Desde comienzos de la década de 2000, Bal comienza a interesarse por otro tipo de movimiento: el de las personas, el movimiento continuo, pero también en muchas ocasiones desacompasado, a contratiempo, de la migración. La atención a las estéticas migratorias supone una vuelta de tuerca a su pensamiento móvil, que en este mismo momento comienza también a considerar la potencia del vídeo como herramienta para dar cuenta de esa movilidad. Una gran parte de las obras analizadas en este libro –tanto los trabajos de los artistas examinados como la reflexión sobre la propia práctica videográfica de Bal– abordan este potencial, y la reflexión sobre ellas constituye, en sí misma, uno de los posicionamientos más originales y pertinentes sobre el vídeo como arte del tiempo –time-based art– y el movimiento.
Lugares de encuentro
Puede afirmarse, por tanto, que el pensamiento de Mieke Bal es un pensamiento móvil –siempre en una movilidad que deja estelas, que cambia las cosas, que introduce lo nuevo en el espacio de lo viejo, que conecta lugares, que lleva y trae ideas, interpretaciones, afectos…– y, al mismo tiempo, un pensamiento limítrofe, que diluye y tambalea las fronteras, que las rompe, que las moviliza y las disuelve. Sin embargo, esta movilidad continua adquiere su sentido último en el instante en que el desplazamiento se detiene y produce pequeños momentos de encuentro en los que los tiempos, los sujetos, las teorías, las disciplinas, los métodos, los afectos, se entrelazan, confluyen, conversan, colisionan y tienen contacto. Creo que este es el verdadero centro del pensamiento de Bal, la producción de encuentros y relaciones. Es ahí donde tiene lugar la conversación[17]. Es allí donde tiene sentido el movimiento continuo hacia el otro. Y eso aparece en su obra de diferentes modos. Uno de ellos, quizá el fundamental, es el momento de la lectura. La lectura, la experiencia del ver, se produce como un encuentro, un evento presente en el que la obra y el lector dialogan y conversan, cada uno proyectando sobre el otro sus afectos, y produciendo un espacio nuevo, un sentido nuevo, un significado que se despliega en el presente.
Como es evidente, aquí Mieke Bal se aparta de la Historia del arte tradicional. Frente a una Historia del arte que pretende reconstruir el sentido original, fiel a la intención del artista y al tiempo de su creación, Bal se interesa por cómo el sentido de la obra opera en el lugar de encuentro entre el espectador y la obra. Las obras, nos dice en el fondo la autora, no están en el pasado, no pertenecen del todo a ese momento alejado en el tiempo, sino que son un asunto del presente; están aquí y ahora, y no podemos evitarlas. Su estar aquí entabla una conversación; nuestro mundo de afectos, proyecciones, teorías… se despliega en la lectura de la obra. El analista cultural –como el espectador– no reconstruye un sentido, sino que construye una relación. Una relación entre tiempos, pero también entre sujetos. Mieke Bal, en última instancia, se aleja del pensamiento jerárquico que somete el presente al dictado del pasado. Y, al alejarse de eso, lo libera de la repetición constante de las mismas lecturas e interpretaciones. Es así como logra conceder una cierta agencia al análisis, una posibilidad de actuar y producir transformaciones.
Esa lectura de encuentro, liberadora, se basa en muchas ocasiones en la atención y el cuidado, en el detalle, en la close reading –que aquí Remedios Perni ha traducido como «lectura minuciosa»–. Sus interpretaciones se centran en lo no-visto, lo menos evidente, la sutura, las cicatrices, los lugares que están más allá de las interpretaciones canónicas. Aquello «que ha sido relegado a los márgenes de la imagen»[18] aparece como un punto de fuga para salir del canon y desestabilizar lo dicho y repetido sobre las imágenes. El aparente balanceo de un pendiente en la Lucrecia de Rembrandt, el casi imperceptible gesto de una mano en una de las obras de Stan Douglas, el leve reflejo en las pinturas de Jussi Niva… le permiten romper la lectura preprogramada y dar la voz al presente, leer de nuevo, conectar la obra con el ahora.
La contribución del espectador es, de esta manera, central en la producción de significado de la imagen. Es en este lugar donde emerge otro de los puntos centrales del proceder de Bal: el alejamiento de la intencionalidad del artista. La crítica literaria superó hace tiempo la falacia intencional, pero todavía la Historia del arte sigue presa del intento de reinstaurar el sentido original que la obra tenía para el artista. En las lecturas de Bal, el sentido original es imposible de reconstruir –nunca hubo una lectura pura–, pero es que tampoco es lo que realmente interesa. Porque la obra habla, piensa, hace… funciona más allá del artista. No es el artista el que tiene que hablar. El sentido de la obra no es la intención. Es posible establecer la relación y el encuentro incluso ante las obras aparentemente más subjetivas. Esta es, por ejemplo, la clave de su célebre estudio de la obra de Louise Bourgeois, que evita en todo momento las referencias a la biografía de la artista[19]. En los ensayos de este libro, Bal sigue este procedimiento, haciendo a las obras hablar por sí mismas, concediéndoles una vida y una agencia que no están determinadas y ancladas del todo por lo que el artista ha querido decir o transmitir.
Si lo pensamos bien, lo que Mieke Bal hace aquí tiene que ver también con un proceso de desmitificación del artista. Para cierta Historia del arte, la biografía se ha convertido en un fetiche. Bal intenta subvertir ese fetichismo del aura original que, en el fondo, tiene que ver también con un sentido de la propiedad, de la mercancía, del lujo, de la pertenencia… En última instancia, como bien supo ver Norman Bryson[20], frente a una historia basada en nombres y decisiones individuales, lo que hace Mieke Bal es tomar en cuenta al espectador. La experiencia de la mirada, del acto de ver. Un acto que produce significados. Un evento. Se trata del arte de mirar. Un acto que se produce en el aquí y el ahora. Y es que las obras no ocupan un lugar incorpóreo, sin materia, sino que están emplazadas en espacios concretos. Espacios cargados de códigos, discursos y significados. Las obras no se han colgado solas en los muros. Todo responde a decisiones. La labor del analista es identificarlas, porque esas decisiones configuran la posibilidad de relación con el espectador.
Este libro no cesa de aludir, una y otra vez, a los espacios de exposición, algo por lo que Bal comenzó a interesarse desde bien temprano, pero que sobre todo desarrolló en los noventa y que culminó en libros como Double Exposures[21]. La importancia de la exposición, del discurso museístico, de la narrativa y el discurso del comisario, de las decisiones curatoriales conscientes e inconscientes… es esencial para determinar la posibilidad de significado de la obra. En los últimos años, su interés por esos espacios de encuentro se ha hecho mayor y la ha llevado tanto a la propia práctica curatorial –de obras propias y de otros– como a una atención cada vez mayor sobre la exposición como forma de análisis cultural. Como ella misma sugiere en estas páginas, «más que considerar la exposición un objeto de análisis, ahora encuentro más apropiado considerarla una forma de análisis en sí misma». Esta sería quizá la formulación última de la idea de Hubert Damisch de que el arte piensa, que tantas veces utiliza Bal a lo largo de este libro[22]. El arte piensa, es un objeto teórico. Y la exposición también lo es, un dispositivo de pensamiento y, sobre todo, un dispositivo de relación.
La lectura adquiere su sentido en el espacio –aquí–, pero sobre todo en el tiempo –ahora–. Como el historiador imaginado por Walter Benjamin, Mieke Bal es consciente de que el sentido no está «en el burdel del historicismo», esperando a ser reconstruido y recompuesto[23]. No hay origen al que podamos optar. El origen es un torbellino. La obra habita el ahora, el aquí. El tiempo y el espacio. Está presente. Tan presente como nosotros. La interpretación desde el presente hace que la obra se convierta en un interlocutor de nuestras preocupaciones, pero también que nos diga lo no sabido. Como se sugiere en este libro, «podemos aprender de él [el arte del pasado], capacitarlo para hablar o para responder, convirtiéndolo en pleno interlocutor en los debates sobre conocimiento, significado, estética, y la importancia de éstos en el mundo