Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Irina Podgorny
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789876286039
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luego hacerse cargo de los negocios familiares. Iniciado en la política provincial en 1863, compartió su tiempo con los estudios anticuarios, antropológicos y arqueológicos, interesándose por las antigüedades indias, el origen del hombre, la discusión darwiniana y la exhumación de documentos para dilucidar los límites argentinos. Liberani, por su lado, había nacido en Ancona y estudiado en la Universidad de Roma, donde se diplomó en Ciencias Naturales. Llegó al Plata en 1873 como profesor del Departamento de Agronomía y del Colegio Nacional de Tucumán. Con sus recursos y la ayuda de sus alumnos inició la formación de un museo. En 1876, designado profesor de Historia Natural, Fisiología, Higiene, Física y Química en la Escuela Normal de Tucumán, Liberani encontró restos de animales fósiles y vestigios de una ciudad enterrada. Norteños y porteños se alinearían en los estudios prehistóricos de los pueblos nómades o sedentarios, en la Edad de la Piedra o la del Bronce según las evidencias halladas en sus provincias y según las redes de proveedores de objetos y de datos a su disposición.

      En Buenos Aires, por otro lado, la atracción por los mamíferos fósiles tenía una historia similar pero algo más larga que el interés en las antigüedades de los indios. Los descubrimientos de huesos gigantescos en los pagos de Arrecifes, Luján, Salto, el río Salado, el Matanzas y el Carcarañá abundaban desde el fin del siglo XVIII. A través de distintas circunstancias, estos huesos se incorporarían en las redes internacionales del comercio de historia natural, creando un flujo que involucraba a distintos agentes e intereses. Hermann Burmeister, director del Museo Público de Buenos Aires desde 1862, se encaramó como el portavoz de esta enorme riqueza fosilífera, intentando regular su exportación y acaparando la descripción de nuevas especies para cimentar su nombre como la autoridad científica de la Argentina. Burmeister desdeñó tanto el interés en la prehistoria como muchas de las iniciativas –que lo incluyeran o no– surgidas en las décadas de 1860 y 1870 para fomentar las ciencias exactas y naturales en el país. La lista de personajes despreciados por Burmeister es larga: entre ellos, François Séguin, un confitero del Macizo Central francés, instalado en Buenos Aires desde la década de 1840, quien en 1855 vendió al Muséum d’Histoire Naturelle de París una colección de mamíferos fósiles en 36.000 francos. Atacado por la fiebre fosilífera, regresó al Plata en 1861 para continuar su trabajo ya por encargo de la administración del Muséum, regresando en 1867 con una colección ofrecida en 50.000 francos y que, según el confitero, contenía la prueba de la asociación entre la fauna extinguida y la humanidad prehistórica de las pampas. En Buenos Aires Burmeister le solicitó que, en servicio de la ciencia, le mostrara esos restos humanos pretendidamente antiguos. Séguin, inmutable, empacó y dejó el país. Burmeister llegó a la conclusión de que todo se trataba de un embuste comercial: la divulgación de la aceptación de la antigüedad del hombre en Europa “había dado a conocer al Señor Seguin el gran valor que podían adquirir, y por esta razón trató de aumentar el efecto de su nueva colección, llevando sus huesos fósiles a París e incluyendo entre ellos las primeras muestras del hombre fósil de la pampa”. Burmeister bien sabía de la avidez local por las noticias de Francia, donde por esos años se regulaba el precio de las colecciones. Agudamente, reconocía la relación de la ciencia con el mercado de historia natural, pero también veía que sus agentes, ocasionales o no, estaban al tanto de las novedades científicas de su época.

      UN INFATIGABLE EXPLORADOR DE LOS SECRETOS DE LA TIERRA

      Por esos años, Ameghino se iniciaba en la colección de animales antediluvianos, similares a los observados en el Museo de Buenos Aires. Un curioso más de la zona de Mercedes, uno de los tantos proveedores de los museos metropolitanos. Gracias a los contactos de Antonio Pozzi, el taxidermista genovés del Museo Público, envió un esqueleto de “hombre fósil” al Museo de Milán. Por entonces no tenía intenciones de dedicarse a estos temas, pero para el año 1873 había entrevisto la posibilidad de una carrera en este ramo. En un itinerario profesional recurrente entre los hijos de los artesanos y los pequeños comerciantes, Ameghino supo aprovechar la oportunidad de vivir en un territorio rico en fósiles, orientando sus actividades en función de las perspectivas de ascenso social que le ofrecían esas circunstancias y su red de relaciones. En esa faena, empezó a recortar los diarios, a registrar sus cartas y huesos, a guardar unos y otras.

      No era el primero ni sería el último: Goethe y varios otros se habían archivado a sí mismos para aliviarle el trabajo a la historia. Quizá supiera de ellos. A fin de cuentas, había estudiado en la Escuela Normal de Preceptores de Buenos Aires, cuyos estatutos provisorios de julio de 1865 establecían que en el primer año, además de lectura, caligrafía, rudimentos de historia sagrada y argentina, métodos de enseñanza, la Constitución del país y de la provincia de Buenos Aires, había de aprenderse aritmética comercial y teneduría de libros. En el segundo año llegarían la historia universal, las nociones de astronomía para la inteligencia de los mapas, la geografía americana y general, la geometría para el dibujo, gramática del idioma nacional, elementos de psicología, lógica y retórica, además de “composiciones escritas sobre las materias estudiadas, ejercicios en el género epistolar, en comunicaciones oficiales, informes, cuadros estadísticos, sinópticos y otros semejantes”.

      Las formas de la comunicación a través de memorias y cartas, los modos de presentar la información y los datos de manera clara y visual se hicieron carne en el preceptor de Mercedes. Para resolver sus necesidades de coleccionista, Ameghino recurrió a las prácticas comerciales y administrativas de su formación normal. Con paciencia y buena letra, empezaría a organizar el archivo de sus pasos y el itinerario de sus huesos, incorporando, en ese registro, los de los vecinos y comportándose como el secretario de una institución interesada en llevar la memoria de sus acciones, las entradas y las salidas de sus huesos y papeles. Gracias a ella sabemos del intercambio con el veterano agrimensor Manuel Eguía, uno de los antiguos miembros de la comisión que organizó el Departamento Topográfico, aficionado a la lectura, a la historia natural y a la meteorología, ya sin fortuna y a punto de perder la vista. Eguía había participado de innumerables diligencias de mensura y conocía el territorio de la provincia como pocos. Compartían el entusiasmo por el llamado hombre de Menton: dos esqueletos humanos descubiertos en 1872 en la gruta de Baoussé-Roussé, en el sur de Francia, y en la Liguria, cerca de Niza. Un hombre en posición de descanso, con sus adornos, armas, brazaletes y collares de dientes y caracoles agujereados, piedras calcinadas y carbón, junto con restos de lobos, ciervos, rinocerontes, mostraba la enorme antigüedad del hombre en la mismísima tierra de los Ameghino. Mediante los consejos y libros prestados por Eguía –principalmente la obra de Burmeister–, Ameghino se animó a clasificar los huesos hallados en sus excursiones. Seguro de haber dado con una especie nueva de gliptodonte, se atrevió a recomponer las partes faltantes y a interpretar los usos y orígenes de las cosas atesoradas: un incisivo humano, un fragmento de mandíbula inferior, un hueso ilíaco, cuatro vértebras, cuatro costillas, fragmentos de las manos y el pie, carbón vegetal y un cuerno de ciervo con huellas hechas por un ser inteligente, un pulidor de piedra y huesos carbonizados. Retribuía la generosidad del anciano con coprolitos y otros desechos sin olor. Eguía muy probablemente le diera indicaciones acerca de cómo observar, o quizá fue en la lectura de los hallazgos franceses donde aprendió que las cosas se disponían en estratos, como los renglones de los cuadernos de papel.

      A partir de 1875, Ameghino empezó a describir sus objetos distribuidos según las características de las capas del terreno y de su frecuencia en ellos. Asimismo, repetía con admiración las discusiones e ideas de Burmeister y, al hacerlo, caía en las trampas tendidas por el futuro gobernador de Chubut, Luis Fontana. Este, en su época de preparador del museo, le había hecho creer a su jefe que los gliptodontes estaban cubiertos en el dorso y en la panza por “corazas óseas que alcanzaban a tener hasta dos pulgadas de espesor”. Ameghino lo repetía, ignorando que Burmeister había corregido su error y despedido al insolente.

      Tanto fue su empeño fosilífero que, en junio de 1874, varios periódicos reportaban que un joven del pueblo de Mercedes, “conocido allí por su constante afición a los estudios jeológicos y de historia natural”, había encontrado en una de sus excursiones una especie llamativa, con señales de estar recubierta por una carapaza huesosa, circunstancia hasta entonces desconocida. Se trataba de un ejemplar de un animal cuyas primeras noticias se debían a Peter Lund en Brasil