Se preguntó si estaba alucinando. Oía ladridos. Tal vez fueran perros demoníacos y él estuviera en el infierno.
Alain intentó concentrarse en la mujer que tenía ante él. Llegó a la conclusión de que deliraba. No había otra explicación para estar viendo a un ángel pelirrojo con impermeable.
Kayla miró al desconocido fijamente. Le salía sangre de un gran corte en la frente, justo encima de la ceja derecha, y los ojos se le iban hacia arriba. Daba la sensación de que volvería a perder el conocimiento de un momento a otro. Pasó un brazo por su cintura, aún intentando encontrar el botón que soltaba el cinturón de seguridad.
—Indudable… un sueño —jadeó Alain, al sentir sus dedos en el muslo. Si hubiera sabido que el infierno estaba poblado por criaturas como ella, se habría ofrecido voluntario mucho tiempo antes.
Ella encontró el botón, lo pulsó y apartó el cinturón. Miró su rostro. Tenía los ojos cerrados.
—No, no te desmayes —suplicó. Llevar al desconocido hasta su casa sería imposible si estaba inconsciente. Era fuerte, pero no tanto—. Sigue conmigo. Por favor —le urgió.
Para su alivio, él abrió los ojos de nuevo.
—Es… la mejor oferta… del día —consiguió decir, con una mueca dolorida.
—Fantástico —murmuró ella—. De todos los hombres que podrían estrellarse contra mi árbol, me ha tenido que tocar un donjuán.
Pasó las manos por sus costillas y consiguió más muecas de dolor. Pensó, con desmayo, que debía de tener alguna costilla rota o magullada.
—Bueno, aguanta un poco —le dijo, moviendo su torso y sus piernas de modo que estuviera mirando hacia fuera del vehículo. Con un esfuerzo, puso el brazo bajo su hombro y le agarró la muñeca.
—No deberías… poner tus árboles… donde la gente pueda… chocar con ellos —farfulló él contra su oreja, aún con los ojos cerrados.
Kayla intentó controlar el escalofrío que le provocó sentir su aliento. Apretó los dientes para prepararse para el esfuerzo que iba a hacer.
—Lo tendré en mente —dijo. Separó los pies e intentó alzarse tirando de él. Notó cómo él se hundía—. A ver si colaboras conmigo —farfulló. Le pareció oír una risita.
—¿Qué… colaboración… tenías en mente?
—Desde luego, no la que tienes tú —le aseguró. Inspiró profundamente y se enderezó. El hombre a quien intentaba rescatar era un peso muerto.
Rodeó su cintura con el brazo y se concentró en emprender el largo camino por el jardín hasta la puerta de su casa.
—Perdona… —la palabra se perdió en el viento. Un momento después su significado quedó claro: el hombre se había desmayado.
—No, no, espera —suplicó Kayla con frenesí.
Él se derrumbó como una tonelada de ladrillos. Casi la arrastró en su caída, pero en el último instante lo soltó. Frustrada, miró al rubio y guapo desconocido. Si estaba inconsciente, no podría con él. Miró hacia su casa. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Kayla se mordió el labio inferior y pensó un momento, mientras los perros rodeaban al desconocido. Entonces se le ocurrió una idea desesperada.
—Hay muchas formas de matar a un gato —dijo.
Taylor ladró con entusiasmo y Kayla no pudo evitar una sonrisa.
—Eso te gustaría, ¿eh? Bueno, chicos —les dijo a todos, como si fueran sus ayudantes—. Vigiladlo. Volveré enseguida.
Los perros parecieron entender cada palabra. Kayla creía que los animales entendían lo que se les decía, siempre y cuando uno tuviera la paciencia de adiestrarlos desde que llegaban a casa. Igual que a los bebés.
—Lona, lona, ¿qué hice con esa lona? —canturreó, corriendo hacia la casa. Recordaba haber comprado más de diez metros el año anterior, de color rojo. Le había sobrado un trozo bastante grande y tenía que estar por ahí.
Cruzó la cocina y fue al garaje, buscando. La lona estaba doblada y colocada en un rincón. Kayla la agarró y volvió sobre sus pasos.
Instantes después llegaba al vehículo. Winchester, oyendo su llegada, cojeó hacia ella y luego volvió hacia el coche.
—¿Crees que he olvidado el camino? —le dijo.
Mientras la lluvia seguía golpeándola, Kayla extendió la lona en el suelo embarrado. Trabajando tan rápido como podía, hizo rodar al hombre sobre la lona. Lo embarró de arriba abajo, pero era inevitable. Dejarlo allí fuera, sangrando y sólo Dios sabía en qué estado, no era una opción.
—Bueno —les dijo a los perros—, ahora viene lo difícil. En momentos como éste, un trineo sería muy útil.
Winchester ladró animoso y la miró con adoración. Al fin y al cabo, ella era su salvadora.
—Es fácil para ti darme ánimos. Allá vamos —rezongó. Agarró las esquinas de la lona y, tirando de ellas, emprendió el lento y pesado viaje. Rezó porque el hombre, boca arriba, no se ahogara por el camino.
Lo primero que notó Alain cuando abrió los ojos fue el peso de un yunque sobre la frente. Parecía pesar miles de kilos y una banda de diablillos bailaba encima de él, dando martillazos sin cesar.
Lo segundo que notó fue el roce de las sábanas en la piel. En casi toda su piel. Estaba desnudo bajo el edredón de plumas azul y blanco. O cerca de estarlo. Sin duda, sentía una sábana bajo la espalda.
Parpadeando, se esforzó por enfocar los ojos.
¿Dónde diablos estaba?
No tenía ni idea de cómo había llegado allí, ni por qué. Tampoco sabía quién era la mujer de las bonitas caderas.
Alain parpadeó otra vez. No eran imaginaciones suyas. Había una mujer de espaldas a él, una mujer con caderas suntuosas, inclinada sobre una chimenea. El resplandor del fuego y un puñado de velas repartidas por la gran habitación de aspecto rústico eran la única luz.
«¿Por qué no hay electricidad? ¿Estaré viajando en un túnel del tiempo?».
Nada tenía sentido. Alain intentó levantar la cabeza y se arrepintió de inmediato. El golpeteo que sentía se multiplicó por dos.
Automáticamente, se llevó la mano a la frente y tocó un montón de gasa. La recorrió con los dedos, preguntándose qué había ocurrido.
Curioso, alzó el edredón y la sábana y vio que aún llevaba puestos los calzoncillos. Había más vendajes rodeando su pecho. Empezaba a sentirse como un personaje de tebeo.
Abrió la boca para llamar la atención de la mujer, pero no pudo decir nada. Carraspeó antes de volver a intentarlo y la mujer oyó el sonido.
Se dio la vuelta, al igual que los perros que la rodeaban. Alain comprendió que había estado poniendo comida en varios cuencos.
Al menos no iban a comérselo a él. «Aún», se corrigió con ironía.
—Estás despierto —dijo la mujer complacida, yendo hacia él.
La luz del fuego iluminaba las ondas pelirrojas que enmarcaban su rostro. Se movía con fluidez y gracia. Como alguien que se sentía cómoda dentro de su piel. Y no tenía por qué no ser así. La mujer era una belleza.
Volvió a preguntarse si estaría soñando.
—Y desnudo —añadió él.
Los labios de ella se curvaron con una sonrisa traviesa. Él no supo si se había sonrojado o si el tono rosado de sus mejillas se debía al fuego. En cualquier caso,