—Déjala. Así sabrá lo que es bueno.
—Pero… Pedro, ¿no ves que la niña no va a ser feliz con esa familia ni con Ramón?
—Ella sabe lo que se hace y no se hable más del tema.
Preparé la boda con toda la ilusión. Nuestras películas preferidas eran Anónimo veneciano, Love story y Romeo y Julieta, así que la música de la ceremonia, por supuesto, serían las bandas sonoras de esas películas —la marcha nupcial de Mendelssohn no era para mí—. Una compañera de trabajo que estudiaba música las tocó en el órgano de la ermita. Al disponer de poco dinero, ninguno de nuestros padres estaba dispuesto a gastarlo y menos con el poco tiempo que les habíamos dado para preparar la boda. Yo misma hice las invitaciones; algo sencillas, pero quedaban bien. También tuvimos nuestras discusiones al elaborar la lista de boda, pues pocas veces estábamos de acuerdo en las cosas que escoger.
El estilo del vestido de novia era modernista para los años 70, más bien hippy después del festival de Woodstock de 1968. Tenía que encontrar unos zapatos planos de novia —no quedaba bien que fuera más alta que el novio—. Tras días de búsqueda, decidimos con mi madre comprarme unas merceditas blancas de comunión con tira y botón al lado. Suerte que el vestido era largo y no se podían ver.
Llegó el día triunfal. Mis nervios estaban a flor de piel; deseaba que todo saliera perfecto. Mientras me colocaba el vestido, mi madre volvió a insistir: «Hija, ¿estás segura? Mira que todo ha sido muy rápido y no sé yo…». Pero no quería que nadie me amargara mi gran día. Dicen que cuando surge un contratiempo muchas veces es como te va a ir tu vida de casada. Llegué a la iglesia puntual como siempre. A las doce del mediodía yo estaba allí, pero… no podía salir del coche porque no había llegado el párroco y estaba todo cerrado. El novio, junto a los invitados, estaba esperando en la puerta.
Recuerdo nuestra primera discusión. Fue después de la ceremonia, en el coche de novios. Supongo que sería por una tontería, pero ahora considero que no fue ni el momento ni el lugar. Eran muchas las cosas que hacían pensar que aquello no funcionaría.
Ahora, pasado el tiempo, me puedo dar cuenta de la venda que tenía en los ojos por lo enamorada que llegué a estar de él. Era evidente que no veía lo que todos percibían: nunca podría imaginarme que aquello sería una esclavitud y mi cárcel.
Dada la precipitación de la boda, no teníamos vivienda donde ir hasta que nos hicieran entrega del piso, el cual se estaba reformando. Se decidió que viviríamos con sus padres. ¡Cuánto llegué a arrepentirme de la decisión tomada!
Iniciamos la luna de miel, realizando un recorrido por parte del país. Recuerdo una fuerte discusión por celos: él se fue de la habitación, dejándome sola y llorando. Siempre recordaré ese momento. En mi mente tenía a Víctor Manuel cantando Ay, amor: «Si fuera posible amarrarte, tenerte siempre cerca, poderte controlar, saber cada paso que das, saber si sales o entras». Era un presagio aquella canción; luego lo supe.
Poco a poco me fui dando cuenta de que no era bien recibida en su familia, dados mis orígenes, pues a ellos les hubiera gustado que su hijo se casara con una catalana de clase bien, pero… no fue así y su nuera era una andaluza, lo que me hicieron pagar durante mucho tiempo. Consideraban a los andaluces como ciudadanos de segunda clase. Al tener que vivir en casa de mis suegros, la convivencia fue difícil. Lo lógico era que les preguntaras cómo debías llamarlos (al menos eso me aconsejó mi madre, quizá por educación) y así lo hice:
—Quería saber cómo he de llamarla: madre, suegra o doña Hortensia. —En mi familia era normal llamar «madre» a la suegra.
—Doña Hortensia. Debe haber un respeto. Además, yo solo he parido dos hijos y, por tanto, «donde no hay sangre no hay morcillas». ¿Lo tienes claro?
—Sí, doña Hortensia. —Me quedé blanca. Por supuesto, ningún intento de acercamiento por parte de ella.
Pasó un año y una mañana, al despertar, Ramón me dijo:
—Feliz aniversario. Espero que te guste —dijo, entregándome un paquetito con una gema en forma de lágrima color ámbar en una cadena.
—¡Qué ilusión! Feliz aniversario. Yo no te he comprado nada.
—No importa. Viendo tu cara ya tengo suficiente. A la noche lo celebraremos.
Yo, feliz por ser el primer aniversario de nuestro matrimonio y la mar de contenta, le dije a doña Hortensia:
—Mire qué colgante más bonito me ha regalado su hijo. —La verdad es que era precioso.
—No sé qué vais a celebrar. Como no sea el mayor error que ha cometido mi hijo… Porque tú a mí no me engañas: te has casado con él por el dinero, ya que no tenías donde caerte muerta. Si lo sabré yo —me respondió con una rabia contenida en sus palabras que daba hasta miedo.
Nuestra relación de pareja tuvo sus altibajos, más bajos que altos. El carácter posesivo y sus celos se fueron acentuando, pero mi creencia de poder cambiarlo con el tiempo fue creciendo. Desde luego, en aquellos tiempos, en los que todos los problemas se solucionaban en la cama, era bastante normal. Alguien me dijo, no recuerdo quién, que una mujer «debía ser para su marido una señora de día y una puta en la cama». Y si le explicaba mis problemas a mi madre siempre me decía:
—Hija, mientras tengas contento a tu marido en la cama siempre podrás hacer de él lo que quieras y, sobre todo, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
—Pero, mamá, es que es un sinvivir.
—Ya, pero recuerda que los trapos sucios se lavan en casa: que nunca diga su familia que vas aireando temas familiares por ahí.
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