–Los primeros días, apenas conciliaba el sueño. Pero este último mes me encuentro muy cansada a todas horas.
Shortt soltó otro gruñido, miró el termómetro e hizo unos cuantos garabatos en su libreta.
–El joven Saxon me dijo que te desmayaste.
El joven Saxon. Amy sonrió al volver a escuchar esa expresión.
–No fue nada. Me puse de pie bruscamente y sentí una especie de mareo.
Ahora el doctor Shortt no emitió ningún gruñido cuando sacó el manguito de medir la tensión arterial y se lo ajustó alrededor del brazo mientras apretaba la pera.
–Umm. Algo baja –dijo el médico al cabo de unos segundos.
–¿Tengo algo malo? –replicó ella.
–Deja que te examine.
Los siguientes quince minutos se le hicieron a Amy una eternidad.
El doctor Shortt le hizo ir luego al baño para tomar una muestra de orina y analizarla.
Al cabo de un par de minutos, la miró fijamente con cara de circunstancias.
–No tienes nada, Amy. Solo estás embarazada.
–¿Cómo? No es posible –dijo ella asustada–. ¿Está seguro?
–Ese cansancio, esa fatiga, esos mareos, esa bajada de tensión… son síntomas muy claros.
–¡Dios mío! –exclamó ella, tapándose la cara con las manos–. ¿Y qué voy a hacer ahora?
El doctor Shortt le preguntó cuándo había tenido la última regla.
–El último mes no me vino y la anterior fue algo irregular. Pero pensé que sería por el estrés.
–Habrá que hacerte una ecografía. Eso nos dará una idea más exacta del estado de tu embarazo.
Amy dejó caer las manos y se mordió el labio inferior.
–Sé muy bien desde cuándo estoy embarazada.
–En todo caso, debemos confirmarlo. ¿Pensabais Roland y tú tener hijos?
–Algún día. Una vez que estuviéramos casados.
Pero no ahora. Ella no había previsto ser una madre soltera. Eso no era su forma de hacer las cosas. Los bebés debían llegar en el seno del matrimonio. Cuando fuera la señora Wright. ¿Qué raro le sonaba eso ahora? Sintió deseos de llorar de nuevo. Su vida se había trastocado por completo.
–Te aconsejo que vayas a ver a una asistenta social –dijo el doctor Shortt, dándole una tarjeta de visita–. Si te sirve de consuelo, querida, después de tantos años de médico, aún considero un milagro la concepción de un bebé.
Amy se guardó la tarjeta en el bolsillo, sin poder salir aún de su asombro. ¿Cómo iba a dar a Kay y a Phillip Saxon la noticia de que ella, la novia perfecta que nunca había dado un paso en falso, estaba a punto de darles su primer nieto? Un hijo ilegítimo, fuera del matrimonio.
Heath estaba dando vueltas por el vestíbulo cuando Amy y el doctor Shortt salieron del cuarto de invitados. Se detuvo en seco al ver la palidez de Amy.
–¿Qué ocurre?
–Amy te lo dirá –replicó el médico muy sereno.
–¿Qué pasa? –preguntó Heath con cara de preocupación al ver que ella desviaba la mirada, y luego añadió, viendo que Shortt bajaba las escaleras con intención de marcharse sin esperar al té que le había prometido–: Gracias por venir, doctor.
–Vamos al cuarto de estar. Josie ha preparado el té. Tomaremos una taza y me lo contarás todo.
Bajaron las escaleras y entraron en el cuarto de estar. Ella se sentó en un sillón y Heath le sirvió una taza de té.
–El doctor Shortt no parecía muy preocupado.
–No, él lo considera un milagro.
–¿De qué milagro estás hablando, Amy?
–Estoy embarazada, Heath.
Por un instante, el rostro de Heath pareció iluminarse por un rayo de alegría y esperanza.
–¿Embarazada? ¿Estás segura?
–Sí. De tres meses. Ese es el milagro. Un milagro no deseado.
¡Embarazada! ¡Y de tres meses!, se dijo él para sí, emocionado. Pero luego recapacitó.
–¿Piensas abortar? ¿No quieres tener el bebé de Roland?
Amy abrió los ojos como platos.
–¿Cómo te atreves a pensar una cosa así de mí?
Heath recordó demasiado tarde que Amy tenía una visión muy clásica y romántica de la familia. Nada de bebés fuera del matrimonio. Ella deseaba una boda con vestido blanco, damas de honor y anillos sobre cojines de terciopelo. La idea de un aborto no podía caber en su mente.
–Lo siento. ¿Te has enfadado conmigo?
–Sí. No. No lo sé –dijo ella, bajando la cabeza entre sollozos.
Heath se acercó al sillón y se arrodilló a su lado.
–No –exclamó ella, tapándose la cara con las manos–. Aléjate de mí.
–¿Puedo saber por qué estás enojada conmigo?
Ella retiró las manos y frunció los labios, mirándolo fijamente.
Heath contempló aquella boca, aquel capullo de rosa que había sido objeto de su fantasías más secretas.
–No quiero hablar de ello –dijo ella, cruzando los brazos y haciéndose un ovillo como si quisiera desaparecer de su vista.
–Amy, tenemos que hablar. No podemos dejar que esto…
–Déjame –respondió ella, poniéndose de pie–. Quiero volver de nuevo a mi trabajo en Saxon´s Folly.
–No lo permitiré.
–Tú no puedes…
–Por supuesto que puedo –dijo él con los dientes apretados.
–¿Piensas acaso retenerme por la fuerza? –exclamó ella con las mejillas encendidas.
–¡Por el amor de Dios, Amy! Sabes que nunca haría una cosa así. Solo quería decir que no puedo llevarte al trabajo en el estado en que estás… hasta que no te hayas recuperado.
–Está bien. Volveré andando entonces.
–¡Ni se te ocurra! No me importa si te enfadas conmigo, pero no voy a consentir que vuelvas hoy al trabajo. Debes descansar. Tómate el té mientras voy a decirle a Josie que prepare la habitación de invitados para ti. Me quedaré contigo esta noche.
–¡Eso es absurdo! –dijo ella, dirigiéndose muy decidida hacia la puerta–. Me voy a trabajar. Estoy embarazada, no enferma.
Heath la agarró del brazo cuando tenía ya la mano en el picaporte y se puso a forcejar con ella.
–Así que te crees ahora una experta, ¿no? ¿Qué sabes tú de embarazos?
Ella volvió la cabeza y él se encontró con sus ojos ámbar mirándolo como un animal desesperado apresado en una trampa. Su expresión de vulnerabilidad le llegó al alma.
–No te preocupes por mí. Este es mi problema, no el tuyo. Seguiré las indicaciones del doctor Shortt. Me haré un escáner y un estudio prenatal. Tomaré vitaminas y aprenderé todo lo que necesite saber… Déjame, Heath. Ya se me han pasado los mareos.
Ella tenía razón, se dijo él. No era problema suyo que estuviera embarazada de su hermano. No tenía por qué entrometerse en su vida.
Se