La evolución seguida a lo largo de los dos últimos siglos fue tendiendo progresivamente hacia la universalización de la escolarización, hasta alcanzarse en la práctica durante la segunda mitad del siglo XX; como mínimo en los niveles elementales y medios, pero también con una amplísima generalización del acceso a los estudios universitarios. Esto ha sido así en los países del entorno occidental, pero también, en mayor o menor grado, en otros ámbitos geográficos y culturales como la Europa del Este, entonces comunista, Latinoamérica o los países asiáticos emergentes. Siempre con las debidas especificidades de rigor en cada caso.
Ciñéndonos al ámbito occidental, el acceso universal a la educación permitió que el sistema educativo proveyera a la sociedad de los cuadros profesionales de nivel medio y alto que esta requería. Correlativamente, el sistema educativo funcionó también como un ascensor social, brindando a la población escolar de procedencia socioeconómica humilde, el acceso a posiciones que, de otro modo, nunca hubieran podido alcanzar por una simple cuestión de segregación social de clase. Esto fue así sobre todo durante los periodos más desarrollistas. Y no solo por lo que refiere a la sucesiva escolarización obligatoria hasta los doce, catorce o dieciséis años; también el acceso a la universidad se generalizó, alcanzando, de hecho, casi la gratuidad en la práctica.
Hoy este proceso parece estar en franca regresión. Cierto que se mantiene la etapa de escolarización obligatoria hasta los 16 años, y que incluso en algunos países se alarga, o en otros se habla de alargarla, hasta los 18. Pero el acceso a los estudios universitarios se encarece cada día más y la brecha social que se abre es cada vez más evidente y profunda. Que esto esté ocurriendo precisamente cuando se han alcanzado las mayores cotas de escolarización, parece un contrasentido.
Por su parte, muy especialmente en el caso español, la etapa de escolarización obligatoria tiende cada vez más hacia maneras más propias de un servicio de asistencia social que a las de una institución escolar, cuyas funciones académicas cada vez brillan más por su ausencia, desplazadas por otro tipo de prioridades y requisitos. A su vez, la universidad se ha convertido, especialmente en ciertos tipos de estudios, en una fábrica de futuros parados que nunca encontrarán trabajo de aquello para lo que estudiaron.
En contrapartida, otras facultades, precisamente las que acostumbran a ofrecer más salidas profesionales, pero tenidas por «difíciles», ven reducir las matrículas de estudiantes egresados del bachillerato. También, por cierto, con un declive manifiesto de las matrículas femeninas. Que esto se produzca precisamente en unos tiempos en que, alcanzada la plena igualdad legal de género, se esté muy cerca de conseguir su concreción de hecho, no deja tampoco de parecer un contrasentido.
Es como si, de alguna manera, la escolarización universal hubiera cumplido su ciclo y, concluidas por ahora las etapas desarrollistas, el sistema educativo haya dejado de funcionar como ascensor social, a la vez que, paralelamente, la brecha social va a más, siendo ello especialmente evidente en los estudios universitarios, pero también derivado de los distintos niveles académicos acreditados según los centros de secundaria de los cuales se procede, estadísticamente sesgados por los orígenes sociales de su población escolar. Todo ello, en el caso de España, con unas tasas de abandono escolar prematuro[1] que rondan el 30 por 100. Y hay indicios de que son datos maquillados a la baja.
Un fenómeno que no se debe a que los alumnos procedentes de clases más desfavorecidas no hayan sido escolarizados, sino más bien a que, en todo caso, la educación que han recibido durante esta escolarización ha sido más parecida a una prestación asistencial que a un programa de estudios académico. Esto, lógicamente, los sitúa en clara desventaja en lo tocante a la prosecución de estudios postobligatorios, y en la inevitable concurrencia por el acceso a la universidad. Si en algún momento pareció que estábamos llegando al ideal de la república platónica, procediendo a la selección a partir de la meritocracia, es decir, de los mejores, independientemente de su origen social, hoy este momento empieza a antojarse que fue un espejismo o, en el mejor de los casos, un pasado cada vez más irrecuperable.
Abundan también las críticas al sistema educativo desde las más variadas instancias, como que lo que se enseña en las escuelas no sirve para nada y no interesa a nadie, o que no sabe despertar el interés ni la motivación de los alumnos, o que tampoco prepara para la vida porque los oficios que se demandarán cuando concluyan sus estudios no sabemos todavía cuáles serán… con la probable excepción de ciertos pedagogos y expertos educativos que sí parecen estar en el secreto, y que pontifican sobre un futuro cuyos arcanos no parece que tengan a bien revelarnos, pero que al profetizar y disponer sobre él, dan a entender que conocen muy bien.
En relación a todo esto, conviene no olvidar lo dicho en el capítulo anterior: nuestros actuales sistemas educativos son el resultado de la combinación entre el proyecto ilustrado y las exigencias de la nueva sociedad industrial en que se desarrolló. Si uno de los lados flaquea, puede entonces que la estructura se desequilibre y escore hacia un lado. O si fallan ambos, que es precisamente lo que está ocurriendo, entonces, simplemente, el sistema implosiona. En este sentido, no solo los principios ilustrados en general parecen hoy en día sujetos a revisión, sino que también, o acaso precisamente debido a ello, tampoco el sistema educativo provee de la preparación profesional que se supone que debería aportar, a la vez que la sociedad parece que requiere de otras cosas. Es como si el sistema educativo hubiera topado con sus propias limitaciones, ya sea por razones intrínsecas o extrínsecas.
Quienes, en la línea de las nuevas pedagogías y los reformadores educativos, piensan que es por razones intrínsecas, ven el sistema educativo como una estructura esclerótica e intempestiva, anclada en el anacronismo e incapaz de afrontar los retos que plantea la nueva realidad social, plural, multicultural, conectada y digital. Por lo tanto, se dirá, urge una transformación estructural en profundidad, en la que ya no cabe la institución escolar como la habíamos conocido hasta ahora; ni sus programas de estudios, ni el tipo de conocimientos que se transmitían, ni la forma como se impartían, ni sus maestros y profesores… y hasta puede que ni siquiera su alumnado, que también deberá ser rediseñado de acuerdo con los requisitos de la ingeniería social de turno.
En esta línea han ido las propuestas pedagógicas que han desarrollado las leyes educativas españolas de las últimas tres décadas. A la vista de sus catastróficos resultados, cabe pensar no solo que no son la solución, sino parte integrante del problema.
Quienes, a su vez, piensan que es por razones extrínsecas, aducen que estas pedagogías reformistas han convertido la universalización de la escolaridad en una uniformización igualitarista a la baja, minimalista, entendiendo erróneamente la igualdad de oportunidades como un punto de llegada, y no como el punto de partida que en realidad ha de ser. Se entiende entonces que este igualitarismo a quienes más perjudica es precisamente a aquellos en cuyo nombre se pretexta estar haciendo estas reformas: los menos favorecidos social y culturalmente, condenándolos a la marginalidad y a ocupaciones de baja cualificación, perpetuando y profundizando en la brecha social.
Siguiendo con esto, tampoco el origen del problema se encontraría en la presunta incapacidad del sistema educativo para adaptarse a los nuevos tiempos, ni en la tan proclamada escasez de medios para conseguirlo, sino en que al hacerse de la forma como se ha hecho, las reformas han agravado el problema en lugar de remediarlo. Porque con ello el sistema educativo ha dejado de ser lo que era, y ha renunciado, o se le ha hecho renunciar, a ejercer la función que venía ejerciendo, lo cual es muy distinto que adaptarlo a los nuevos tiempos.
Un clarísimo síntoma de esto es el cambio en la manera de decir «educación» aplicada al sistema escolar, que ahora no se corresponde ya con «enseñanza» o «instrucción» –las funciones propias del ámbito académico–, sino a «educación» a secas, sin que quede claro qué significa el ejercicio de esta función ni cuál es su cometido. Ello tanto en el mero terreno teórico como en el práctico. Sobre todo si lo que se está cambiando con el uso de una palabra para designar una realidad es también esta realidad.