¿Jugamos a princesas?. Isabel del Peral Martos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Isabel del Peral Martos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788418230400
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me estaba diciendo. ¡Después de tres largos años! No lo entendía, pero pensaba que había hecho lo correcto. Mi conciencia estaba tranquila.

      Lógicamente, caí en una depresión. Destrozada de nuevo, volvía a desengañarme un hombre. Era mi destino seguir buscando a mi príncipe azul, porque así estaba escrito: toda princesa necesita su príncipe, a quien mimar, cocinar y cuidar; si no, se te pasaba el arroz y te quedabas para vestir santos.

      EL PRÍNCIPE QUE SE CONVIRTIÓ EN RANA

      Corrían los años 70. Ya con dieciocho años a mis espaldas y dos desengaños, me centré en mi profesión. Vi un anunció solicitando una administrativa para contabilidad; al llevar cuatro años en mi actual trabajo, pensé que quizá podía tener posibilidades. Me llamaron para pasar la entrevista y, dado el ambiente machista que regía en mi familia, no pude ir sola y mi padre se presentó conmigo. En la entrevista no dieron importancia a ese hecho. Nos atendió el jefe de personal.

      —Lo siento, pero el puesto para el departamento de contabilidad ya está cubierto. Pero tenemos una vacante como secretaria de dirección.

      —¿En qué consiste el puesto?

      —Básicamente, en contestar el teléfono, pasando las llamadas al director, tomar nota, redactar las cartas y pasar los datos contables a máquina.

      —Bien, ¿cuándo nos comunicarán si me aceptan? Tengo que dar un mes de preaviso en la gestoría donde trabajo.

      —En una semana tendrás una respuesta.

      En aquel momento pensé que era muy extraño que no me hicieran ninguna prueba, pero debían de considerar que reunía todas las condiciones para el puesto… Nos despedimos. A mi padre le parecieron bien tanto el sueldo como la seriedad y la importancia de la empresa. El sueldo era importante y por aquel entonces mi padre no podía trabajar y mi sueldo era necesario para mantener a la familia.

      Tal como dijeron, a la semana recibí una carta donde me comunicaban que me incorporaba a primeros de mes, así que me despedí de mi anterior trabajo con pena: allí había empezado con catorce añitos y, sin saber apenas nada, había conseguido llevar todo el tema laboral de varias empresas. El trato tanto con los trabajadores como con las empresas había sido siempre bastante cordial y eso me hizo coger experiencia con el trato al personal.

      Por aquel entonces ser secretaria de dirección estaba muy bien visto, daba categoría. Cuando mis padres contaron a los vecinos la noticia, les felicitaron. En la planta baja de la empresa estaban la producción, con las diferentes máquinas, el almacén y el taller de mantenimiento; en la planta superior estaban las oficinas: por un lado, el personal administrativo, con diferentes despachos en función de la jerarquía —entiéndanse directores de departamentos con sus respectivas secretarias—, donde los despachos eran más bien reducidos; los grandes de los directores generales de la compañía estaban en la otra ala de las oficinas. Junto a ellos había una sala grande donde se encontraba la secretaria particular de cada uno. En uno de ellos me encontraba yo. ¡Impresionante! No podía creerlo.

      El primer día todo fueron novedades. Me parecía estar viviendo una película, ya que al llegar cada mañana las chicas de las oficinas iban directas al baño, donde se maquillaban, acicalándose para estar atractivas. Las edades de las mismas no pasaban de los veinte años.

      Como en cualquier secretaría de la época, mi trabajo consistía en llevar café, tomar nota de las llamadas, atender a las visitas y pasar de vez en cuando alguna carta a máquina, por lo que disponía de bastante tiempo libre. Durante ese tiempo veía como mis compañeras de gerencia se dedicaban a hacerse la manicura y a tomar café en la cafetería, así que decidí asumir el mismo rol, visitándola con frecuencia.

      Entre mis compañeras estaba la que era secretaria del director general. Por supuesto, tenía entre sus estudios secretariado de dirección e inglés con taquigrafía incluida, pero la otra compañera no tenía estudios y estaba en el puesto por amistad especial con el director comercial. Se rumoreaba que, a pesar de estar casado, mantenían una relación íntima, de ahí que fuera su secretaria. En ocasiones se encerraban en el despacho y no comprendía el porqué. Más tarde lo entendí.

      En mi caso, era secretaria del director administrativo, para mí un puesto algo extraño, pues tenía dos jefes, padre e hijo. El padre, ya mayor, chocheaba y pocas órdenes daba; sin embargo, su hijo Roberto era el que ejercía el cargo de su padre —por tanto, mi jefe real—, un hombre algo gordito y peculiar, diferente al resto de directivos. Diría que era un réplica de su padre, pero en joven; eso sí, muy trabajador, pues hacía su trabajo y el mío, ya que, en lugar de dictarme las cartas, me las daba pasadas a borrador, pero bueno… Era su forma de trabajar. Con su característica forma de salir del despacho, siempre patinando, más de una vez le hicimos alguna trastada como poner polvos de talco en el suelo para ver si se caía. Pero qué va, nunca conseguimos nuestro objetivo: tenía un equilibrio perfecto, supongo que debido al peso y a las redondeces que tenía.

      En aquella oficina éramos un total de treinta personas y se cocían muchas cosas. Entre ellas estaba Mamen. Rondaba la treintena, nunca supe los años que tenía. Estaba en el departamento comercial como relaciones públicas… y tan públicas. Su forma de vestir y maquillarse destacaba de lejos y por su perfume se sabía dónde estaba. Recuerdo su famoso vestido de leopardo, marcando todas sus curvas. Aquello sí que era 90-60-90. Además, la medida de largura dejaba ver sus piernas hasta donde se podía, imaginando lo que había por encima. Su pelo, siempre perfecto, color caoba, y aquellos ojos saltones pero con su raya bien perfilada, que casi le llegaba cerca de la ceja, así como la boca de color rojo rubí. Desde luego, traía de cabeza a todos los hombres de la empresa y su puesto, cómo no, era recibir a las visitas y enseñarles las instalaciones de la empresa.

      Para prepararme mejor, ya que nunca había realizado tareas como secretaria, comenté a mis padres la posibilidad de realizar un curso de secretariado, pero, dado que no podía asistir a ninguna academia, decidí hacerlo por correspondencia. Durante el curso aprendí taquigrafía y redacción de cartas comerciales, entre otras funciones; estuve un año dejándome la vista y el tiempo entre los ejercicios, que debía enviar cada semana durante un año.

      La empresa estaba fuera de la ciudad, en un polígono donde no había ningún sitio para comer, por lo que disponía de una cafetería con comedor y cocina, en la cual cada día la cocinera realizaba un menú diferente. Daba tiempo suficiente para comer, evitando que se llegara tarde al trabajo. El personal de oficina hacía turno partido; en la fábrica los turnos eran los normales: mañana, tarde y noche. Los que se quedaban a hacer horas extras podían comer tranquilamente.

      El coste de la comida era bastante asequible; no era mucho que el tique tuviera un precio de tres pesetas. El resto era a cargo de la empresa y no estaba nada mal para poder comer comida recién hecha diferente cada día. Siempre me acordaré de lo complicado que fue para mí utilizar el cuchillo y el tenedor, pues en mi casa no era costumbre hacerlos servir, así que el día que ponían pollo pedía siempre pata porque para mí era muy difícil cortar la parte del ala. Por supuesto, viendo cómo lo hacía el resto, poco a poco aprendí.

      Como en mi trabajo me aburría bastante, decidí por mi cuenta contactar con otro departamento para conseguir alguna tarea más que realizar. Me ofrecieron vender los tiques del comedor. Cada viernes la cocinera confeccionaba el menú para la semana siguiente y se colgaba el menú en la puerta del comedor. Por la tarde me paseaba por los departamentos de oficinas y fábrica con mi caja de tiques y dinero en mano; de esta forma fui conociendo a todo el personal de la empresa y acabé siendo Laura, la chica de los tiques.

      Cada mañana, cuando bajábamos a la cafetería, solía estar Ramón. Al principio no le di importancia a aquellas coincidencias. Un día, hablando con Lola:

      —Otra vez está el chico del almacén en la cafetería. Es mucha casualidad coincidir siempre —dije extrañada.

      —¡Parece mentira lo inocente que llegas a ser, Laura! Todavía no te has dado cuenta de que lo hace expresamente. Según me ha comentado, le gustas mucho.

      —¡Anda ya! No digas tonterías. Pero si no nos parecemos