Solía visitar los refugios de animales buscando a pastores alemanes que hubieran sido abandonados por alguna razón. Si hubiera podido, se los habría llevado a todos a casa para tratarlos, cuidarlos y prepararlos para que fueran adoptados en buenos hogares. Pero incluso ella, a pesar de su gran corazón, tenía que ponerse límites.
Así que elegía basándose en su infancia. Hailey había sido su primera mascota, una pastor alemán enorme, adorable y atípica. Como perra guardián era un fracaso, pero era tan cariñosa que a Kayla le había robado el corazón el primer día. Sus padres la habían esterilizado, así que nunca tuvo perritos. Pero en cierto modo Kayla consideraba a Hailey la madre de todos los perros que había rescatado desde que acabó la carrera.
Había perdido la cuenta de los perros que había llevado a casa y cuidado hasta encontrar a alguien que los adoptara. Era veterinaria, así que el coste de curar a los animales, con frecuencia maltratados, era nominal.
—Así nunca te harás rica —se había burlado Brett con condescendencia—. Y si esperas que me case contigo, tendrás que librarte de estos perros. Lo sabes, ¿verdad?
Ella, alzando el candil que había sacado para ver algo en la lluvia, pensó que sí lo había sabido, pero no había querido admitirlo. Había conocido a Brett en la facultad. Era guapísimo y se había enamorado locamente de él. Pero al final resultó que había cometido un error de juicio. Él no sería el hombre con quien pasaría el resto de su vida.
Así que se quedó con los perros y se libró de su prometido; sabía que había salido ganando.
El viento cambió de dirección, golpeándola de frente, en vez de desde atrás. Intentó sujetarse la capucha con la mano libre, pero el viento lo impidió. Segundos después tenía el cabello empapado.
—¡Winchester!
El viento le quitó el aire, impidiéndole volver a llamar al pastor alemán.
«Maldito perro, ¿por qué has tenido que escaparte hoy?», pensó. No era la primera vez que lo hacía. Winchester era muy nervioso, seguramente por haber sido maltratado, y cualquier ruido lo incitaba a esconderse.
—¡Winchester, vuelve, por favor! —el viento le devolvió la fútil súplica—. Taylor, tenemos que encontrarlo —le dijo al perro que iba a su izquierda.
Taylor era uno de los perros que había decidido quedarse. Tenía siete años y nadie quería un perro tan viejo. Implicaba un gasto mayor en cuidados sanitarios y más dolor de corazón porque le quedaban pocos años de vida. Pero Kayla pensaba que todas las criaturas de Dios merecían amor, con la posible excepción de Brett.
De repente, Taylor y Ariel, la perra que iba al otro lado, empezaron a ladrar.
—¿Qué? ¿Veis algo? —preguntó a los animales.
Se puso una mano haciendo de visera y alzó el candil con la otra. Entrecerró los ojos para intentar ver algo a través de la lluvia y comprendió la razón de los ladridos de Taylor y Ariel.
Los ladridos de tres perros, porque distinguió la silueta de Winchester. Estaba a un metro del coche color cereza que, desde donde estaba Kayla, parecía estar haciendo lo imposible: trepar a un roble. El morro y las ruedas delanteras estaban a casi medio metro del suelo, sobre el tronco del árbol centenario.
A pesar de la lluvia, Kayla habría jurado que captaba olor a humo. Tras un segundo de parálisis, corrió hacia el coche tan rápido como pudo. La lluvia golpeaba su piel como miles de agujas diminutas.
Casi resbaló cuando llegaba al vehículo. Iluminó el interior con el candil. Consiguió ver la parte posterior de la cabeza de un hombre. El rostro estaba enterrado en el airbag, que se había inflado, como debía, con el impacto.
Kayla oyó un gemido, pero se dio cuenta de que lo había emitido ella, no el hombre.
Winchester saltaba sobre las patas traseras como si quisiera dejar claro que él había encontrado al hombre antes que nadie. Debía de ser la interpretación canina de «Yo lo encontré, ¿puedo quedármelo?».
El hombre no se movía. Kayla se preguntó si estaría inconsciente o…
—Aquí es cuando yo os ordeno que vayáis a buscar ayuda —les murmuró a los perros, intentando pensar—. Si hubiera a quién pedírsela.
Pero no era el caso. Vivía sola y el vecino más próximo estaba a cuatro kilómetros de distancia. Incluso si pudiera enviar allí a los perros, nadie entendería por qué ladraban. Seguramente llamarían a la policía o los ignorarían.
Tenía que ocuparse ella. Dejó el candil en el suelo e intentó abrir la puerta del conductor. Al principio no se movió, pero tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que, milagrosamente, se abrió. Kayla se tambaleó y habría caído sobre el barro si el árbol no lo hubiera impedido. Chocó contra él y la vibración del golpe reverberó por su columna.
Se quedó quieta un momento, intentando recuperar el aliento. Inspirando, miró dentro del coche. El conductor seguía tirado sobre el airbag, sujeto por el cinturón de seguridad. La lluvia empezaba a entrar en el coche, empapando al conductor.
Y él seguía sin moverse.
Capítulo 2
Se—or. Eh, señor —Kayla alzó la voz por encima del rugido del viento—. ¿Puede oírme?
Como no hubo respuesta, sacudió su hombro. No consiguió nada. El desconocido no alzó la cabeza ni intentó hablar. Estaba inmóvil como la muerte.
La inquietud de Kayla creció. Se preguntó si estaría gravemente herido, o…
—Ay, Dios —murmuró, entre dientes.
Dio un paso atrás y casi pisó a Winchester. El perro parecía tener la intención de saltar dentro del coche para reanimar al conductor.
—Apártate, amigo —ordenó Kayla, temiendo pisar una de sus patas sanas. El perro obedeció con desgana.
Kayla frunció el ceño. El airbag no se estaba desinflando. Tras, posiblemente, haberle salvado la vida, en ese momento podía estar asfixiándolo.
Empujó el airbag, pero no cedió. Lo golpeó con el lateral de la mano, esperando que la enorme almohada color crema se deshinchara.
No lo hizo.
Desesperada, rebuscó en los bolsillos. Por la mañana, cuando se vestía, siempre metía el teléfono móvil en el bolsillo, junto con la vieja navaja suiza que una vez había sido la posesión más preciada de su padre.
Sonrió con alivio cuando sus dedos rozaron el pequeño y familiar objeto. La sacó del bolsillo y con la hoja más grande pinchó la bolsa, que se desinfló rápida y ruidosamente.
En cuanto estuvo plana, la cabeza del desconocido cayó hacia delante, golpeando el volante. Era obvio que seguía inconsciente, o eso esperaba. La otra alternativa era horrible.
Kayla puso los dedos en su cuello y encontró pulso.
—Ha tenido suerte —masculló.
El siguiente paso era sacarlo del coche. Había visto accidentes en los que el vehículo quedaba tan destrozado que tenían que intervenir los bomberos. Por suerte, no era el caso. Dadas las circunstancias, el conductor había sido increíblemente afortunado. Se preguntó si habría estado bebiendo. Lo olisqueó y no captó el más mínimo olor a alcohol.
Debía de ser otro californiano que no sabía conducir en la lluvia. Se inclinó sobre él para intentar soltarle el cinturón. Tuvo la sensación de que se movía.
Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre.
—¿Nos…