Esto no es una canción de amor. Abril Posas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abril Posas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078646661
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      Las señales de este derrumbe continuaron de forma sutil, pero contundente, escalando en los años que siguieron. Por ejemplo, el corazón ya no se me aceleró con la misma intensidad cuando anunciaron el nuevo sencillo de mi banda favorita, sobre todo porque los músicos que sigo ya están muertos o en giras interminables de sus grandes éxitos. Lo más nuevo que publican son versiones extendidas, con colaboraciones externas (esos gritos de atención cuando saben que los artistas actuales no los necesitan, pero ellos sí) y dentro, muy dentro, sé que no quiero novedades, solo que me confirmen que lo que sentí hace diez o veinte años significó algo en verdad. Con cada lanzamiento, pongo play después de pensar de qué manera Morrissey me decepcionará una vez más. ¿Con declaraciones conservadoras y xenófobas? ¿O apenas con una canción que es exactamente igual a todas las que ha hecho desde que se dio cuenta de que ya no hay nada nuevo bajo el sol, ya no se diga dentro de su cabeza?

      Los noventa estuvieron cargados de mucha expectativa. Estábamos a un paso del escenario que tantas películas de ciencia ficción nos prometieron. Los que conocimos la adolescencia en esa época tenemos mucho de qué sentirnos orgullosos: vimos el nacimiento de MTV Latino, las computadoras personales se hicieron más comunes entre los que existimos en la clase media (rip), conocimos el Internet, los celulares de uso masivo; fuimos testigos de la falsa muerte del disco de acetato, de la desaparición real del Beta y del VHS. De la esperanza, también. Se han escrito largos ensayos sobre cómo nuestra generación es la que ha servido de puente entre los más jóvenes y los más viejos, porque todavía tenemos recuerdo del funcionamiento de antiguos artefactos, como una cámara de fotografía con rollo o un disco de 3 y 1/2, y también de los filtros en Instagram, de los mil sistemas de streaming para música, películas, series, de las compras en línea. Cargamos en nuestra historia una tornamesa, un plan de datos que nos consume mes a mes y una mirada de sorpresa con cada innovación en apariencia redundante. Vemos nacer una nueva aplicación de envío de comida chatarra cada tres meses y nadie ha hecho un esfuerzo para que Alfredo regrese a la pantalla y nos presente el video musical que todos estábamos esperando. Simplemente no es justo.

      Así que no, la felicidad que tuve en los noventa está enterrada bajo la chatarra de las cajas que mi madre guardó con mis recuerdos. Al menos hasta que tuve que ir a esculcarlas yo y decidir con cuáles me quedaba y cuáles se iban en la nave del olvido mientras me pedían que esperara un poco, un poquito más. El avance del tiempo es tan veloz que a veces nos deja atrás. Todavía bien entrados los años 00, tenía la costumbre de referirme a la década anterior con «el año pasado», «hace apenas un par de inviernos», hasta que la fecha actual se me aparecía y me daba cuenta de que ya habían pasado diez inviernos, o más, sin recuerdo de muchos de ellos.

      Hace poco tuve una epifanía que me vino de pronto, como siempre lo hacen, maldita sea, cuando esperaba mi turno en un Starbucks y, entre el ruido de la máquina de espresso y los nombres en voz alta, pesqué sin querer a un anónimo compartiendo su fecha de nacimiento: 1993. Aun cuando el oído ya me había avisado que se trataba de un adulto que seguro ya lidiaba con el sobrepeso que ganas por seguir respirando, no pude evitarlo y lo busqué entre los comensales con la esperanza de que fuera un niño que con una mano sujetaba la de su madre y con la otra escarbaba su nariz buscando el moco petrificado que no lo dejaba respirar a gusto. Ahí estaba: un veintañero con cara de asistente, realizando trámites del banco en su celular a la espera de un caramel macchiatto, pero con leche light, recordándome no solo que el tiempo es inclemente con todos —pobre bastardo, los treinta no le caerán nada bien a ese paso—, sino que aquella década estaba cada vez más lejos: casi 20 años. Cuando menos lo espere, 25 se impondrán entre el hoy y mis risas más honestas.

      Y me vi de pronto en el reflejo de una ventana: soy el elemento más viejo en mi área y tengo que explicarle cosas a un par de niños (ninguno ni remotamente cerca de los treinta. Los que tienen hijos insisten en decirme que los adolescentes son insoportables. Obviamente no se acuerdan de cómo éramos cuando nos sentíamos sabios antes de cruzar el primer cuarto de existencia), como que en los noventa había un teléfono al que marcábamos para que nos diera la hora exacta. Y eso era todo. Que luego le agregaron la fecha, el día y el año, por si los humanos de aquel entonces, tan perdidos en las calles sin la guía de un GPS y alejados del pandemonio que estaba por caernos encima al entrar por la puerta del siglo XXI, necesitábamos que nos ubicaran de nuevo en el tiempo, para después preguntarle a cualquier extraño sobre el espacio, y así continuar con la vida en este planeta, otra vez al borde de su destrucción inmediata. Sé, también, que mis compañeros están hartos de mi sarcasmo, que intentan integrarme a sus pláticas y, la verdad, es que agradezco que lo hagan, porque si estuviera en el extremo oeste de la oficina, no escucharía las risas cuando es momento de conocer el video viral del día, el meme de la semana y el ser humano que debemos atacar en manada a tuitazos. Luego preguntaría, como el imbécil que está exiliado en aquel paraje godín, de qué se ríen, qué es un «momo», por qué es relevante un actor que tiene más de cinco años sin hacer una película, qué es un filtro, por qué Facebook luce distinto otra vez. Auxilio.

      Pero eso es simple ruido que interrumpe una lista de reproducción curada con bandas riot grrrl a la que no le falta ningún nombre. Nada es tan divertido como cuando llegué al borde de la adolescencia y exploté como una bomba de serpentinas. Absorbí todos los comerciales de toallas femeninas, todos los Unplugged de MTV, lloré con el anuncio de la muerte de Kurt Cobain (Ruth nos dio la mala noticia en la pantalla, y de pronto una amiga me llamó a la casa para estar triste conmigo, así como nos reímos al ver Beavis and Butt-Head para el beneplácito de mis padres, que además de no comprender la razón de la existencia de ese programa, esperaban alguna llamada importante a la línea ocupada con nuestras risitas estúpidas), grabé más de 50 casetes con canciones de la radio después de pedirlas a la estación, suplicándole al locutor que no interrumpiera la pieza para tenerla intacta. Fue la época en la que pensé que así sería siempre. No solo el clima tibio de la primavera y el frío de fin de año, con los cambios de estación bien definidos, sino también con mi frenesí, mis amigos, mi madre y la vida pasando despacio frente a mí, dándome siempre todas las oportunidades que necesitara para intentarlo de nuevo.

      Y entonces las tardes eternas se convirtieron en pestañeos de aire antes de perder la consciencia cada noche. El clima cambió, el verano se instaló y ahora solo existen tres semanas de frío y todo lo demás es sudar y sudar, esperando que del cielo se caiga el sol y acabe, por fin, con todo lo malo que hemos hecho, generación tras generación. De pronto ya soy adulta y la vida me empuja por donde no quiero. Pago recibos, contrato servicios, hago facturas, digo por favor y gracias, observo con una ligera sospecha que antes necesitaba un paquete de toallas femeninas al mes y ahora uno me alcanza para tres periodos. He pensado, seriamente, que no tiene caso que compre una copita menstrual si no me queda tanto para la segunda adolescencia y comenzar a quejarme de los bochornos, de los cambios de ánimo y, quién sabe, hasta de no haber tenido tres o diez hijos como mis tíos. Sí, eso les encantaría, sobre todo porque la última Navidad que pasé con toda la parentela de mi padre terminó en el silencio más incómodo del mundo cuando, en un intento de frenar las preguntas estúpidas sobre mi futuro romántico, sexual y de progenie, reviré con otras sobre préstamos no liquidados, herencias perdidas y, probablemente, un crimen del que nunca tuvimos permiso para discutir porque el perpetrador seguía compartiendo la mesa con nosotros, sin ningún asomo de arrepentimiento. No tuvieron que pedírmelo, yo sola tomé mis cosas, besé a mi padre en la mejilla y recorrí la ciudad en bicicleta a la una de la mañana.

      Pensé que mi familia era caso perdido, aunque no toda mi familia pensaba eso. Al menos no para todas las ocasiones. Supongo que así se mantiene un clan, o la mayoría, unido: por la necedad de algunos de sus integrantes que, o convierten en su proyecto personal la continua adhesión de los que intentan alejarse, o solo desean mantener las apariencias y las ramas del árbol genealógico a la vista. No vaya a ser.

      Eso me lleva a los domingos, que se han convertido en mi vida en el verdadero inicio de la semana. Cuando voy rumbo a la oficina los lunes por la mañana es imposible ignorar la animadversión de los que van al volante, que dan vueltas o cambian de carril con la misma ira de quien pronuncia sus palabras con venganza. Claro, nunca falta el raro que vive en una burbuja extraña en donde todo sucede como lo ha planeado y se siente satisfecho, pero no todos podemos