Después de largas deliberaciones se optó por la entrevista como el vehículo más eficaz que, después de un enorme trabajo de transcripción y edición, adquieren hoy un incalculable valor histórico y, sobre todo, humano.
Desde el comienzo nos comprometimos a evitar al máximo —salvo que fuera inevitable— toda alusión al espacio íntimo y privado del doctor Nieto y más bien enfocarnos en su visión y recuerdo del Rosario. Este libro que la Comunidad Rosarista venía extrañando y reclamando de tiempo atrás. No es una biografía en el sentido estricto del término, pero si privilegia episodios de vida tanto cotidianos como coyunturales de Luis Enrique Nieto en el Rosario.
Este anecdotario es un aparente y gigantesco rompecabezas, que una mirada superficial juzgaría carente de un hilo conductor. Pero una vez que las piezas comienzan a ordenarse, adquieren una fuerza expresiva y descriptiva de alto calado, como podrá advertirlo el lector inquieto, por ejemplo, en el relato concerniente a la fundación del Colegio. Allí podrá advertir todos los avatares por los que tuvo que atravesar el Arzobispo Cristóbal De Torres para lograr la autonomía del Colegio y enrutarlo por la vía de la secularización. También, podrá ser testigo de su simpatía indisimulable por Lorenzo María Lleras; su devoción por la parábola histórica y política de Rafael Uribe Uribe, sumada a la que siente por Eduardo Santos, por Alfonso López Pumarejo y por su hijo, el rosarista Alfonso López Michelsen, o por Alberto Lleras Camargo. Ahora bien, en el plano personal, Luis Enrique nos transmitió su pasión por Borges y otros grandes de la literatura; su estadía en Francia que coincidió con el famoso mayo del 68 en París; el conocimiento directo y personal de altas figuras del quehacer cultural nacional como Álvaro Castaño; o de cineastas como Francisco Norden.
Pero hay más. Sería un olvido imperdonable no aludir en estas líneas a sus profundos conocimientos de la epigrafía, al punto que, de las numerosas placas que existen en su Alma alma mater, al menos tres son de su autoría: la que sintetiza en magistral prosa y que en rendido homenaje está dedicada a Luis A. Robles. Lo propio sucede con la placa que exalta las virtudes republicanas del ya citado presidente Alfonso López Michelsen y, por supuesto, la placa al maestro Darío Echandía. En ese orden de ideas tenemos que destacar su curiosidad convertida en “eureka”, al encontrar la placa correspondiente, al homenaje que, en esa modalidad, la universidad le tributara al General y Presidente Rafael Reyes. Esa profunda erudición sobre la pictografía lo llevó a ser aceptado como Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Ese día, los que lo acompañamos a tan significativo evento celebramos ese nuevo triunfo intelectual de Luis Enrique Nieto Arango como si fuese propio.
Retornando a la razón de ser de estas modestas palabras mías, el hecho de dar a conocer este formidable testimonio oral, en haberlo ordenado, como lo ordenó con pulcritud y meticulosidad Kevin Hartmann, sin alterar en lo más mínimo su esencia, estoy seguro de que dejará más que satisfecho al lector y a las lectoras de turno, y, sobre todo, a la gran familia rosarista en su conjunto.
De otra parte, considero de elemental justicia —para no hacerme monotemático— una última consideración: el hecho de que la totalidad de las declaraciones estén dictadas de viva voz; de una voz reposada y serena, no pierden para nada al quedar consignadas por escrito, la espontaneidad y el personalísimo sentido del humor unido a ese cronista avezado y excelente conversador.
Vuelvo a confesar mi asombro por la capacidad argumentativa del protagonista en inevitable y deseable comunión con su profundo y sutil memorioso conocimiento de tantos temas rosaristas. Un libro con estas características, en donde el autor se concede a sí mismo uno que otro derecho al sarcasmo —fino y largamente decantado—, más temprano que tarde será de consulta indispensable. Leerlo supone adentrarse en un fascinante laberinto borgiano. Yo por mi parte, le agradezco a determinadas circunstancias mi cotidiana cercanía con este rosarista tan ejemplar, tan a carta cabal, “tan humano, demasiado humano”, tan pleno de solvencia moral e intelectual. Empeñado a fondo en continuar rescatando el sentido de lo histórico de este entrañable claustro signado contundentemente por las más acendradas exigencias académicas, fundado en un inolvidable 18 de diciembre del 1653 para bien de la nación colombiana.
Luis Enrique Nieto Arango†
“El Rosario es como un milagro”
Doctor Nieto, empecemos hablando sobre el contexto de la fundación del Colegio Mayor.
En el principio fue fray Cristóbal. Como se sabe, fue un personaje muy importante, que llegó a Santafé en su tardía madurez. De hecho, en el último párrafo de la famosa obra El carnero, de Juan Rodríguez Freyle1, se anuncia la llegada del arzobispo Cristóbal de Torres a Santafé, que para la época era, más bien, un pueblo perdido en las montañas.
El Nuevo Reino de Granada tenía una enorme y difusa extensión territorial. En realidad, en España no había mucha claridad sobre la extensión, los límites o el uso de este territorio. No me canso de repetir que esto no era México o Perú, cuyos imperios prehispánicos fueron sumamente significativos. Es decir, acá no hubo grandes riquezas mineras, como sí las hubo en Zacatecas o en Potosí.
La Nueva Granada era, más bien, un terreno de paso. Si bien tuvo yacimientos de oro de aluvión —en algunas zonas del Pacífico y Antioquia, principalmente—, no era visto como un lugar muy valioso para los intereses y los fines de la corona. Es decir, este no era un destino muy apetecido y menos para un personaje de la talla de fray Cristóbal de Torres. Ahí surge una primera inquietud: ¿por qué lo nombraron acá? Eso no se ha terminado de aclarar.
Pero siguiendo con el contexto de la llegada del arzobispo a Santafé, en 1635, uno puede situar dos fenómenos paradójicos que están sucediendo en España: el Siglo de Oro, cuando la lengua y las artes hispánicas brillan extraordinariamente, y, al mismo tiempo, la decadencia política del imperio.
La España de Carlos V y Felipe II era el imperio más poderoso conocido en la época y tenía posesiones en todo el mundo, pero, producto de múltiples factores, comenzó a perder grandes extensiones de territorio. Hay una simpática anécdota de Francisco de Quevedo, quien, al oír que la gente se refería a Felipe IV como el Grande, exclamó: “Sí, evidentemente: grande como los agujeros, que son más grandes cuanta más tierra les quitan”.
Ahora bien, a fray Cristóbal le correspondió vivir una época paradójica: al tiempo que había un extraordinario despliegue de riqueza intelectual, se presentaba una decadencia política muy profunda, que produce un curioso análisis por parte de la clase intelectual. Usualmente, los imperios nunca han tomado consciencia de su propia decadencia; eso es una constante histórica: nadie se da cuenta cuando se está empezando a derrumbar; sin embargo, los españoles sí lo hicieron. Es más, toda la intelectualidad española entendió que algo estaba pasando cuando se empezaron a dar cuenta de que un imperio tan inmenso ya mostraba graves síntomas de debilidad.
Por eso, se empezaron a analizar todas las posibles causas del decaimiento imperial: las pestes; los problemas gravísimos de la deuda contraída por España con los banqueros alemanes; el propio descubrimiento de América, que había creado una crisis grave, al tiempo que un desplazamiento de la población campesina al interior de la península, y, obviamente, la expulsión de judíos y moros.
Pero, aparte de eso, se