Ciencia y fe: ¿Un equilibrio posible?. Mario Salvador Arroyo Martínez Fabre. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mario Salvador Arroyo Martínez Fabre
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786079706555
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Duque de Toscana, protector de Galileo, y no tuvo manera de pedir la aprobación para la publicación a Roma. Esto se debió a que una peste en esos años dificultaba la comunicación entre ambas ciudades; a ello se sumó la muerte prematura de su editor y protector en Roma, Federico Cesi (1585-1630), quien fuera creador de la Academia de los Linces, antecedente de la Pontificia Academia de las Ciencias. Muy probablemente este último le habría sugerido prudencia y moderación para presentar sus puntos de vista.

      La nueva obra de Galileo rápidamente cayó bajo sospecha de la Inquisición. Los encargados de juzgar el caso se encontraron con el juramento hecho años atrás de no enseñar el copernicanismo, y entonces le abrieron formalmente un proceso en 1632. Así, fue llamado a Roma a comparecer ante el tribunal de la Inquisición.

      No tuvo un buen inicio el proceso, pues Galileo primero fingió no recordar su juramento, y después sostuvo una actitud arrogante. Amablemente le hicieron saber que eso solo dificultaría su situación, ya que, por otro lado, el papa Urbano VIII estaba pasando por un momento difícil en lo que se refiere a su imagen pública y necesitaba reivindicarse. En efecto, el Papa se había aliado con los protestantes en la Guerra de los 30 años, enemistándose con España, que defendía los intereses católicos. Necesitaba demostrar que castigaría fuertemente cualquier brote de herejía precisamente cuando se había aliado con herejes.

      Galileo rectificó a tiempo, y aunque se le amenazó con tortura como parte del proceso a la usanza en aquellas épocas por el tribunal de la Inquisición y por todos los tribunales en general, no llegó a sufrirla, pues ya había aceptado abjurar del heliocentrismo. La ceremonia de abjuración, hay que decirlo, suponía una humillación no pequeña para Galileo y le debió costar particular sufrimiento dado su temperamento orgulloso. Sin embargo, el 22 de junio de 1633 en la iglesia de Santa María sopra Minerva, se efectuó la abjuración, quedando después inmortalizada en el arte, completada con la afirmación «y sin embargo se mueve», aunque de esto no hay suficiente certeza histórica, pudiendo ser parte de la novela construida en torno al affair Galileo. Una vez hecho esto, fue condenado a sufrir arresto domiciliario, pena que cumplió en su casa de Florencia, bastante hermosa por cierto.

      Hasta aquí el proceso. Sin embargo, Galileo no dejó de investigar, ni de escribir; de hecho, su obra más importante desde el punto de vista científico, apareció en 1638, es decir, con posterioridad a la condena.

      Se trata de Discursos y demostraciones sobre dos nuevas ciencias, donde aporta, entre otros temas, las dos leyes físicas más relevantes que había descubierto: la ley sobre la caída libre de los cuerpos, y la que describía la trayectoria de un proyectil como una parábola; dejando, además, convenientemente sentadas, gracias al entrelazamiento entre cálculo mate-mático y experimentación, las bases del método científico. Tiempo después, murió en su casa de Arcetri el 8 de enero de 1642.

      Años más tarde, gracias a los descubrimientos de Isaac Newton (1643-1727), pudo comprobarse en forma contundente la verdad del heliocentrismo y de los postulados de Galileo. Quedó patente también que la prueba definitiva no la constituían las mareas, como pensaba el científico italiano. Sin embargo, la Iglesia tardó un poco más en retirar la condena de las obras copernicanas, pero finalmente lo hizo. Se rehabilitó públicamente a Galileo, y el 2 de marzo de 1737 sus restos se llevaron públicamente a la iglesia de la Santa Cruz en Florencia.

      Siglos más tarde San Juan Pablo II (1920-2005), apenas electo pontífice, encargó a una comisión de historiadores y teólogos que estudiaran el caso Galileo, y no tuvo reparos en reconocer los errores que algunos representantes de la Iglesia cometieron en esa ocasión. En esa misma línea de investigación apareció en 1982 la obra de Walter Brandmüller (1929), quien sostuvo la teoría de las dos equivocaciones: por un lado los teólogos se equivocaron al interpretar los alcances de determinadas afirmaciones de la Sagrada Escritura, mientras que Galileo acertaba sosteniendo que las verdades afirmadas por la Biblia son de otro orden. En cambio, Galileo se equivocaba al afirmar que el heliocentrismo estaba completamente demostrado gracias al fenómeno de las mareas, mientras que los teólogos acertaron al afirmar que aquello no constituía una prueba definitiva de carácter científico, lo cual debía seguir manteniéndose como una hipótesis de trabajo (Cf. Artigas, 1986: 15-36).

      Aquí es oportuno hacer una serie de precisiones, de carácter más bien teológico, para aclarar los límites de la condena de Galileo. En efecto, ya vimos que Galileo no sufrió ninguna tortura y que pudo seguir trabajando con santa paz en su casa, aunque tuvo que abjurar del heliocentrismo. ¿Supone esta condena un error de la Iglesia en materia de fe? De ningún modo, puesto que se trató más bien de una medida disciplinar, la cual no fue dada por el Papa, sino que se trató exclusivamente de una condena hecha por el Tribunal de la Inquisición con base en el dictamen de los teólogos que estudiaron las obras de Galileo. En ningún momento se buscó definir ninguna doctrina de fe, y la autoridad que condenó a Galileo no tenía potestad para definir tales doctrinas; ergo, la infalibilidad papal en materia de fe permanece intacta. Fue ciertamente un error muy grande, cometido por una comisión de teólogos y respaldado por lo que hoy sería un dicasterio romano, pero nada que comprometa la autoridad de la Iglesia en materia de fe.

      Resta decir que, por otro lado, nunca se ha repetido tal equivocación por parte de la autoridad eclesiástica, que a partir de ese momento ha sido mucho más prudente a la hora de juzgar doctrinas científicas. Le ha servido para atenerse a los límites de lo que puede afirmar y lo que no, sabiendo que en ningún caso le compete dirimir cuestiones de carácter científico. Como anécdota, se puede decir que durante el Concilio Vaticano I algún padre conciliar sugirió condenar la doctrina de la evolución elaborada por Charles Darwin (1809-1882). Otro le respondió «mementote Galileo» («acuérdate de Galileo», en latín), por lo que no pasó de esos momentos, sin prosperar la propuesta. Vuelvo a recalcar que, en el momento de ser condenado Galileo, la ciencia como saber estructurado en el sentido moderno y el método científico se estaban formando y eran todavía muy confusas las fronteras entre saber científico, filosofía y teología. Con el paso del tiempo esas fronteras se han demarcado con precisión, de forma que es mucho más fácil no extralimitarse en el terreno del propio conocimiento, aunque recientemente las intromisiones han sido mucho más frecuentes en sentido inverso…

      Como corolario del Galileo affair, puede destacarse el problema de la falta de rigor metodológico, es decir, aplicar un método teológico al estudio de una realidad científica, y también aparece, inversamente, la importancia de la que goza el factor humano: el científico, además de serlo es un hombre y, por lo tanto, no exento del afán de protagonismo o de considerar suficientemente demostradas sus teorías cuando en realidad no es así. Este tipo de problemas se dan de manera continua en la historia del pensamiento, y es preciso hacer un esfuerzo incesante para no rebasar de modo inconsciente los límites del propio saber.

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