Lamentablemente, Ernestito –a pesar del paso del tiempo siempre lo siguieron llamando así– no llegó a vivir mucho. En la familia los recuerdos de esa tragedia se volvieron borrosos. Según el acta de defunción firmada por Helguera, el pequeño murió el 22 de noviembre de 1910. El motivo consignado fue “eclampsia”, una extraña dolencia que afecta a las mujeres embarazadas produciendo cuadros de hipertensión, convulsiones y hasta estados de coma, y que puede producirle al bebé limitaciones del desarrollo y otros efectos adversos derivados de los medicamentos administrados a la madre. Pocos días después del entierro, Juana supo que estaba otra vez embarazada. Los Sabato decidieron llamar al nuevo hijo con el mismo nombre del que acababa de morir. La reiteración en el nombre de los hijos, especialmente en el caso de los muertos, era una costumbre muy extendida, tanto que los gobiernos tuvieron que legislar para combatir las confusiones e inconvenientes que eso generaba. En la familia Sabato, así como hubo dos Ernestos, hubo también dos Umbertos y dos Lorenzos.
Según la historia familiar, Ernesto Roque Sabato nació en la casa de la calle Muñoz entre el ocaso del viernes 23 –increíblemente, era la misma fecha en que había sido inscripto el nacimiento del malogrado Ernestito– y la madrugada del sábado 24 de junio de 1911 en un alumbramiento rodeado de misteriosos entresijos. En su novela Abaddón el Exterminador deambuló sobre los contornos difusos e intrigantes de sus orígenes:
“Mi madre estaba enferma cuando nací, y recién me inscribieron un 3 de julio, como si no se decidieran. Nunca supe después si mi nacimiento se había producido el 23 o el 24 de junio. Pero cuando un día en que yo la acosaba, me confesó que era el atardecer y que estaban encendidas las fogatas de San Juan.
—Pero entonces no hay duda: fue el 24, el día de San Juan —le decía.
Mamá meneaba la cabeza:
—En algunas partes también se encienden fogatas en la víspera.
Siempre me fastidió aquella incerteza, incerteza que me había impedido tener un horóscopo preciso. Y más de una vez volví a interrogarla, porque tenía la sospecha de que me ocultaba algo. ¿Cómo era posible que una madre no recuerde el día del nacimiento de su hijo? La escrutaba en los ojos, pero ella se limitaba a contestar de modo dubitativo. Pasaron algunos años después de su muerte cuando leyendo uno de esos libros de ocultismo supe que el 24 de junio era un día infausto, porque es uno de los días del año en que se reúnen las brujas. Consciente o inconscientemente mi madre trataba de negar esa fecha, aunque no podía negar lo del crepúsculo: hora temible. No fue el único hecho infausto vinculado a mi nacimiento. Acababa de morir mi hermano inmediatamente mayor, de dos años de edad. ¡Me pusieron el mismo nombre! Durante toda la vida me obsesionó la muerte de ese chico que se llamaba como yo y que para colmo se recordaba con sagrado respeto, porque según mi madre y doña Eulogia Carranza, amiga de mi madre y allegada a don Pancho Sierra, ‘ese chico no podía vivir’. ¿Por qué? Siempre se me respondió con vaguedades, se me hablaba de su mirada, de su portentosa inteligencia. Al parecer, venía marcado con un signo aciago. Estaba bien, pero por qué entonces habían cometido la estupidez de ponerme el mismo nombre. Como si no hubiese bastado con el apellido, derivado de Saturno, Ángel de la soledad en la cábala, Espíritu del Mal para ciertos ocultistas, el Sabath de los hechiceros.”5
Por si faltaran rarezas, en el acta que lleva el número 332, el Jefe del Registro Civil de Rojas, Julio Olivencia Fernández, indica que Ernesto nació el lunes 3 de julio de 1911 a las siete de la mañana en su domicilio del que solo se consigna como ubicado en el “Cuartel Primero”. Según el certificado, su papá Francisco fue a anotarlo acompañado por sus vecinos Bautista Santoro y Juan Lanzillotta, que estamparon sus firmas al pie del documento como testigos de la inscripción. La fecha, convalidada en el registro oficial, fue la que figuró siempre en su documento de identidad y es la misma que suscribió el sacerdote párroco Silván cuando, el 6 de abril de 1912, bautizó al niño ante sus padrinos, Rosa María Acerbo y su esposo Pedro José Ramello, famoso en Rojas por ser el propietario del primer automóvil que circuló en el pueblo. Tampoco está claro el motivo de haber impuesto como segundo nombre Roque al recién nacido, aunque en algunas semblanzas se sostiene que se debió a la admiración de Francisco por la figura del entonces presidente: Roque Sáenz Peña, aquel que durante su gestión instauró el voto universal, secreto y obligatorio. En tanto, en la familia hay quienes porfían que el nuevo Ernesto también fue ahijado presidencial, aunque no se conozca hasta el momento constancia que lo certifique.
Lo cierto es que, pese a las opacidades y el dramático contexto en que se produjo su llegada al mundo, Sabato siempre reivindicó el 24 de junio como la fecha de su cumpleaños. Azares del destino: el mismo día del mismo año, pero en la localidad de Balcarce, en el otro extremo de la provincia de Buenos Aires, nacía Juan Manuel Fangio, que sería multicampeón internacional de automovilismo. El tiempo traería en la misma fecha a otros ídolos del deporte e íconos de la argentinidad: los futbolistas Juan Román Riquelme (1978) y Lionel Messi (1987).
Los Sabato forjaron en Rojas una familia de trabajo con fuerte sentido del sacrificio y la responsabilidad y alejada por completo de la política y la religión.
Ernesto creció con la sombra omnipresente de su hermano difunto, evitando siempre hablar del tema. Entre sus allegados suele atribuirse a aquel trance del destino el rasgo agrio y melancólico de su personalidad. En sus contados regresos a Rojas nunca dejó de visitar la sepultura de Ernestito. “Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa”, escribió en Antes del fin,6 libro al que calificó como “una especie de testamento” dirigido a los jóvenes.
Su madre también sufrió toda la vida por aquella pérdida. Era una mujer de carácter firme que había perdido a sus padres siendo niña, por lo que tuvo que asumir la crianza de sus hermanos menores. El temor de que pudiera ocurrirle algo hizo que ejerciera sobre Ernesto una protección excesiva. “Mi madre se había aferrado a mí y yo a ella de una manera patológica”, confesaría el escritor años más tarde.7
A causa de ese vínculo opresivo, Ernesto pasaba mucho tiempo encerrado en el dormitorio, algo que se prolongó con la llegada del último de sus hermanos, Arturo, nacido el 10 de septiembre de 1913. A Juana le pareció una buena idea que ambos compartieran la habitación. Pero la presencia de su pequeño hermano y los cuidados que su madre le dispensaba se le volvieron intolerables. Lo celó hasta el punto de haber intentado, en un rapto de furia inconsciente, ahogarlo con sus propias manos cuando apenas tenía dos o tres años, según contó en varias ocasiones.
El remedio propuesto por el doctor Helguera fue aislarlo durante un tiempo, lo cual profundizó su introspección y las alucinaciones nocturnas.
Ernesto siempre contó que padecía pesadillas y sonambulismo. Se despertaba súbitamente angustiado en el cuarto a oscuras, que presentía repleto de sombras amenazantes. “Los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien –no lo puedo precisar–