A pesar de que solo pensando en términos ambientales ya se pone de manifiesto la urgencia de un cambio en las prácticas agrícolas, hay que hacer también referencia a otros motivos de igual importancia.
La alimentación, directamente ligada a la salud de las personas, también sufre los efectos del modelo agrícola actual. Diferentes estudios concluyen que la cantidad de minerales esenciales para la vida, como el zinc, el hierro, el cobre y el manganeso, presente en los alimentos se ha reducido casi a la mitad durante los últimos cincuenta años. Según David Thomas, autor de uno de estos estudios, si hoy te comes un trozo de queso cheddar estás ingiriendo un 40 por ciento menos de potasio y magnesio, y si te zampas un chuletón de ternera, un 40 por ciento menos de hierro y casi un 20 por ciento menos de fósforo4. La carencia de hierro contribuye a generar depresión, y un desequilibrio entre el potasio, el magnesio y el fósforo potencia la ansiedad.
Las personas tenemos ahora los mismos requerimientos minerales que teníamos hace cien años; por lo tanto, ahora debemos consumir el doble de alimentos para satisfacerlos, ingiriendo también el doble de calorías. Aparte de que esto implica que es necesario producir más para alimentar a la misma cantidad de personas, no hay que disponer de muchos conocimientos de medicina para imaginar los efectos de alimentarnos con más calorías y menos minerales. La mayoría de personas del siglo XXI, indistintamente de su procedencia y capacidad económica, conviven o convivirán con diferentes problemas de salud ocasionados por un desequilibrio nutricional; problemas de salud muy suculentos para ciertos lobbies económicos, como las empresas farmacéuticas.
Es necesario también interpretar un dato aterrador que generalmente pasa desapercibido. Varios estudios indican que a lo largo de los últimos veinte años se ha producido una reducción del 50 por ciento en el número de agricultores activos, y que casi la mitad de los restantes superan los 65 años5. No hay que hacer muchos estudios sociológicos para averiguar el motivo del abandono del campo. Básicamente hablamos de dinero. De su escasez en el mundo agrario somos responsables todos: productores y consumidores. Nos encontramos ante la paradoja de que entre todos estamos aniquilando el que probablemente sea el único sector con capacidad real para frenar el empobrecimiento de la Tierra en todos los aspectos.
¿HAY ALGUNA ALTERNATIVA REALMENTE VIABLE?
Por todos es sabido que la agricultura no vive su mejor momento; de hecho, a lo largo de las últimas décadas no lo ha vivido nunca. Pero ¿qué hay de cierto en esta afirmación que a menudo escuchamos en boca de los agricultores? En este libro buscaremos la respuesta a esta pregunta y también a otras todavía más relevantes: ¿Qué futuro le espera al sector primario? ¿Y al planeta? ¿Y qué relación hay entre los dos?
¿Y si una de las posibles respuestas a estas preguntas fuera la agricultura regenerativa? Para mí, el concepto «agricultura regenerativa» hace referencia a un sistema de trabajo y de vida en el que a menudo se aplican técnicas y conocimientos ancestrales, pero con las actualizaciones que permiten la ciencia y la tecnología modernas. Un sistema que pretende mejorar la fertilidad del suelo empleando recursos renovables y, si es posible, procedentes de la misma finca. Un sistema que, a la hora de afrontar las adversidades, pone el foco en las causas y no en los efectos, como iremos viendo a lo largo del libro.
Imagina una solución que permitiera a los agricultores reducir sus gastos y su dependencia de las energías no renovables; minimizar los efectos de las crisis constantes, ya sean climáticas o económicas; mantener las producciones, y obtener alimentos de mayor calidad. Un sistema que permitiera trabajar de forma más segura y feliz, y conseguir la viabilidad económica de las explotaciones sin depender del sistema de subsidios que, en muchas regiones del mundo, otorga la Administración pública.
Imagina una solución que aportara a la sociedad un mayor bienestar ambiental, ayudando a mitigar el cambio climático y a frenar los procesos de desertificación de la superficie terrestre. Una solución que ofreciera un mayor bienestar social, produciendo alimentos más saludables y provocando un impacto positivo sobre la salud humana. Y también bienestar económico, puesto que una agricultura fuerte genera puestos de trabajo y funciona como medida de control sobre el mosaico paisajístico, con un impacto evidente a escala turística.
Lo primero que puedes pensar, y es totalmente normal, es que quizá estas afirmaciones son un poco exageradas. O quizá pienses que si son ciertas, detrás de este sistema productivo debe esconderse algún inconveniente de peso, algo que explique por qué no se está empleando ya indiscriminadamente en todo el mundo.
Si has pensado en la segunda opción, has acertado. Realmente existe un inconveniente que provoca que este movimiento orgánico y regenerativo, originado hace más de setenta años de manera simultánea en distintos lugares del planeta, no se haya establecido como principal modelo agrario. Seguro que este inconveniente no te sorprenderá, porque se repite en otros ámbitos muy diferentes siguiendo siempre los mismos patrones y dificultando que nuestra sociedad avance hacia un estilo de vida probablemente mejor. El motivo por el cual los agricultores no estamos gestionando de manera regenerativa nuestras explotaciones es que este tipo de agricultura no genera apenas ningún beneficio económico para la agroindustria, y, por tanto, no interesa.
Si bien para algunos podría parecer que los agricultores siempre hemos tenido un cierto grado de rebeldía o incluso de anarquismo, y de hecho ha sido así en muchos ámbitos, te aseguro que nada más lejos de la realidad en cuanto a las prácticas agrícolas. Con el lema «Siempre se ha hecho así» se han realizado —hemos realizado— algunas barbaridades avaladas por la gran industria agroquímica, y arraigadas dentro del ADN rural con tanta contundencia que su extracción resulta muy difícil.
El sistema actual, basado en la economía del capital, promete resultados a muy corto plazo con la condición de emplear las herramientas que ofrece; en el caso de la agricultura, fertilizantes y productos fitosanitarios. Personalmente puedo dar fe de que usando estas herramientas solemos obtener buenos resultados, al menos sobre el aspecto concreto para el cual han sido diseñadas, pero muchas veces comprometen el futuro de la explotación y, a medio plazo, incluso del planeta.
En el mundo de hoy, lo más cómodo es tomar las decisiones siguiendo los esquemas y las soluciones que nos ofrece el sistema, dándolas por buenas, y en la mayoría de casos no aceptando las alternativas, aunque puedan parecer mejores. Según Thomas S. Kuhn, filósofo estadounidense y estudioso del mundo científico, el ser humano nunca ha podido ser objetivo al recibir información innovadora. Cuando una nueva idea se contrapone a nuestras experiencias, conocimientos o prejuicios, nuestra mente la bloquea, la deforma o se rebela en su contra6.
Creo que esta cita, empleada también por Allan Savory en su libro Manejo holístico7, señala con mucha claridad el sentimiento que experimentamos la mayoría de agricultores cuando nos llega una información opuesta a los conocimientos y a las experiencias adquiridos a lo largo de nuestra vida. En general, las prácticas que expone el libro que tienes entre las manos se apartan 180 grados del tipo de gestión que nuestros padres y abuelos han realizado siempre en sus explotaciones, o de la gestión que se enseña en la mayoría de las escuelas y universidades agrícolas de todo el mundo. Espero que tu mente me dé la oportunidad de explicarme antes de rechazar las nuevas ideas que quizá encontrarás en las siguientes páginas.
Recuerdo con claridad las primeras veces que escuché hablar de regenerar el suelo. Automáticamente, mi cerebro lo clasificó como prácticas esotéricas, de forma que este concepto dejó de generarme interés. Como persona racional y payés de pura cepa, la primera respuesta ante esas ideas fue la crítica. Cuando te pones