Siguió el mozo cabalgando, y al cabo de un rato, le pareció como si percibiera una voz procedente de la arena, a sus pies. Aguzando el oído, se dio cuenta de que era el rey de las hormigas que se quejaba:
—¡Si al menos esos hombres, con sus torpes animales, nos dejaran tranquilas! Este caballo estúpido, con sus pesados cascos está aplastando sin compasión a mi gente.
El jinete torció hacia un camino que seguía al lado, y el rey de las hormigas le gritó:
—¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!
La ruta lo condujo a un bosque, y allí vio una pareja de cuervos que, al borde de su nido, arrojaban de él a sus hijos:
—¡Fuera de aquí, sinvergüenzas! —les gritaban—. No podemos seguirdándoles de comer; ya tienen edad para buscar su propia comida.
Los pobres pequeñuelos estaban en el suelo, agitando sus débiles alitas y lloriqueando:
—¡Infelices de nosotros que hemos de buscarnos la comida y todavía no sabemos volar! ¿Qué vamos a hacer, sino morirnos de hambre?
Bajo el mozo de su caballo, mató a este de un sablazo, y dejó su cuerpo para pasto de los pequeños cuervos, los cuales se lanzaron a saltos sobre la presa y, una vez llenos, dijeron a su bienhechor:
—¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!
El criado tuvo que continuar su ruta a pie y, al cabo de muchas horas, llegó a una gran ciudad. Las calles rebullían de gente, y se observaba una gran excitación; en esto apareció un pregonero montado a caballo, haciendo saber que la hija del rey buscaba esposo. Quien se atreviese a pretenderla, debía realizar una difícil hazaña. Si la cumplía, recibiría la mano de la princesa; pero si fracasaba, perdería la vida. Eran muchos los que lo habían intentado ya; pero perecieron en la empresa.
El joven vio a la princesa y quedó tan deslumbrado por su hermosura que, desafiando todo peligro, se presentó ante el Rey a pedir la mano de su hija.
Lo condujeron mar adentro y, en su presencia, arrojaron al fondo un anillo. El Rey lo mandó que recuperara la joya, y añadió:
—Si vuelves sin ella, serás precipitado al mar hasta que mueras ahogado. Todos los presentes se compadecían del apuesto muchacho, a quien dejaron solo en la playa.
El joven se quedó allí, pensando en la manera de salir de su apuro. De pronto vio tres peces que se le acercaban juntos, y que no eran sino aquellos que él había salvado. El que venía en medio llevaba en la boca una concha, que depositó en la playa a los pies del joven. Éste la tomó para abrirla, y en su interior apareció el anillo de oro.
Saltando de alegría, corrió a llevarlo al Rey, con la esperanza de que se le concediese la prometida recompensa. Pero la soberbia princesa, al saber que su pretendiente era de linaje inferior, lo rechazó exigiéndole la realización de un nuevo trabajo.
Salió al jardín, y esparció entre la hierba diez sacos llenos de mijo.
—Mañana, antes de que salga el sol, debes haberlo recogido todo, sin que falte un grano.
Se sentó el doncel en el jardín y se puso a cavilar sobre el modo de cumplir aquel mandato. Pero no se le ocurría nada, y se puso muy triste al pensar que a la mañana siguiente sería conducido a la muerte. Pero cuando los primeros rayos del sol iluminaron el jardín... ¡Qué era aquello que veía! Los diez sacos estaban completamente llenos y bien alineados, sin que faltase un grano de mijo.
Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia y lo habían depositado en los sacos.
Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su orgulloso corazón no estaba aplacado aún y dijo:
—Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida.
El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Se puso en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuvieran las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba.
Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron:
—Somos aquellos pequeños cuervos que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta.
Loco de alegría, reemprendió el muchacho el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más pretextos. Partieron la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces se encendió en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.
La paja, la brasa y la alubia
Vivía en un pueblo muy lejano, una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en la estufa y, para que ardiera más de prisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. Poco después, una brasa saltó del fuego y cayó al lado de otras dos.
Abrió entonces la conversación la paja:
—Amigos, ¿de dónde vienen?
Y respondió la brasa:
—¡Sí que he tenido suerte de poder saltar del fuego! Si no lo hubiera hecho, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza. Dijo la alubia:
—También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.
—No habría salido mejor librada yo —terció la paja—. Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de un puñado para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el carbón.
—A mí me parece —propuso la alubia—, que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía. Y para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marcharemos juntos a otras tierras.
Este plan le gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de un rato, llegaron a la orilla de un arroyuelo y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea:
—Yo me echaré al a través, y haré de puente para que pasen ustedes.
Y así, se tendió la paja de orilla a orilla, y la brasa, que por naturaleza era fogosa, se apresuró a aventurarse por el nuevo puente. Pero cuando estuvo a la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más.
La paja comenzó a arder y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al brasa que, con un chirrido, expiró al tocar el agua.
La alubia que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.
También habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que un sastre que iba de viaje se detuviese a descansar a la orilla del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón.
La alubia le dio las