El aprendiz de doma española. Francisco José Duarte Casilda. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco José Duarte Casilda
Издательство: Bookwire
Серия: Estilo de vida
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788418811128
Скачать книгу
de qué se trata.

      –Mire usted, ayer estuvimos de boda juntos y me comentó que necesitaba un pastor.

      –Cierto. ¿Tienes experiencia con ovejas?

      –En casa siempre hemos tenido ocho o diez ovejas para que se comieran las malas hierbas de un pequeño campo que tenemos.

      –A ver, lo primero que quiero saber es si sabes de ovejas, después si estás dispuesto a quedarte en el campo, y si tienes familia. Claro, y si te conviene el sueldo, evidentemente.

      –Tengo dieciocho años y no tengo ni novia, no me importa quedarme en el campo y, sobre saber de ovejas, nadie nace aprendido, pero le pondré empeño y ganas. En lo referente al sueldo, usted dirá.

      –Bien, parece que puedes reunir las cualidades que necesito. ¿Sabes dónde está la ganadería?

      –Sí, señor. Mi tío me lo apuntó.

      –Bien, entonces ¿qué te parece si mañana quedamos sobre las doce en el cortijo y concretamos mejor personalmente?

      –Me parece buena idea. Muchas gracias, don Gregorio. Mañana estaré allí.

      Tras acabar la conversación no sabía qué hacer, era un manojo de nervios. Solo pensar en que tendría trabajo era motivo para estar muy alegre. Corrí a mi casa y les conté todo lo sucedido a mis padres.

      Mis padres estaban muy contentos y orgullosos por mi posible nuevo empleo y me felicitaron y desearon mucha suerte.

      Era el primer viaje largo que hacía después de sacarme el carnet de conducir. Cogí mi viejo coche, uno que me había comprado con unos ahorros que tenía guardados.

      Desde mi tierra natal (situada entre el norte de Cáceres y el sur de Badajoz) a la finca de don Gregorio había una distancia de unos trescientos kilómetros. La mayor parte del trayecto lo hice por autovía, pero a unos cincuenta kilómetros de mi destino cogí un desvío por una carretera secundaria. El paisaje cambió por completo; estaba todo muy poblado de encinas y las fincas se dividían perfectamente por unas paredes de piedras donde pastaba tanto ganado vacuno, como cerdos y ovejas.

      Sobre las once de la mañana ya me encontraba en la puerta de la finca. Mereció la pena madrugar. Al no conocer la carretera ni el lugar no quería hacer esperar a mi entrevistador.

      No cabía duda: estaba en la puerta de la finca. Era la entrada más grande, bonita y recién pintada de todas cuantas había visto desde la carretera. Entré por un ancho, llano y limpio camino que llegaba hasta las puertas del cortijo. Habría recorrido no más de quinientos metros cuando paré mi coche junto a otros que había estacionados y me bajé a ver si encontraba a alguien que me pudiese informar de dónde se encontraba don Gregorio.

      Se me acercó una persona mayor, de estatura mediana y piel curtida, declarando por su aspecto que su vida había transcurrido a la intemperie, en el campo.

      –Hola, joven. ¿En qué puedo ayudarle? –me dijo, mientras se acercaba a mí.

      –Hola, me llamo Juan López y he quedado con don Gregorio para una entrevista de trabajo.

      –Yo me llamo Luis García –me dijo mientras me extendía la mano derecha para saludarme–. Don Gregorio le está esperando en el patio del cortijo.

      Me dirigí al patio del cortijo y allí se encontraba don Gregorio. Era un hombre alto de complexión algo gruesa y mirada seria que imponía respeto.

      –Buenas, don Gregorio. Soy Juan López. Hablamos ayer por teléfono y quedamos a esta hora.

      –Sí, recuerdo; te estaba esperando. ¿Qué tal el viaje?

      –Muy bien, la verdad. Es que había poco tráfico y como no conocía esta parte de Extremadura venía contemplando el paisaje y se me ha hecho corto.

      –Me alegro, bien. Esta es la finca donde necesito un pastor. Son unas pocas ovejas de raza merina que he adquirido hace poco y con los dos pastores que parecían interesados no acabé entendiéndome por dos razones: el primero no quería quedarse en la finca y el segundo no quería ayudar a Luis con sus tareas. Creo que ya le has conocido, estaba en la puerta.

      –Por mi parte, quedarme no es ningún inconveniente, siempre que la casa sea modesta, y en lo referente a ayudar al señor Luis, ¿en qué consistiría?

      –Consistiría en ayudarle en las tareas que tiene que realizar con los caballos. Por su edad no quiero que le suceda nada cuando tiene que llevar a cabo ciertas labores.

      Al escuchar que ayudar al señor Luis significaba estar con los caballos no pude ocultar una emoción tal que don Gregorio se dio cuenta y me preguntó:

      –¿Te gustan los caballos?

      –Mire usted, don Gregorio, si le soy sincero, el elegir el trabajo de pastor fue porque mi tío me dijo que en esta finca había una yeguada, y para mí el estar cerca de estos animales ya es motivo suficiente para aceptar el trabajo.

      –Me alegra tu sinceridad, y por eso, si lo prefieres, te ofrezco a que pases a trabajar directamente con los caballos bajo las órdenes de Luis. ¿Qué te parece?

      –Me parece genial. Pero ¿y el puesto de pastor?

      –No te preocupes; para ese trabajo se me ofrecen a diario varias personas; alguno encontraré.

      –Muchas gracias. ¿Qué debo hacer?

      –Mira, este es el contrato. Échale un vistazo y si te parece correcto lo firmas y pasas a presentarte a las cuadras y ya me irás contando.

      –Perfecto, eso haré.

      Leí el contrato y al ver que todo estaba perfecto, lo firmé y se lo entregué a don Gregorio. Seguidamente me dirigí a las cuadras, donde se encontraba don Luis García, el mayoral de la yeguada.

      –¡Hola! He estado conversando con don Gregorio y al final me ha destinado con usted para colaborar en el trabajo diario de la yeguada.

      Don Luis García se dirigió a mí con un carro de mano y una horquilla, que me entregó diciéndome:

      –Me parece perfecto. Lo primero: no es para colaborar conmigo, sino para estar bajo mis órdenes. Aquí tienes esto y empieza limpiando el estiércol de las cuadras. Y segundo, me alegro de tenerte conmigo; ya era hora de que me mandasen a alguien. Este no es un trabajo para una persona sola.

      Cogí el carro y empecé a quitar el estiércol que había en algunas cuadras. Eran espaciosas por dentro, de cuatro por cuatro metros cuadrados. Eran todas contiguas. Eran diez cuadras perfectamente ventiladas y bien orientadas para que en invierno no fuesen muy frías y en verano fuesen lo suficientemente frescas, todas bajo un mismo techo con un pasillo de tres metros de ancho. Cuando acabé de limpiarlas, me dirigí adonde estaba el Sr. Luis y le dije:

      –He acabado, señor Luis. ¿Puedo hacerle una pregunta?

      –Desde luego que sí,

      –No quiero que se ofenda, pero ¿no está usted en edad de estar jubilado más que de estar trabajando?

      Don Luis García, el señor Luis, me dijo con mirada seria y sin hacer ningún movimiento brusco, recordándome a los maestros que solía ver en las películas de artes marciales dijo:

      –Mira, joven, para empezar te diré que estoy jubilado. Si sigo en esta finca es por varias razones: la primera es porque no tengo adónde ir. Me he criado en estas tierras y el estar junto con estos caballos es lo que me hace sentirme vivo y útil. Me quedo a dormir en esa casa que ves a continuación de las cuadras. Por tanto, a lo que hago no se le puede llamar trabajar. ¿He respondido a tu pregunta o tienes alguna duda más?

      –Creo que me ha quedado bastante claro. Usted dirá, señor Luis, qué debo hacer.

      Me indicó con su mano que le siguiese y caminando tras él nos dirigimos adonde se encontraban las yeguas, unas veinte en total.

      Era un cercado donde las yeguas estaban muy confortables, con una pradera verde y mucha agua corriente en varias