En suma, ¿qué es lo que realmente queremos: «ganarnos la vida» o «vivir la vida»? Entendiendo «ganarse la vida» con un trabajo cualquiera que me permita obtener dinero para pagar mi existencia y encontrar la felicidad lejos del ámbito laboral. O «vivir la vida» con un trabajo vocacional que me permita disfrutar de lo que hago, obteniendo placer y una remuneración derivada de esta vocación y, lo que es más importante, dándole un sentido a la vida a través del trabajo elegido o como un modo de lograr la auto-realización. Podemos utilizar la famosa Pirámide de Maslow para entender qué opción es la mejor para nosotros. Abraham Maslow, psicólogo estadounidense, desarrolló la Jerarquía de las necesidades a través de una pirámide con cinco niveles. En los primeros niveles aparecen representadas las necesidades primordiales (básicas, seguridad y protección, sociales y reconocimiento), mientras que en el último nivel está la necesidad de autorrealización o «necesidad de ser». La idea que transmite esta teoría es que solo se atienden las necesidades superiores cuando se han atendido las inferiores. Así, podríamos extraer un par de ideas de esta teoría. La primera es que no podemos dedicarnos a una profesión vocacional sin tener un medio con el que sufragar dicha aventura, algo que ya había apuntado Aristóteles y posteriormente anotara el filósofo inglés Thomas Hobbes, con su famosa frase: «Primero los víveres y después la filosofía». Y la segunda es que podemos elegir un trabajo que nos permita satisfacer esas necesidades primordiales o buscar un trabajo con el que auto-realizarnos y dar sentido a nuestra existencia.
Bruce eligió hacer realidad su deseo, convertir su sueño en una profesión, y a través de esta vocación alcanzar la autorrealización. Aunque, realmente, como explica en sus últimos conciertos, nunca consideró su profesión como un trabajo. Y apostó por algo sin tener más posibilidades de lograrlo que los millones de personas que emprenden una aventura para hacer realidad sus sueños. Para lograrlo tuvo que pasar por múltiples calamidades, penalidades y adversidades: apenas tenía dinero para comer cuando empezó a dedicarse a tocar en bailes del instituto o en bares de mala muerte, dormía en frías habitaciones sin calefacción, tuvo disputas con su padre… Le corresponde a cada persona decidir qué camino tomar. Es evidente que el riesgo asociado a vivir una vida en base a un deseo o convertir tu vocación en una vida profesional es elevado. Como cuenta Bruce en «Thunder Road», el viaje no es gratuito; hay riesgos asociados y sin duda el éxito no está garantizado. Nadie te asegura conseguirlo. De hecho, son pocos los que lo consiguen. Por eso quizá convendría incorporar a nuestra vida algunas de las enseñanzas que nos dejaron los filósofos estoicos.
Los estoicos formaron parte de una de las grandes escuelas helenísticas de la Antigüedad. Alrededor del año 300 a. C. se inició esta corriente filosófica con Zenón de Citio que alcanza su máximo esplendor con filósofos como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio. El objetivo del estoicismo era definir una mejor manera de vivir. Y una de sus máximas más relevantes residía en considerar que debíamos partir con una meta concreta en la cabeza, pero siendo conscientes y teniendo muy presente que los acontecimientos pueden desarrollarse de una manera que no deseamos. El universo sigue girando de acuerdo con la voluntad de Dios (si uno tiene inclinaciones religiosas), o conforme a una sucesión de causas y efectos cósmicos (si no es creyente). Una visión ciertamente determinista que limita la idea del libre albedrío. Sin embargo, los estoicos dejaron un espacio de maniobra para ejercer nuestra libertad: mientras estemos vivos y gocemos de buena salud podemos elegir qué actitud tomar ante las circunstancias que nos plantea la vida. Por ejemplo, podemos disfrutar de un viaje que hayamos planificado, aunque siempre debemos ser conscientes de que habrá circunstancias que no podremos controlar, porque dependerán de fuerzas mayores. Por eso los filósofos estoicos recomiendan tener en cuenta una advertencia que nos vacuna ante el riesgo de que suceda algún imprevisto:
«Si el destino (Dios, el Universo, la Vida…) lo permite».
Seguir buscando con la mirada de un niño
Nuestra vida está plagada de errores, equivocaciones y fracasos. Y pese a todo, aquí seguimos. Nos crucificamos por los fallos que cometemos pensando que podemos hacer las cosas de forma perfecta, cuando ya sabemos que el perfeccionismo es una suerte de muerte lenta. El perfeccionismo se traduce en niveles intolerables de exigencia y culpa hacia uno mismo, lo que a su vez nos provoca angustia y frustración, al darnos cuenta de que siempre se pueden hacer mejor las cosas. Sin embargo, los errores recurrentes esconden cierta falta de análisis y reflexión, aunque ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra...
De todos los errores que he cometido en mi vida –que han sido muchos y algunos de consideración–, el más grave y posiblemente el más difícil de subsanar haya sido el dejar de buscar algo que me apasionara o con lo que resonara. O dicho de otro modo: haber dejado de probar nuevas experiencias para extraer los aprendizajes necesarios hasta encontrar una vocación o una pasión que diera sentido a mi vida. En mi opinión, hay varios factores que influyen en este hecho. Por ejemplo, la falta de reflexión, análisis y pensamiento crítico sobre lo que hacemos, y ya conocemos la cita de Sócrates:
«Una vida sin reflexión no merece ser vivida».
Esa falta de reflexión, análisis o pensamiento crítico proviene de un exceso de complacencia, originado por la arrogancia. Podemos pensar que hemos llegado a cima al ver colmados nuestros deseos, o simplemente al conformarnos con una existencia de mínimos, que se traduce en haber satisfecho los primeros escalones de la pirámide de Maslow (necesidades básicas primarias, de seguridad, de afiliación…). Y al llegar ahí dejamos de buscar porque pensamos que podremos continuar en esa situación de forma permanente, sin darnos cuenta del error que supone pensar que nada cambia, que todo permanecerá inmutable. La complacencia y una visión de permanencia de las cosas es lo que provoca que dejemos de aprender, de formarnos, de crecer, de avanzar, de conocer nuevas experiencias. Incluso de fracasar, porque el fracaso también forma parte del proceso de aprendizaje necesario para abordar un proceso de cambio y, posteriormente, alcanzar la transformación y el crecimiento.
Quizá sea conveniente tener en mente el libro de El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Una de las enseñanzas que podemos extraer de dicha fábula es que el viaje que emprende el Principito desde un pequeño planeta hasta la Tierra le reporta un aprendizaje continuo a través de las conversaciones y experiencias con los diferentes personajes con los que se encuentra. Por ejemplo, descubre que, aunque tiene que abandonar a su querida flor para conocer otros planetas, encontrará una mejor forma de amarla. Además, uno de los personajes con los que se encuentra, el zorro, le enseñará dos aspectos clave aplicables a cualquier ámbito de la vida. Primero, que gran parte de lo que es importante en nuestra vida no es visible de forma inmediata, pues se desarrolla con el tiempo a través de nuestros vínculos emocionales. Ya conocemos la cita: «Lo esencial es invisible a los ojos». Y, segundo, el poder transformador del amor, al percatarse de que su amor por la flor no es la molestia que pensaba que era, sino un aspecto importante de su vida que debe valorar.
Podemos aplicar las enseñanzas del viaje del Principito a nuestras vidas para descubrir qué es lo que realmente queremos. Viajando con esa mirada de niño, que significa dejarnos sorprender por lo que nos vamos encontrando, entendiendo que es a través de las experiencias y conversaciones con nuevas personas donde podemos encontrar aquello que nos