas norteamericanas en la guerra de Vietnam. Los documentales repiten una y otra vez las imágenes del horror: bombardeos con napalm, aldeas arrasadas, desplazamientos masivos de población, combates en la jungla, rostros aterrorizados… Los artículos y libros de Historia insisten en la publicación de datos tan conocidos como imposibles de asimilar: las cifras de muertos, de mutilados, de huérfanos; la cantidad de toneladas de explosivos y munición empleados; la evaluación de daños materiales… La crueldad derrochada se cuantifica a partir de las acciones bélicas y los daños sufridos por la población civil de los territorios en disputa. Pero los crímenes políticos cometidos en la retaguardia suelen quedar en el olvido, opacados por la apabullante magnitud de la barbarie militar en los frentes de combate.
En su «empeño por defender la libertad», los Estados Unidos impulsaron en Vietnam del Sur un régimen autoritario que ejerció una represión implacable al amparo de un aparato legislativo de difícil parangón, y que también causó centenares de miles de víctimas. La ausencia de los derechos más elementales, el atropello de las garantías básicas de la democracia y la burla de las mínimas normas de convivencia civil quedaron reflejados en unas leyes dictadas a la medida de los centuriones que afirmaban luchar contra la opresión comunista. Y sirvieron para que los crímenes de guerra cometidos en los frentes de combate se correspondieran en la retaguardia con una estructura policial de idéntica naturaleza, cerrando el último círculo de los infiernos vietnamitas.
Un somero examen de la legislación promulgada en Vietnam del Sur bajo el dominio norteamericano sirve para describir el horror desatado sobre la población civil, en un régimen que consideraba delito la «simpatía pasiva» por ideologías y organizaciones proscritas. Los tapujos acabaron en 1966, cuando se aprobó el encarcelamiento de cualquier ciudadano por decisión administrativa, sin necesidad de pruebas ni formulación de cargos en su contra, por periodos de dos años renovables sin limitación[6]. Más tarde, durante la etapa en que Nguyen Van Thieu se aferró al poder tras completarse la retirada de las fuerzas norteamericanas en marzo de 1973, la represión se endureció ante el continuo retroceso sudvietnamita en todos los frentes. Dos meses antes fueron promulgados los famosos «diez puntos de Thieu» previos a los acuerdos de París –que valieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger y Le Duc Tho–, pero se quedarían en históricos papeles mojados[7]. Su texto no estimulaba precisamente el clima de entendimiento necesario para una tregua, ya que, frente al compromiso firmado sobre liberación de prisioneros, autorizaba el fusilamiento inmediato de cuantos uniformados intentasen desertar o resultaran sospechosos de complicidad con el enemigo, así como de civiles que participaran en disturbios, se resistieran al ser detenidos o simplemente huyeran de las regiones donde estaban asentados. Además, se establecía la corte marcial con pena de muerte para quienes utilizaran billetes del banco nacional norvietnamita, simpatizaran con el comunismo o se mostrasen partidarios de la neutralidad. Todo ello acompañado del arresto inmediato de cualquier participante en actos de propaganda o alteración del orden.
En ese absurdo marco jurídico actuaban de modo implacable numerosos organismos policiales, desarrollados e incrementados a lo largo de la guerra. El Gobierno de Saigón utilizaba cuatro instrumentos principales en el ámbito civil y uno en el castrense:
• La Policía Nacional, dependiente del Ministerio del Interior, que se encargaba de mantener el orden público, impedir reivindicaciones sociales y perseguir a los desertores. Pasó de contar con 16.000 hombres en 1963 a 90.000 en 1971, llegando a superar los 145.000 efectivos antes de la retirada norteamericana.
• La Policía Especial (Nacional Police Field Force), dotada con 20.000 agentes, era una derivación de la anterior. Entrenada