Ciencia y fe: ¿Un equilibrio posible?. Mario Salvador Arroyo Martínez Fabre. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mario Salvador Arroyo Martínez Fabre
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786079706555
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de MacIntyre, que a su vez sigue a Newman, no versa en qué es una universidad, sino en qué es una mente educada. La universidad debería producir mentes educadas, y si no lo hace ha fracasado en uno de sus cometidos fundamentales, quizá en el cometido por antonomasia.

      Para Aristóteles (384-322 a.C.) cada cosa tiene su perfección propia (Cf. Aristóteles, 1986: 1097b22-1098a20); hay una perfección propia del hombre en general y una perfección del intelecto en particular. Las universidades no están produciendo mentes educadas. Están produciendo técnicos o especialistas: perfeccionan el intelecto, pero solo a una parte de él, no a la persona concreta y completa; no cooperan, o si lo hacen es accidental, fragmentaria o fortuitamente, para alcanzar la perfección de la persona en su integridad, no alcanzando la unidad del conocimiento.

      Pero la unidad y el orden de los saberes requieren de la teología; si falta esta, los saberes particulares ocuparán su lugar, produciéndose un desorden y una imprecisión en el conocimiento y en la comprensión. Cabría subrayar que no solamente debe formarse una facultad de Teología en la universidad civil o pública, ni tampoco basta que exista alguna asignatura de Teología en la currícula universitaria, sino que se cultive la Teología racional y se haga partícipe de sus conclusiones y principios a los catedráticos de otras ciencias.

      Rigor metodológico

      El tema de fondo en los diferentes desencuentros que han existido entre ciencia, razón y fe se encuentra en la falta de rigor metodológico. ¿A qué nos estamos refiriendo? Precisamente al momento en que la ciencia, pensando que hace ciencia, realiza afirmaciones de índole filosófica sin ser consciente de ello. Obviamente no nos referimos a la ciencia como tal, la ciencia como saber estructurado no afirma ni niega nada, sino a los científicos concretos quienes, amparados bajo la aureola de su saber, se extralimitan en el alcance de sus afirmaciones sin apercibirse de ello, en el mejor de los casos. Y si lo saben —en el peor de los casos— procuran ignorar tal exceso, quizá por motivos ideológicos o por buscar imponer sus ideas aún a costa de jugar sucio.

      También puede haber insuficiencias metodológicas por parte del filósofo o del teólogo. Estas se enmarcarían en el esfuerzo por afirmar cualquier teoría o principio de índole filosófica o teológica de espaldas a la realidad, de forma que si la realidad indica otra cosa, peor para la realidad. Es lo que se conoce, en el ámbito religioso, como fundamentalismo. Se daría, por ejemplo, en las llamadas corrientes creacionistas, las cuales amparadas en una lectura literalista (permítaseme el neologismo: exceso en la interpretación literal bíblica) de la Biblia, negando los avances científicos suficientemente establecidos sobre el origen del hombre y del mundo.

      No hay que olvidar en este contexto, que la ciencia habla en principio de la realidad. Por ello, ofrece, tanto a la filosofía como a la teología, un precioso material a partir del cual deben hacerse las reflexiones pertinentes. El principio de realidad purifica cualquier abuso doctrinal o especulativo.

      La realidad está ahí, y es preciso explicarla, interpretarla; quizá usando para ello herramientas filosóficas, o dar razón de ella y del impacto que determinada realidad científica tiene para la fe. Cuando me encuentro con un fósil de millones de años, no puedo seguir pensando, haciendo un cálculo por la suma de años que aparecen en la Sagrada Escritura, que el mundo tiene 12 000 años. El dato científico me ayuda para comprender que una determinada aproximación a la Sagrada Escritura no es la correcta, pero de ningún modo puede descalificar a la Biblia como libro revelado por Dios y como camino para alcanzar la vida eterna.

      Los ejemplos de este último extremo son múltiples y suponen, tanto para el filósofo como para el teólogo un esfuerzo constante por estar al día, por lo menos en lo sólidamente establecido dentro del ámbito científico. Destaco lo de «sólidamente», pues no es extraño que muchas afirmaciones realizadas dentro del ámbito científico, sean puramente preliminares. En el sentido de tratarse de aseveraciones provisionales, necesitadas de la conveniente legitimación por parte de la comunidad científica, de asentarse y precisarse de forma que no sean el resultado prematuro de una investigación de punta, sino un conocimiento conveniente y sólidamente asentado dentro de los límites que la misma ciencia encuentra para afirmar sus conclusiones de esta forma.

      ¿Cuáles ejemplos se pueden señalar? Sin pretender ser exhaustivos, pero tomando en cuenta algunos de los invocados frecuentemente en las discusiones coloquiales, se pueden citar los siguientes: determinar el momento preciso en que inicia la vida humana, o por el contrario, el momento en que puede dictaminarse que ha terminado; de igual forma, precisar si el embrión o el cigoto es parte del cuerpo de la madre, o por el contrario se trata de un ser distinto; asimismo, determinar cómo se originó la vida en la Tierra, o si hay vida en otros planetas, y si esta última es inteligente (es decir, si hay extraterrestres o no); por otra parte, si es que puede establecerse con precisión el origen y la extensión del universo, etc. Todos estos conocimientos, que el saber científico busca incansablemente, una vez establecidos, tienen abundantes consecuencias filosóficas y teológicas.

      Por abordar uno, que frecuentemente aparece en publicaciones divulgativas: si hubiera vida inteligente fuera de la Tierra, aquello supondría una nueva «revolución copernicana», análoga al descubrimiento de América, y como en este último, suscitaría necesariamente multitud de debates filosóficos y teológicos, como en su momento despertó el descubrimiento de un nuevo continente. Por el momento, el peso de la prueba descansa en quienes sostienen que hay vida extraterrestre, pues no han podido demostrarlo de la forma en que se comprobó la circularidad de la Tierra y su movimiento de traslación. Hasta no demostrarse, cualquier intento de aproximación filosófico-teológico no puede abandonar el ámbito de la suposición, la conjetura o la teología-ficción. Si acaso cabe preparar alguna respuesta rápida para la eventualidad de que en el futuro pueda corroborarse esto de forma inequívoca, pero nada más, se debe a que el principio de realidad así lo impone. Respuesta rápida porque la realidad es compleja, y es preciso saber exactamente de qué estamos hablando. Mientras no haya información concreta, no sabemos a qué nos estamos refiriendo; es decir, la respuesta no pasa de ser un ensayo preliminar —quizá útil repito—, en el caso de que se verificara tal eventualidad.

      En cualquier caso, volviendo al tema de la precisión metodológica, es necesario saber en cada momento en qué terreno nos estamos moviendo, para ser conscientes de los límites de nuestras afirmaciones y sus presupuestos. Es inevitable que multitud de cuestiones científicas despierten interrogantes filosóficas. Es preciso saber que, al responderlas, hacemos filosofía, sirviéndonos sí, como debe ser, de premisas científicas.

      La ciencia me ofrece el dato empírico, el hecho. La filosofía, en cambio, trabaja su interpretación y sentido. En general, puede afirmarse que la ciencia me dice el cómo, mientras que la filosofía y la teología intentan responder el porqué, y para qué. De esta forma, como bien observó Galileo, la Biblia no me dice cómo es el cielo, sino cómo llegar al cielo. La diferencia es grande, pero la confusión es fácil, y de hecho se dio, como veremos más adelante.

      El origen de los malentendidos

      La oposición entre ciencia y razón tiene un lugar común o tópico bastante difundido: Galileo (1564-1642). Galileo Galilei sería el ejemplo que expresaría de forma acabada la supuesta oposición entre fe y razón, o por lo menos, entre la Iglesia católica y la razón científica. Como suele suceder con los lugares comunes, es inexacto, cuando no injusto. Incluso podría aceptarse, pero si se invita a señalar otros casos de oposición, no sería fácil enunciarlos, entre otras razones porque no los hay (Cf. Bogdalska, s.f.; Sols, 2014: 103-109).

      Con frecuencia suelen alinearse a la teoría de la evolución. Paradójicamente, la Iglesia católica nunca la ha rechazado. Es distinto que algunas personas católicas hayan manifestado reparos delante de tal teoría, pero en ese caso, se trata de las ideas o prejuicios personales, no de la religión, o por lo menos, de la autoridad religiosa competente; no es definitivamente una posición oficial.

      Puede ser útil conocer más detalladamente el caso Galileo para descubrir que en realidad todo fue un malentendido, unido a un factor humano poco feliz que dio lugar a tal desencuentro, el cual, si bien más tarde, fue rectificado.