Una nueva forma de ser Iglesia. José María Arnaiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Arnaiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788428835251
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      NECESITAMOS UNA NUEVA FORMA

      DE SER IGLESIA PORQUE ESTÁ EN CRISIS

      Desde el comienzo de nuestra reflexión queremos dejar claro que una nueva forma de ser Iglesia es una auténtica reforma, y para ser tal se debe intervenir al mismo tiempo en tres niveles: en los contenidos de su conciencia colectiva, en la forma de las relaciones internas y en las estructuras, los procedimientos, las actividades y las funciones en que se expresa. No se trata de una mera readaptación, sino de orientar un proceso total de reforma de la Iglesia.

      Todo proceso de regeneración tiene que ser pensado en la lógica de la integración de los sujetos y también de la interconexión de las estructuras y de la acción social. Solo así se va a garantizar esa interconexión, custodiando la pluralidad y manteniendo la identidad en el devenir. Para C. Schikendantz, «la Iglesia de hoy está llamada, casi exigida, a realizar una de las operaciones más traumáticas para su forma de organización actual: revisar la idea de autoridad con la que procede a todos los niveles»1.

      Del mismo autor es el pensamiento de que el liderazgo de la Iglesia católica se opone a los estándares modernos de gobernanza, ya que está atrapado, mental y sistemáticamente, en una visión «jerarcológica» que en buena parte estaría superada. La solución no viene de la introducción de la democracia en la Iglesia, sino de una transformación de ella a partir de las propias raíces, fundamentada en una autocomprensión teológica de la Iglesia.

      Esos tres niveles en los que necesitamos volcar todo el esfuerzo de reforma eclesial corresponden, en primer lugar, a la proyección de la misión o, mejor aún, a la reproyección de la misión, ya que la Iglesia existe para evangelizar (Pablo VI); y esa misión tiene que enganchar con las urgencias del presente. Ello supone, sobre todo, encarnar el Evangelio en el corazón de nuestras culturas y responder a las grandes aspiraciones de la humanidad. En eso se convierte el compromiso por el Reino. En segundo lugar, está la refundación de la identidad de la misma Iglesia. Ello le va a suponer a la Iglesia dar con una experiencia originaria; para conseguirla, el pasado –o su pasado– será como una nueva fuente de vida. En tercer lugar, apuntaremos a la renovación institucional. Del «hacer» y del «ser» pasaremos a responder a la necesidad de «renovar la institución». Esta necesidad es muy provocativa en este momento. La Iglesia se tiene que reencarnar en estructuras que sean sacramento que genere gracia abundante. Esta institución en sí misma debe ser creíble; debe presentarse como mensaje que evoque el Evangelio y responda a las grandes aspiraciones de la humanidad. Así la Iglesia acertará a traslucir lo divino en lo humano.

      Este pensamiento y acción de refundación, para llegar a una nueva forma de ser Iglesia en estas tres dimensiones, a su vez se tiene que orientar en tres vectores que estarán muy presentes en este apartado, ya que en torno a ellos se debe producir el verdadero cambio en las típicas relaciones eclesiales: modificar los modelos educativos y formativos, repensar los poderes y la autoridad y reconocer y resituar sobre todo los dos miembros integrantes más olvidados: las mujeres y los laicos. Los tres elementos están correlacionados con las recientes metamorfosis socio-culturales. Los tres conciernen a las mediaciones que estructuran todo el cuerpo social de la Iglesia, que deben ser repensadas y reconfiguradas en las reformas.

      Estamos hablando de una reforma que sigue a una crisis. La Iglesia está en crisis. Han salido a la luz muchas de nuestras miserias, nuestros errores, cegueras y sorderas que dañan seriamente nuestra convivencia y afectan a la confianza de la sociedad en la comunidad cristiana. Han sido muchos los que se han desconcertado ante la gravedad de los hechos, nuestros límites, nuestro pecado. Las crisis son parte de la vida, son tiempos oscuros. Son períodos en los que nos perdemos y que hacen sufrir. Son momentos clave en los que se requiere sabiduría, coraje y humildad, dones que Jesús nos puede dar si los pedimos desde lo más hondo de nuestras entrañas. Vamos a tratar de llegar a una nueva claridad que nos sirva para caminar en el día y también en la noche. En las crisis, cuando son bien vividas, crece y brota nueva vida, se vuelve a crecer.

      En estas páginas querríamos llegar a poder describir la que denominamos la clave de bóveda de la Iglesia reformada, de ese otro modo de ser Iglesia. Ella vive una tensión fuerte entre lo que en realidad es capaz de hacer y su posibilidad de ser en plenitud. Tensión que le exige afrontar el fracaso y el límite y, en este momento, prestar mucha atención a la débil credibilidad y confianza de que goza; a una cierta deformación clerical, a los prejuicios masculinos y a la realidad de la mundanidad espiritual. Pero tensión que le puede llevar también a una profundización en la calidad de los diversos encuentros humanos y al reconocimiento de la presencia y acción de Dios en ellos. La Iglesia tiene delante de sí el desafío de llevar a cabo transformaciones estructurales que reconfiguren roles, funciones, poderes y ejercicios para una mejor comunicación y animación intraeclesial.

      Las iniciativas proféticas concretas de las Iglesias locales pueden traer mucha vida a la Iglesia universal, tanto en relación con su actividad interna como con su misión evangelizadora. Todo esto nos llevará a concluir que la clave de bóveda de la Iglesia de nuestros días es la escucha que se despliega y traduce en acción. Esta escucha, que se hace diálogo, tiene que formar parte de las palabras y de las acciones de la reflexión teológica de la misma Iglesia y de toda la acción salvadora que atañe a la existencia concreta y diaria de las personas, las comunidades y la sociedad. Hasta ella llega y las transforma. Así, la salvación acontece y se hace palabra, acción y eco en los más pobres, y esa propuesta hecha realidad trae vida nueva y se transforma en una maravillosa metanoia.

      No hay duda de que, cuando se mira a la Iglesia de nuestros días, se concluye que a uno le duele la realidad misma de la institución; frente a ella no se trata de actuar de francotirador, ya que incluso más de uno ha llegado a pensar que habría que ponerle una bomba por dentro y hacer que todo desapareciera de una vez. Tampoco conviene ignorar estos datos siguiendo la política del avestruz. Nos merecemos y queremos una institución mejor. Pero, procediendo con mucha seriedad y con los datos de la experiencia, llegamos a concluir que son varios los aspectos que hay que desmontar desde lo más profundo. Nos toca asumir con verdad la envergadura del cambio que todo esto va a suponer en nuestros modos de organización, de relación, de animación, de nombramiento y ejercicio del mandato de obispos, de administración económica, de nuestra actitud de escucha en la organización del culto y de la formación de las personas.

      Al partir de este diagnóstico no damos carácter de síntoma a la pésima imagen que a veces suelen presentar de la Iglesia los medios de comunicación, que por lo general solo hablan de ella para comentar algún escándalo, preferentemente de índole sexual o económico, o de reales o supuestas peleas internas. Ello es así porque tantas veces para el periodismo solo cuenta lo estrambótico y la mala noticia. De hecho, vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y de televisión o las páginas de Internet descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odio, peleas, hambres, violencias y escándalos grandes y pequeños. Los vendedores de sensacionalismo no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta. Con todo, la intención de este proceder no siempre está clara y, de hecho, los medios de comunicación social con alguna frecuencia no pueden enseñar mucho, ya que ellos carecen también de credibilidad y de auténticas propuestas alternativas para este momento. Con todo, en el mundo de las comunicaciones los hay que proceden muy correctamente y a sabiendas de que su misión es la de ejercer y defender un derecho que es el derecho a una información basada en la verdad y encaminada a hacer justicia.

      A su vez, el modo de reaccionar de la Iglesia suele ser muy defensivo, lo que la lleva a considerarse indebidamente atacada o perseguida sin parar, a preguntarse si habrá hecho algo mal o dado pie a algunas de esas duras críticas. Con alguna frecuencia se vive en la misma Iglesia una cierta incapacidad para recibir serenamente las críticas, y eso hay que considerarlo como la mayor señal de crisis. Más aún, cuando la crisis se reconoce y se asume, es solo para echar toda la culpa de ella a la maldad del mundo exterior y añorar en silencio una antigua situación de poder eclesial y de cristiandad. Es muy importante no desautorizar la realidad o enrocarse en torno a unas minorías ajenas a la historia y que se limitan a culpar a los demás, sin preguntarse si han hecho algo mal