En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:
—Pequeña, ¿quién eres y qué haces?
—Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.
El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:
—¿Quieres venir conmigo?
—¡Oh sí, con toda mi alma! —respondió ella, contenta de poder librarse de su madrastra y su hermanastra.
Montó en la carroza, al lado del Rey y, una vez en la Corte, se celebró la boda con gran ostentación y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.
Al año, la joven Reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, se encaminó al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.
Como el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la tomaba por los pies y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas.
Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, lo detuvo la vieja:
—¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.
El Rey, no pensando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.
Aquella noche, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:
—Rey, ¿qué estás haciendo? ¿Velas o estás durmiendo? Y, no recibiendo respuesta alguna, continuó:
—¿Y qué hace mi gente?
A lo que respondió el pinche de cocina:
—Duerme profundamente.
Siguió el otro preguntando:
—¿Y qué hace mi hijito?
Contestó el cocinero:
—Está en su cuna dormidito.
Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de comer; luego le arropo la camita y, recobrando su anterior forma de pato, se marchó nuevamente nadando por el sumidero.
Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:
—Ve a decir al Rey que tome la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.
Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu y, a la tercera, se levantó ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.
El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero ocultó a la Reina en un dormitorio hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo.
Ya celebrada la ceremonia, preguntó:
—¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua? —Pues, cuando menos —respondió la vieja—, que la metan en un tonel erizado
de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.
A lo que replicó el Rey:
—Has pronunciado tu propia sentencia.
Y, mandando traer un tonel, como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.
La serpiente blanca
Hace mucho tiempo que pasó esto. He aquí que vivía un rey, famoso en todo el país por su sabiduría. Nada le era oculto; se habría dicho que por el aire le llegaban noticias de las cosas más recónditas y secretas. Tenía, sin embargo, una singular costumbre. Cada mediodía, una vez retirada la mesa y cuando nadie se hallaba presente, un criado de confianza le servía un plato más. Estaba tapado, y nadie sabía lo que contenía, ni el mismo servidor, pues el Rey no lo descubría ni comía de él hasta encontrarse completamente solo.
Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, cuando un día le picó al criado una curiosidad irresistible y se llevó el plato a su habitación. Cerrando la puerta con todo cuidado, levantó la tapadera y vio que en la bandeja había una serpiente blanca. No pudo reprimir el antojo de probarla; cortó un pedacito y se lo llevó a la boca.
Apenas lo hubo tocado con la lengua, oyó un extraño susurro de melódicas voces que venía de la ventana; al acercarse y prestar atención, observó que eran gorriones que hablaban entre sí, contándose todas las cosas que vieron en los campos y los bosques. Al comer aquel pedacito de serpiente, había recibido el don de entender el lenguaje de los animales.
Sucedió que aquel mismo día se extravió la sortija más hermosa de la Reina, y la sospecha recayó sobre el fiel servidor, que tenía acceso a todas las habitaciones. El Rey le mandó comparecer a su presencia y, en los términos más duros, lo amenazó con que, si para el día siguiente no lograba descubrir al ladrón, se le asumiría como tal y sería ajusticiado. De nada le sirvió al leal criado protestar de su inocencia; el Rey lo hizo salir sin retirar su amenaza.
Lleno de temor y congoja, bajó al patio, siempre cavilando la manera de salir del apuro, cuando observó tres patos que se solazaban tranquilamente en el arroyo, alisándose las plumas con el pico y sosteniendo una animada conversación. El criado se detuvo a escucharlos.
Se relataban dónde habían pasado la mañana y lo que habían encontrado para comer. Uno de ellos dijo malhumorado:
—Siento un peso en el estómago; con las prisas me he tragado una sortija que estaba al pie de la ventana de la Reina.
Sin pensarlo más, el criado lo agarró por el cuello, lo llevó a la cocina y dijo al cocinero:
—Mata éste, que ya está bastante cebado.
—Dices verdad —asintió el cocinero, sopesándolo con la mano—; se ha dado buena maña en engordar, y está pidiendo que lo pongan en el asador.
Cortó el cuello y, al vaciarlo, apareció en su estómago el anillo de la Reina. Fácil le fue al criado probar al Rey su inocencia y, queriendo éste reparar su injusticia, ofreció a su servidor la gracia que él eligiera, prometiendo darle el cargo que más le apeteciera en su Corte.
El criado declinó este honor y se limitó a pedir un caballo y dinero para el viaje, pues deseaba ver el mundo y pasarse un tiempo recorriéndolo.
Otorgada su petición, se puso en camino; y un buen día llegó junto a un estanque, donde observó tres peces, que habían quedado aprisionados entre las cañas y pugnaban, jadeantes, por volver al agua. Digan lo que digan de que los peces son mudos, lo cierto es que el hombre entendió muy bien las quejas de aquellos animales, que se lamentaban de verse condenados a una muerte tan miserable.
Siendo como era, de corazón compasivo, se bajó de su caballo