Género y poder. Violeta Bermúdez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Violeta Bermúdez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786123251871
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Mill publicó The Subjection of Women (“La sujeción femenina” o “La esclavitud de las mujeres”, en español), texto en el que cuestionaba los privilegios de uno de los sexos sobre el otro y destacaba la utilidad del talento de la mujer para el gobierno y en general para los asuntos de Estado (Stuart Mill 1965: 454-455).

      ¿Cuál fue el aporte de las mujeres en el proceso de construcción del constitucionalismo, en particular en relación al derecho a la igualdad? Las siguientes líneas pretenden absolver esta interrogante.

      1.1.1. La igualdad en las primeras declaraciones de derechos

      La igualdad, tal como la conocemos hoy, es producto de la evolución en el tiempo. La concepción de la igualdad en el inicio del constitucionalismo occidental era bastante limitada, a pesar de que se proclamaba la universalidad como característica esencial de las declaraciones de derechos.

      Es a partir del proceso de la independencia americana cuando se va consolidando la noción de la igualdad. La Constitución de Virginia del 12 de junio de 1776 establecía en su Declaración de Derechos:

      I. Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en estado de sociedad, no pueden, por ningún contrato, privar o despojar a su posteridad; especialmente el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir y de poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad (En Jellinek 2000: 163).

      A pesar del contenido igualitario de estas declaraciones, “no se consideró incompatible ni opuesta a la teoría de la igualdad natural la existencia de una enorme población de esclavos; y se desconoció en el terreno práctico el sufragio femenino” (Gettell 1979: 105). Aunque no hay mucha evidencia de las demandas de las mujeres en este contexto, se atribuye a Abigail Adams haber solicitado a su esposo John Adams, antes de la Declaración de Independencia, que “[e]n los nuevos textos de leyes que, supongo, habréis de redactar, espero os acordéis de las damas, seáis más generosos con ellas y estéis más claramente a su favor que vuestros ancestros” (Kerber, en Fauré 2010: 125).

      Este pedido, sin embargo, no fue escuchado, pues no se prestó “ninguna atención a la situación particular de las mujeres ni cuando estuvieron redactando los “nuevos textos de leyes” durante la Revolución ni en el período inmediatamente posterior” (Kerber, en Fauré 2010: 125). Linda Kerber destaca que hubo una excepción a esta normatividad excluyente:

      (…) Nueva Jersey, donde los cuáqueros se habían preocupado de que la Constitución del Estado otorgara el derecho de voto a todo adulto libre cuyos bienes alcanzaran un valor de 50 libras, autorizó el voto femenino. (…) Pero en 1807, el partido republicano introdujo una nueva legislación que limitaba el derecho de voto a los ciudadanos varones, blancos y contribuyentes, y despojaba del mismo a las mujeres, los negros y los pobres. Las mujeres de Nueva Jersey tuvieron que esperar al siglo xx para recuperar su derecho a votar (En Fauré 2010: 127).

      De esta manera, aunque el contexto de la revolución americana estuvo caracterizado por un ambiente principista orientado a la eliminación de los privilegios y a la consagración de la libertad e igualdad para todas las personas, sus alcances no comprendieron aún a la mayoría de la población.

      No obstante, se atribuye a las declaraciones americanas y al pensamiento de sus autores, especialmente a Thomas Jefferson y a quienes fueron sus referentes —en particular John Locke y Thomas Paine— haber sido fuente de inspiración de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, documento producto de la revolución francesa que es considerado como un hito importante en la evolución de los derechos fundamentales y que marca un momento clave de la fase inicial del derecho constitucional. En palabras de Fioravanti, las revoluciones americana y francesa representan “(…) un momento decisivo en la historia del constitucionalismo, porque sitúan en primer plano un nuevo concepto y una nueva práctica que están destinados a poner en discusión la oposición entre la tradición constitucionalista y la soberanía popular” (2001: 103).

      En tal sentido, ambas revoluciones —con sus respectivos matices— buscaban fundar nuevas comunidades políticas basadas, en el caso de los americanos, en el reconocimiento de sus propias formas legítimas de representación política al no sentirse ya representados por el parlamento inglés, y en el caso francés, transitar de la monarquía hacia un gobierno republicano, lo que recién sucedió con la Constitución de 1793 que eliminó la figura del rey e introdujo la figura del sufragio universal y directo (Fioravanti 2001: 104-116). La representación, en ambos casos, ignoró a las mujeres como sujetos políticos y por lo tanto no formaban parte de lo que se conocía, en la Francia de entonces, como la voluntad general.

      Rousseau, quien desarrolló con creces este concepto, es reconocido como uno de los inspiradores tanto de la revolución francesa como de la Declaración de Derechos de 1789. “La Ley como expresión de la “voluntad general” era la gran intuición de Rousseau que yacía en la base de la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789” (De Martino y otra 1996: 199). En dos de sus principales obras, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) y el Contrato Social (1762), desarrolló sus planteamientos en torno al alcance de la igualdad. Para Rousseau, los hombres eran iguales por naturaleza y se hubieran mantenido así de haber continuado en su estado natural: “la desigualdad es apenas sensible en el estado de naturaleza y (…) su influencia es allí casi nula”, afirmó (Rousseau 2010: 160). Sin embargo, reconoce la desigualdad que surge con posterioridad al estado natural de los hombres:

      Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una que llamo natural o física porque ha sido establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de edades, de salud, de las fuerzas del cuerpo y las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede denominarse desigualdad moral o política, pues depende de una especie de convención y que está establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en los diferentes privilegios de los que gozan unos en detrimento de los otros, como el ser más ricos, más honrados, más poderosos que ellos o, incluso hacerse obedecer (Rousseau 2010: 117-118).

      De sus planteamientos se puede inferir que para Rousseau las sociedades eran un espacio generador de las desigualdades; quizá por ello veía en el pacto social la solución a las mismas:

      (…) el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad, por la que se obligan bajo las mismas condiciones y por la que gozan de idénticos derechos. Así, por naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, vale decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce exclusivamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman (Rousseau 1985: 63).

      Rousseau introduce también el concepto de ciudadanía vinculado a la igualdad: “el hombre que se asocia con otros y funda una sociedad, adquiere la calidad de ciudadano en la misma medida que los que se reúnen con él, y ésta le otorga los mismos derechos que a los demás” (Bermúdez 1996a: 116). En esa medida, la ciudadanía sería la garantía de la igualdad en sentido moral, lo que era totalmente compatible con la desigualdad de hecho:

      (…) en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho (Rousseau 1985: 52).

      Estamos, pues, frente el concepto de igualdad ante la ley aparentemente de carácter universal, aunque solo comprendía exclusivamente a los hombres que cumplieran con determinadas condiciones de naturaleza patrimonial, conforme veremos más adelante. Las mujeres, sin embargo, detentaban otro tipo de ciudadanía para Rousseau:

      ¿Podría olvidar yo esa