Aquella mañana, al ir a buscar mi primer café —como era habitual— me lo encontré. De pronto vi cómo se acercaba a mí; me sorprendió que por fin venciera su timidez.
—Hola, Laura. ¿Cómo estás?
—He tenido días mejores. —Realmente, no sabía qué responder.
—Si te molesto, me lo dices y hablamos en otro momento —dijo, intentando introducir algo de conversación.
—No, no molestas.
—¿Te ha pasado algo? ¿Puedo ayudarte?
—No lo sé. Las cosas a veces resultan algo difíciles de comprender.
—Se rumorea que has roto con tu novio. ¿Es cierto? —A Ramón se le notaba el temblor en las manos y la mirada baja, pues no sabía cómo hacer la pregunta.
—Cómo corren las noticias por aquí. ¿Cómo te has enterado? —Me imaginaba que se había enterado por Félix, su compañero.
—Lola se lo dijo a Félix el otro día. Cuando hablábamos de ti me lo contó.
—En esta empresa, por lo visto, no se pueden tener secretos.
—Si quieres quedamos esta tarde y hablamos. —Ramón vio el momento adecuado, considerando que mi vulnerabilidad estaba activa.
—Vale, pero a las nueve he de estar en casa.
—¿Quedamos en la puerta del trabajo?
—De acuerdo.
Al verlo empecé a notar un pequeño rubor que subía a mis mejillas: no llevaba el mono de trabajo, iba con pantalones y camisa ajustados. Me di cuenta de que no me era del todo indiferente y quizá de esta forma podría olvidar por fin a Santiago.
De vez en cuando me acompañaba un trecho hasta mi casa, sin llegar a ella; así, poco a poco, fui enamorándome, quizá por aquella mirada enigmática llena de deseo. Ya habían pasado tres meses y consideré oportuno presentarlo a mis padres como mi novio. Así se lo dije y le pareció bien. Aquella misma noche hablé con mi madre:
—Mamá, estoy saliendo desde hace un tiempo con un chico y quiere conoceros.
—¿Cómo es?
—No es muy alto, tiene el pelo largo: mira, tengo una foto aquí.
—Uf, con esos pelajos tu padre ni querrá verlo. Pero ¿tú lo quieres?
—Claro. Es muy atento y cariñoso conmigo.
—A ver, siendo así… Pero se ha de cortar el pelo. Ya sabes que a tu padre no le gustan los greñudos esos.
—Le diré que se corte el pelo.
—Vale, ya me cuido yo de decírselo a tu padre y a ver qué le parece.
A la semana siguiente mi madre me dijo que el domingo a las cuatro, antes de salir, subiera a hablar con él. Cuando se lo dije lo noté nervioso, pero era normal. Al llegar el domingo, según lo acordado, él subió. Al abrir la puerta lo hice pasar al comedor y le dije que se sentara en la mesa, frente a mi padre. Mi madre y yo nos fuimos a la cocina. Yo estaba nerviosa como un flan. Desde luego, se había cortado el pelo. Venía superelegante. De la entrevista lo único que recuerdo que le dijo mi padre fue: «La cuchara que escojas para comer que sea la única que utilices». Más tarde entendí ese dicho: que si estaba conmigo no estuviera con otras. Al salir me comentó que antes de salir de su casa se había tomado una copa de coñac, cogiendo valor para presentarse ante mi padre.
En la radio seguíamos con todo tipo de música, aunque la lucha entre Raphael y Salvatore Adamo fue desapareciendo. La canción que se oía a todas horas era Te quiero, te quiero, de Nino Bravo. También la noticia de la separación de los Beatles hizo que la canción Let it be no dejara de sonar una y otra vez.
Solíamos ir al cine y entre las películas que pudimos ver estaban Love story y Mi querida señorita. Era curioso, porque en el cine solíamos ponernos en la última fila y, entre beso y beso, los tocamientos empezaron. Primero fueron las manos por encima de los pechos; más tarde, ya dentro del sujetador, siempre controlando que el acomodador no nos pillara, alumbrara con la linterna y nos echara del cine. Al principio me resultó difícil por aquello de que era mi intimidad y me daba apuro; luego ya se fue normalizando la situación. Recuerdo la película Los girasoles, de Vittorio De Sica, interpretada magistralmente por Sophia Loren y Marcello Mastroianni. Siempre supe cómo empezaba, pero nunca cómo acababa; más tarde la pude ver entera. Es fácil adivinar el porqué.
Las chicas solíamos llevar minifalda con blusas transparentes y los chicos, pantalones de campana. Sería por aquello de las películas de la época: Saturday night fever y las películas del destape españolas, pues la censura de Franco empezaba a dejar manga ancha en la década de los 70.
Había dos estilos de discotecas: aquellas a las que se iba a buscar novio o novia y las de parejas. A las primeras solían ir los grupos de amigos y amigas, ponían música disco o lenta, cambiando cada media hora. Había sillas y mesas para tomar algo; algunas tenían un sofá alrededor de la pista. Aparte estaban los guateques que montaban en las casas. Allí solían estar el que ponía los discos, que el pobre nunca se comía una rosca, y el más alto, que era el que aflojaba la bombilla para dar más intimidad en las lentas.
Ellos en las lentas intentaban pegarse y nosotras, si no te gustaba el chico, poníamos los codos por delante —las más recatadas lo hacían siempre—, así que casi podía pasar un tren entre los dos. En las de parejas solo había música lenta y con reservados. Además, tenías que ir a tientas de oscuro que estaba aquello. La música italiana era la más frecuente: Sandro Giacobbe, Toto Cotugno, Umberto Tozzi, Claudio Baglionni, así como Bee Gees.
Cierto día me dijo de ir a una discoteca de parejas y, como llevábamos ya varios meses saliendo, no lo vi mal. De pronto sonó la canción de Matt Monro No puedo quitar mis ojos de ti y, pegadito a mi oído, escuché:
—Te quiero.
Para mí fue como un sonido de violines. Por fin parecía haber encontrado ese príncipe tan deseado que me cuidaría y mimaría siempre. Con él fui conociendo mis primeros besos y caricias, las cuales, durante un tiempo, fueron suficientes para volcar mi cariño hacia esa persona que para mí era tan importante en mi vida.
Ahora tocaba la presentación en su casa, ante su familia. Fue en una comida familiar en las fiestas del pueblo. Al principio parecía todo normal, pero algo raro intuí, ya que su acento catalán no desaparecía al hablarme, aunque yo intenté sobrellevarlo contestando en castellano. Aquel mismo día conocí a su pandilla de amigos. Al revés que con su familia, la aceptación fue total. Yo creía que el problema mayor lo tenía en mi casa, pero él no acababa de encajar, no acababa de ser del agrado de mis padres. Sobre todo de mi madre, la cual veía algo raro en él.
Pasaron aproximadamente seis meses. Yo creía estar en una nube, pero para Ramón no era suficiente con las caricias: necesitaba sentirme suya en toda la amplitud de la palabra; sin embargo, yo pensaba que no estaba preparada para mi primera vez y así se lo confesé. Además, con el convencimiento de lo inculcado: toda mujer debía llegar virgen hasta el matrimonio.
Pasó el tiempo y, dada su insistencia, accedí a tener nuestra primera experiencia sexual. Siempre recordaré ese momento con cierto temor a lo desconocido. El entorno tampoco era muy adecuado, de noche y en plena calle. A ello se unieron aquella sensación de dolor, como si algo se desgarrara por dentro, y la inexperiencia de ambos, por lo que no fue muy satisfactorio, al menos para mí. A partir de entonces, como es normal, seguimos manteniendo relaciones íntimas siempre que las circunstancias lo permitían, siguiendo el método Ogino, que por aquel entonces era el más extendido. Para ello debías llevar anotado en el calendario el día que te venía la menstruación o regla, contabas doce días y empezabas a ovular durante tres días. A partir de entones volvías a contar doce días y volvía a venirte la menstruación,