Y no lo está porque si hablamos de cultura, y con independencia de qué entendamos por tal «cosa», estamos sumergiéndonos en un ámbito mucho más inmaterial y escurridizo. Se puede determinar de manera más o menos precisa el conjunto de conocimientos requeridos para ser médico, arquitecto o experto en lenguas semíticas. Pero establecer los contenidos de cultura general que universalmente se deberían impartir a lo largo de un sistema educativo, esto es algo cuya concreción se antoja mucho más ardua y polémica; tanto en el sentido teórico –establecer los criterios– como en el práctico –los contenidos.
Se puede entender, hasta cierto punto, que un electricista no necesite conocer los principios teóricos que hacen posible su propia práctica profesional. Ello en la medida que la formación preferentemente de tipo instrumental requerida para su ejercicio no precise de ellos, o baste con aspectos muy elementales. Siempre podremos preguntarnos si debería conocerlos, pero entonces estaríamos en el segundo caso: la aparente condición superflua de lo cultural, en tanto que conocimiento innecesario para la práctica profesional. Cosa muy distinta sería considerar que «no debe» conocerlos. Algo que todo el mundo se guarda muy mucho de proclamar, aunque lo piense; cuestión que nos remitiría a un planteamiento preilustrado que sin duda está regresando, embozado, pero regresando, y que de abordar ahora nos distraería del tema que nos está ocupando. Volveremos sobre él más adelante. Dicho esto, está en cambio muy claro, o debería estarlo, que si en lugar de hablar un electricista, lo hacemos de un ingeniero, el conocimiento de estos principios teóricos es inexcusable, porque son requisito de su propia solvencia profesional.
Pero no está tan claro que un médico deba saber quién diseñó la cúpula de la catedral de Florencia. Y aquí la respuesta no puede apelar a los requisitos del ejercicio de su profesión porque, en tanto que médico, es evidente que no. Como igual de evidente es que al paciente que acude a un médico para que le opere, le importe muy poco que este sea un virtuoso del violín y devoto de la ópera, o un fanático seguidor de series de telebasura; se trata de que sea un buen cirujano. Se puede ser sin duda un gran profesional de la medicina e ignorar quién fue o por qué destacó un tal Brunelleschi hace más cinco siglos, de esto no cabe duda. O Miguel Ángel, o Cervantes, o Euclides, o Aristóteles, o Shakespeare, o Mozart…. Lo único que acaso podríamos decir es que, más allá del ámbito estrictamente profesional, este «médico» presenta como persona, como ciudadano, ciertas carencias culturales.
Pero si nos preguntamos dónde está la vara de medir las carencias culturales, lo cierto es que resulta muy difícil evitar circunscribirse en el ámbito de lo convencional… por no decir del prejuicio social. ¿Aplicaríamos el mismo rasero si en lugar de un médico estuviéramos poniendo como ejemplo un albañil? ¿O dichas carencias no nos lo parecerían entonces, por considerarlas normales e inherentes a su condición profesional? Es más ¿qué necesidad u obligación tiene nadie de saber algo de lo cual no precisa, ni para ejercer su profesión, ni para vivir?
Podríamos seguir indefinidamente por esta vía. En realidad, se ha hecho y se sigue haciendo un amplio uso y abuso de ella. Es uno de los argumentos favoritos de los partidarios de las reformas educativas que se están implantando. Y en cierto modo uno de los más fuertes, al menos aparentemente. De modo que mejor planteemos la pregunta a la inversa: ¿Tiene cualquier persona el derecho de que se la eduque en conocimientos que le aporten una formación cultural integral? Parece claro que sí, a poco que nos atengamos al espíritu ilustrado que inspiró los actuales sistemas educativos, y a las razones que indujeron a verlo así. Pero seguimos con el problema de dónde está vara de medir la cultura que habría que impartir, y con el de qué es cultura y en qué medida contenidos de este tipo deben seguir presentes en los distintos programas de estudio y etapas educativas. Y claro ¿para qué? ¿Qué utilidad tienen?
Ciertamente, hay tantas definiciones de cultura como queramos, empezando por la que considera «cultura» aquello que una persona sabe después de haber olvidado lo que estudió. Una definición con frecuencia mal comprendida, y que desde dicha mala comprensión ha solido utilizarse como argumento contra los contenidos culturales supuestamente enciclopédicos o librescos, propios de los sistemas educativos tradicionales y del ideal ilustrado de cultura. Esto es, si la mayoría de cosas que a uno le enseñaron en la escuela, o las olvida posteriormente, más tarde o más temprano, o no las va a utilizar jamás en su vida ¿para qué, entonces, enseñarlas? ¿Para qué enseñar integrales si casi nadie va a precisar de ellas nunca, y si fuera el caso ya las resolverá el ordenador? O a Miguel Ángel, si basta con entrar en internet para saber quién fue…
Podríamos responder a esto con las palabras de Lichtenberg[7]: «Olvido la mayor parte de lo que he leído, así como lo que he comido; pero sé que estas dos cosas contribuyen por igual a sustentar mi espíritu y mi cuerpo». Coincidimos plenamente. Que olvidemos muchas, incluso la mayor parte de las cosas que nos enseñaron en la escuela, en el bachillerato o en la universidad, no es una razón para eliminarlas de los programas de estudio. Y solo puede entenderse así desde la más lamentable de las ramplonerías, o desde un proyecto de ingeniería social inconfesablemente tendencioso.
Adoptaremos, en cualquier caso, una noción de cultura que, a la vez que más concreta, es también suficientemente amplia para sostener la necesidad de la presencia de sus contenidos en la educación académica. Es la definición que nos da Clifford Geertz[8], invocando a su vez en ella a Max Weber:
El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los ensayos que siguen, es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que cultura es esta urdimbre (…)[9].
Una urdimbre compuesta por tramas de significado, que serán las que, de acuerdo con el nivel de comprensión de que disponga el individuo para interpretarlas, le permitirán entender distintos aspectos de la realidad que le rodea, de la sociedad en que vive, e interactuar con sentido en ella. Y para disponer de los códigos al caso deberá haber sido instruido en ellos. Esto sí que no lo puede negar nadie.
La urdimbre puede ser, y de hecho es, tan compleja como queramos. Como los respectivos códigos que nos permiten interpretar las tramas que se corresponden con distintos ámbitos de la existencia humana, a cada uno de los cuales se accederá con distintos tipos de registro. Se trata, ciertamente, de la definición de cultura por parte de un antropólogo, pero sirve perfectamente para nuestro objeto. Porque cada uno de estos distintos ámbitos se corresponde, en definitiva, con las distintas extensiones que abarca el proceso de formación, es decir, de «educación» de un individuo.
No es, en definitiva, tan distinta de la noción acaso más erudita o enciclopédica ilustrada. En un caso, se trata de hacer «mejor» al hombre. En el otro de que sepa interpretar el mundo en que vive ¿pero no es «mejor» saber interpretar el mundo que carecer de las herramientas que nos permiten, como mínimo, estar en condiciones de intentarlo?
Y esto lo incluye prácticamente todo. También el ámbito propio del dominio escolar o académico, que incorpora obviamente conocimientos que son códigos culturales, pero objetivos, los propios del conocimiento, sin los cuales uno no puede orientarse en la sociedad ni en el mundo en que vive. Sus contenidos serán distintos en muchos ámbitos, según de qué sociedad o civilización hablemos, locales o universales, pero un substrato básico es imprescindible para saber orientarse en el mundo y tener una comprensión de él.
Nos planteábamos antes si a un médico se le puede exigir que sepa quién fue Brunelleschi. Ahora tenemos la respuesta: no en su dimensión de médico, pero sí debe habérsele enseñado como ciudadano de una sociedad en la que interactúa y a cuya comprensión tiene derecho; a poco que pensemos, claro, que saber algo del Renacimiento italiano contribuye a entenderla mejor, y que ignorarlo no significa carecer de un lujo más o menos superfluo,