Hansel y Gretel y otros cuentos
Hansel y Gretel y otros cuentos (1857)Jacob Grimm, Willhelm Grimm
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Junio 2021
Imagen de portada: Christmas card by Jenny Nyström
Traducción: Ricardo García
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Los tres enanitos del bosque
Había una vez, un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de regreso solían pasar un rato en casa de la mujer.
Un día, ésta dijo a la hija del viudo:
—Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.
De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:
—¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento. Al fin, no sabiendo qué partido tomar, se quitó un zapato y dijo:
—Toma este zapato, que tiene un agujero en la suela, llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.
Cumplió la muchacha lo que le había mandado a hacer su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván y, viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio, y se celebró la boda.
A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y agua para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante.
La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante.
Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:
—Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.
—¡Santo Dios! —exclamó la muchacha—. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.
—¿Se habrá visto tal descaro? —exclamó la madrastra—. ¡Sal en seguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!
Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:
—Es tu comida de todo el día.
Pensaba la mala señora: “Se va a morir de frío y hambre; así, jamás volveré a verla”.
La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba.
Al llegar al bosque descubrió una casita, con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno.
Los hombrecillos suplicaron:
—¡Danos un poco!
—Con mucho gusto —respondió ella.
Y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.
Preguntaron entonces los enanitos:
—¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado? —¡Ay! —respondió ella—, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.
Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba y le dijeron: —Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.
Al quedarse solos, los hombrecillos planearon:
—¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros? —dijo el primero—. Pues yo le concedo que sea más bella cada día.
El segundo:
Y el tercero:
—Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.
Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve.
Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, se dirigió a su casa para llevar a su madrastra lo que le había encargado.
Al entrar y decir “buenas noches”, le cayeron de la boca dos monedas de oro. Se puso entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.
—¡Qué petulancia! —exclamó la hermanastra—. ¡Tirar así el dinero!
Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:
—No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.
Mas como ella insistió y no la dejó en paz, cedió al fin. Le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.
La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, entró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.
—Danos un poco —pidieron los enanitos.
Pero ella respondió:
—No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes?
Terminando de comer, dijeron los enanitos:
—Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás. —Barran ustedes —replicó ella—, que yo no soy su criada.
Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió; y entonces los enanitos volvieron a planear:
—¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada? —dijo el primero—. Yo haré que cada día se vuelva más fea.
Y el segundo:
—Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.
Y el tercero:
—Yo la condeno a morir de mala muerte.
La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna