Esto no es una canción de amor. Abril Posas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abril Posas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078646661
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me lo habré topado ya en esta ciudad un viernes por la noche, llorando de felicidad por esa bendita cerveza que no va a traicionarlo (hasta que se tome la décima. La décima cerveza es la traicionera), y me doy cuenta de que es la misma expresión que visto yo cada domingo cuando pedaleo por obligación a una de las casas asignadas para estos desayunos multitudinarios, así que el lunes para mí es en realidad el martes, y el viernes es el sábado y el jueves es mi viernes, por eso toda esa gente que va ilusionada como nunca a un desayuno pre-su-lunes que me reconoce en un alto dice «Ah, sí, ella es la que vi ebria en el Bar de Beto aquel jueves de la despedida de Rosita» y no entiende exactamente por qué mis ojos no están opacos como los suyos cuando inician la semana. Verá usted, podría decirle, es que funciona de esta manera: usted no odia los lunes, odia su trabajo. Yo no odio los domingos, odio a mi familia.

      Los domingos miro alrededor de esta larga mesa de plástico y me siento como el animal extraño del zoológico. No podría ser la oveja negra, porque esas van decididamente contra la corriente y gritan consignas feministas cada reunión, incluso antes de que el tío borracho quiera bromear con que ya todo mundo se ofende fácilmente. Y ya sabemos cómo me fue cuando dije lo que pensaba aquel fatídico 24 de diciembre. Las valientes son otras. También a veces ruidosas y, de vez en cuando, un dolor de cabeza cuando solo quiero una ronda más de tequila en el Bar de Beto, no un concierto de protesta, no estamos en los años 60. Pero yo, ¿en qué categoría quepo?

      Comparto estos desayunos dominicales con los hermanos de mi padre y sus hijos, que ya tienen mi edad pero lucen mucho más viejos. O, más bien, los veo infinitamente más viejos con sus canas incipientes, las cirugías que empiezan a definir las nuevas facciones de algunas, los pantalones caqui y las mochilas que ya no cargan caguamas ni libretas de dibujo o películas de arte conseguidas con el dealer de piratería favorito, ya ni se diga sudaderas de bandas de rock. Han sido reemplazados por pañales, carritos de juguete, papillas caseras y orgánicas, cambios de ropa tamaño mini y, esto lo digo por mera observación, un dejo de derrota y el olor a muerto de esa juventud que reemplazaron por lo conveniente.

      Y yo, ¿seré la prima rara en los desayunos dominicales, la que casi siempre llega sola y de la que nunca aprenden nombres de pareja porque, seamos sinceros, no se quedan mucho tiempo? A pesar de que lo intento, nunca llego temprano y no me puedo sentar al extremo de la mesa; siempre me toca en una silla abandonada al centro o, peor, junto a los niños, mientras disimulo una arcada cuando los veo derramar la leche con chocolate sobre el huevo estrellado y, así, sin dudarlo, reventar la yema para comer con los dedos su reciente invención. Como no tengo «mi propia familia», mis tíos asumen que no cocino, así que siempre me encargo de llevar el birote y un par de refrescos. Podría intentar convencerlos de lo contrario, pero algo me dice que uno de los puntos más altos de la semana de una prima en especial es, a todas vistas, cuando presenta su refractario desbordado de chilaquiles y todos babeamos con solo el aroma que despiden. Son, no miento, simplemente espectaculares. Sin embargo, no sé si mi vida se sentiría tan completa, como lo demuestra su sonrisa, por esa hazaña culinaria. Les sonrío a todos cuando cuentan un chiste, me esfuerzo en interesarme en sus anécdotas, y no es que me sienta mejor que ellos. No lo soy. Simplemente no tengo anécdotas del estilo para compartirles. No tengo planes de boda, no hay negocios en puerta, ni ascensos, ni cursos de diplomados en una universidad que, tal vez varios sospechamos, cobra demasiado para tener una página web tan parecida a las de GeoCities. Me cuesta imaginarme embarazada de la tercera criatura mientras mi esposo habla de lo bien que va «la empresa» y el dolor de cabeza que son los proveedores. Hasta el día de hoy, lo juro, no sé de qué trata esa famosa empresa de aquel hombre rollizo que finge que la alopecia es un estado mental y que, si él no la ve, nadie más nota el desierto capilar que rebota la luz del sol después de las 12 en punto. Tampoco sería buena vendiendo productos por catálogo, aunque soy lectora asidua y estoy al pendiente de las ediciones más recientes, cuando es cambio de línea. Me gusta darme cuenta de todo lo inútil que no necesito y, ciertamente, no compraré a esos precios a pesar de que se conviertan en mi fantasía no-sexual.

      Cuando una de mis primas inicia, de nuevo, con la historia de cómo descubrió el embarazo que ya se le nota en los cachetes (es de familia: la primera parte del cuerpo que nos delata los kilos de más nos convierte en hámsters de la noche a la mañana), me doy cuenta de que yo hago lo mío. La observo, en silencio, desde el extremo de la mesa de los niños, fumando un cigarro con un dejo de juicio. Pienso, «¡OTRO bebé?» con el mismo pánico que experimento cuando veo un nuevo cargo en la tarjeta de crédito. Por suerte logro controlarme, porque sospecho que si no fuera interrumpida por las miradas igualmente prejuiciosas de un primo, que me clava la mirada desde su llano, ahí, con los adultos, empezaría a decir en voz alta mis opiniones. Y si no me ponen un alto, no habrá chilaquiles para llevarme a casa en un tupper prestado (tengo tres cajones en la cocina llenos de tuppers «prestados»).

      Pero también les doy tiempo para encargarse de mí. No digo mucho, así que nomás enciendo otro cigarro o me paro a servirme otra taza de café para darles tiempo de construir sus historias, plantear varias posibilidades para que, cuando me despida un poco antes que el resto, tengan oportunidad de compartir sus impresiones. ¿Ellos sí podrán averiguar por qué no encajo? ¿Por qué no lo querría, si ellos lo tienen todo ya resuelto, encaminado, con la lista de tareas ya tachada con el mismo entusiasmo de los que saben que la muerte será la liberación última? Miento. Ellos creen en la vida después de la muerte. Para ellos no hay escapatoria, para mí tal vez sí, si es que eso del Más Allá depende de lo que uno cree mientras respira, para que nadie se sienta decepcionado al final. Si mis domingos son los lunes, entonces mi Más Allá será una cama esponjosa, inundada de gatos, cigarrillos, Coca-Cola y una casetera con un catálogo de música de los 90 del siglo XX. Y quizá un par de esos consoladores Tenga, que además de lindos se ven muy prometedores.

      Al final de cada domingo, cuando voy en la bicicleta de regreso a casa (o me subo a un camión si el clima me la quiere poner difícil), recuerdo esa última década del siglo XX y de la época de bonanza, colmada de felicidad, cuando estas diferencias no eran tan evidentes. Por supuesto, esa época no me parecía tan divertida con las manchas de sangre de menstruación en la mitad de mi ropa interior, o los cólicos que comenzaban a hacerme sentir maldita por haber nacido mujer. Tan inocente, que pensaba que era lo único por reclamar; si hubiera sabido lo que sé ahora, podría maldecir más fuerte por razones más dolorosas que la estúpida biología. Tampoco sabía, no podemos saber mientras pasa, que la felicidad redonda es una burbuja que explota y no hay manera de inflarla de nuevo. Mis primos de los domingos también estaban conmigo en esos diez años que le dieron punto final a un centenario marcado por dos guerras que realmente nunca terminaron, el rock y el Internet. La música nos mantuvo unidos mucho tiempo: intercambiamos casetes, discos y cedés. Grabamos videos musicales para verlos en la pantalla gigante, paquidérmica, de la casa de mi abuelo, y nuestros padres se alejaban lentamente a la sobremesa de cualquier reunión, porque el grunge les molestaba como si fuera el clasismo que hoy podemos reclamarles: sí, está ahí, obviamente no se va a ir, pero no hay que subirle el volumen pues no a todos les apetece escucharlo a esta hora del día. Uno de mis primos, Cristian, que estudió una ingeniería en sistemas y que le arregla la computadora a mi tía cada fin de semana, se encargaba de las portadas de las mixtapes que hacíamos, todas curadas por mí, para cada uno de los adolescentes de ese momento. No éramos tantos, pero nos sentíamos incontenibles. La música, si aparece en las reuniones en las que ya somos los adultos, es lo que nos sigue acercando, aunque apenas nos esforzamos por mantenernos así. Excepto cuando quieren una buena mesa en el Bar de Beto, entonces me saludan hasta con un abrazo. Uno apretado pero rápido, no como cuando nos acompañaron en la misa posterior al funeral de mi madre.

      Ese verano previo a su muerte había hecho el plan de nuestro viaje de cada año, porque si algo tenía en esa época era esperanza. Ciega, inocente, grande y estúpida esperanza en que su cáncer metastásico desaparecería justo a tiempo para subirnos a su vocho 1985 rojo y amontonar papas fritas, cerveza, Coca-Colas, cigarrillos, galletas de chocolate y un maletín de casetes en el asiento trasero para las dos horas que separaban nuestro departamento junto a las vías del tren del hotel de aguas termales, asediado por arañas y ratones de campo a la orilla de un lago. Pero mi madre no sobrevivió. Ante la sorpresa de todos, y mi propio desconcierto, murió reducida a la mitad de lo que había sido, de manera intempestiva, en otra ciudad.