Se alejó el hombre y, cuando llegó al palacio, éste se había vuelto mucho mayor, con una alta torre, magníficamente ornamentada. Ante la puerta había centinelas y muchos soldados con tambores y trompetas.
Entró en el edificio y vio que todo era de mármol y oro puro, con tapices de terciopelo adornados con grandes borlas de oro. Se abrieron las puertas de la sala. Toda la corte estaba allí reunida, y su mujer, sentada en un elevado trono de oro y diamantes, con una gran corona de oro en la cabeza y sosteniendo en la mano un cetro de oro puro y piedras preciosas. A ambos lados del trono se alineaban seis damas de honor, cada una de ellas una cabeza más baja que la anterior.
El marido entró y se quedó contemplando un rato a su esposa.
Después de un rato, dijo:
—¡Vaya, pues no estás mal de rey! Ahora ya no querremos nada más.
—No, marido —replicó ella toda desazonada—. Ya se me hace largo el tiempo, y me aburro. ¡No lo puedo resistir! Ve al rodaballo y, puesto que soy rey, dile que quiero ser emperador.
—¡Pero, mujer! —protestó el hombre—. Y ¿por qué quieres ser emperador?
—Anda —ordenó ella—, te vas a llamar al rodaballo. Me ha dado por ser emperador.
—Mira, mujer —insistió el marido—, él no puede hacer emperadores; eso no se lo pido. Emperadores sólo hay uno. ¡Te digo que no puede!
—¡Cómo! —exclamó la mujer—. Soy rey, y tú no eres más que mi marido. Irás quieras o no ¡Andando, y sin protestar! Si puede hacer reyes, lo mismo puede hacer emperadores, y yo quiero serlo. ¡Ve en seguida!
No hubo más remedio, y el pobre hombre tuvo que volver a la playa; pero en su corazón sentía una gran angustia y pensaba: “Esto no puede continuar así. ¡Emperador! Es demasiado atrevimiento; al fin, el rodaballo se cansará”.
Y llegó al mar, el cual aparecía negro y espeso, y sus aguas empezaban a escupir espumas en la superficie y a burbujear; soplaba, además, un viento huracanado que lo agitaba terriblemente.
El hombre sintió un escalofrío, pero se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
—Bien, ¿qué quiere? —dijo el rodaballo.
—¡Ay, amigo pez! —respondió él—, mi mujer quiere ser emperador.
—Puedes marcharte —replicó el pez—, que ya lo es.
Regresó el hombre y se encontró con un palacio de mármol bruñido, con estatuas de alabastro y adornos de oro. Ante la puerta, los soldados marchaban en formación, al son de tambores y trompetas. En el interior del alcázar iban y venían los barones, condes y duques como si fuesen criados, abriéndole las puertas, que eran de oro reluciente.
Al entrar vio a su mujer en un trono, todo él hecho de oro y con mil metros de alto. Llevaba una enorme corona, también de oro, de tres codos de altura, toda ella incrustada de brillantes. En una mano sostenía el cetro, y en la otra, el globo imperial; y a ambos lados formaban los alabarderos en dos filas y sus tallas disminuían progresivamente, desde un altísimo gigante que bien alcanzaría media legua, hasta un enano pequeñísimo, apenas más grande que el dedo meñique. ¡Y príncipes y duques a montones!
Se acercó el marido y, colocándose entre todos aquellos personajes, dijo: —Mujer, ya eres emperador.
—Sí —respondió ella—, soy emperador.
Él la examinó detenidamente durante largo rato y, al cabo, exclamó: —¡Ah, mujer mía, qué bien te sienta el ser emperador!
—Marido —replicó ella—, ¿qué haces aquí parado? Soy emperador, pero ahora quiero ser Papa; así que te regresas a ver a tu rodaballo.
—¡Pero mujer! —protestó el hombre—. ¿Es que quieres serlo todo? Papa es imposible. Papa sólo hay uno en toda la cristiandad. No hay que pedir tonterías; eso no lo puede hacer el pez.
—Marido —dijo ella—, quiero ser Papa; ve sin replicar, que quiero serlo hoy mismo.
—No, esposa mía —insistió el hombre—, esto no se lo puedo pedir, ya es demasiado; el rodaballo no puede hacerte Papa.
—¡No digas tonterías! —replicó la mujer—. Si puede hacer emperadores, bien puede hacerme Papa. Anda, que yo soy emperador, y tú eres mi marido. ¿Te atreves a negarte?
El pobre marido, atemorizado, partió. Se sentía desfallecido; temblaba como un azogado, le temblaban las piernas y se le doblaban las rodillas. Un viento huracanado azotaba el país; volaban las nubes en el cielo, y una oscuridad de noche lo invadía todo. Las hojas se escapaban, arrancadas de los árboles, y las olas del mar se encrespaban, con un estrépito de hervidero, estrellándose contra la orilla. A lo lejos se veían barcos que disparaban cañonazos pidiendo socorro, saltando y brincando a merced de las olas. Y, en el centro del cielo, había una mancha azul rodeada de nubes rojas, como cuando se acerca una terrible tormenta.
Se acercó el hombre, lleno de espanto, y con voz en que se revelaba su angustia, dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
—Bien, ¿qué quiere, pues? —dijo el rodaballo.
—¡Ay! —respondió el hombre—. Quiere ser Papa.
—Vete, que ya lo es —replicó el pez.
Se marchó el pescador y, al llegar, se encontró ante una gran iglesia rodeada de palacios. Abriéndose camino entre la multitud, vio que el interior estaba iluminado por millares y millares de cirios, y que su mujer estaba toda vestida de oro, sentada en un trono aún mucho más alto, con tres coronas de oro en la cabeza y rodeada de muchísimos obispos y cardenales. A ambos lados tenía dos hileras de cirios: el mayor, grueso y alto como la torre; el menor, como una velita de cocina. Y todos los emperadores y reyes, hincados de rodillas, le besaban la sandalia.
—Mujer —dijo el hombre después de contemplarla—, ¡ya eres Papa!
—Sí —dijo ella—, soy Papa.
Se adelantó él más y la miró detenidamente, y le pareció que estaba viendo el sol. Al cabo de un buen rato de contemplarla exclamó:
—¡Ay, mujer! ¡Qué bien te sienta el ser Papa!
Pero ella permanecía envarada, tiesa como un árbol. Sin hacer el menor movimiento. Dijo él entonces:
—Estarás satisfecha, puesto que eres Papa; ya no te queda más que desear. —Esto me lo pensaré —replicó ella.
Y se fueron a la cama. Pero la mujer no estaba aún contenta; la ambición no la dejaba dormir, y no hacía sino cavilar qué más podría. En cambio, el marido durmió como un tronco, cansado de tanto ir y venir.
Llegó el alba, y al ver las primeras luces de la aurora, la mujer se incorporó en el lecho y clavó la mirada en el horizonte. Y al ver cómo el sol despuntaba y ascendía en el firmamento, pensó: “¡Ah! , ¿no podría yo también hacer que saliesen el sol y la luna?”
—Marido —dijo, dándole con el codo en las costillas—, levántate y vete a ver al rodaballo; quiero ser como Dios.
El hombre, que dormía como un bendito, tuvo tal susto que se cayó de la cama. Pensando que había oído mal, preguntó frotándose los ojos:
—¿Qué estás diciendo, mujer?
—Marido —contestó ella—, eso de que no pueda hacer salir el sol y la luna, no voy a resistirlo. Ya no tendré una hora de reposo, siempre pensaré que hay una cosa que no puedo hacer.
Y le dirigió