Más que declarar la guerra a las disciplinas establecidas, por tanto, el análisis visual como aproximación específica a las prácticas visibles y otros aspectos dentro o fuera de los esquemas de dichas disciplinas ha de optar por aquellas aproximaciones alternativas a los objetos que menos concienzudamente se hayan puesto en práctica hasta el momento. En primer lugar, desde una perspectiva que mantenga cierta distancia con respecto a la historia del arte y sus métodos tradicionales, los estudios de cultura visual deberían tomar como objetos de análisis crítico fundamentales las narrativas dominantes que enmarcan los eventos de visión y sus objetos, y que suelen presentarse como naturales, universales, verdaderas e inevitables. Podrán entonces intentar desbancarlas, de modo que las narrativas alternativas adquieran visibilidad. Deberán explorar y explicar el vínculo entre cultura visual y nacionalismo, tal como se evidencia en los museos, las escuelas y las historias que allí se tratan, así como los discursos que participan del imperialismo y el racismo[46].
Un lugar privilegiado y en absoluto exclusivo donde estas prácticas pueden llevarse a cabo es el museo. En el museo, igual que en otros lugares, los estudios visuales deberían analizar la relación entre las clases sociales y el elitismo en las estrategias educativas de la cultura visual, incluyendo las tareas que tradicionalmente se asignan al museo. Debería también entender algunas de las motivaciones que han dado prioridad a la historia en lo que yo he venido llamando «narrativas de anterioridad» (2006). El tratamiento de las relaciones de poder del presente bajo la rúbrica de «la historia de la nación» puede entenderse como una de las estrategias de control llevadas a cabo por los museos, por la cual sumergen a sus visitantes en sistemas de visibilidad y normalización[47].
Otra importante tarea de los estudios de cultura visual es entender algunas de las motivaciones y consecuentes estrategias que dan prioridad al realismo. Es necesario hacerlo porque el objetivo de la promoción del realismo es estimular el comportamiento mimético. Las clases dominantes se establecen a sí mismas y sus héroes como ejemplos que reconocer y seguir, y apenas es una exageración afirmar que este interés es notable en el culto al retrato, que muestra que los intereses realmente políticos –en el sentido habermassiano– subyacen a la preferencia por el realismo. Éste promueve el gusto por la transparencia: la cualidad artística importa menos que la representación fiel de las figuras destacadas. La autenticidad requerida conlleva una inversión adicional de indicialidad. Desentrañar dichas preferencias y mostrarlas tal como son podría ayudar a disminuir la atracción al realismo de la cultura visual occidental[48].
La tercera y quizá más importante tarea del análisis visual –la tarea en la que confluyen las descritas previamente– es entender algunas de las motivaciones del esencialismo, que promueve la mirada del conocedor (Foucault) al tiempo que la mantiene invisible. Me gustaría dar tres razones por las cuales urge cumplir con dicha tarea. Primero, la idea inamovible de «los objetos primero» que comparten la historia del arte y algunos elementos de los estudios de cultura visual promueve la sumisión a lo que uno (cree que) ve, distrayéndolo de la importancia del entendimiento. Sin embargo, entender va primero, seguido de la percepción que guía, y este entendimiento está encuadrado por compromisos aprendidos a priori. Desde este punto de vista, cambia la relación entre el individuo que mira y las comunidades interpretativas. Segundo, la vinculación genérica de la visión anteriormente mencionada hace del esencialismo visual un asunto problemático. Tercero, existe una necesidad imperiosa de exponer las operaciones de la retórica de la materialidad[49].
Entre el resto de numerosas tareas que derivan de estas tan primordiales, se encuentra, por ejemplo, el análisis crítico del uso de la cultura visual para el afianzamiento de estereotipos de raza y género. Otra tarea es un examen de la interconexión entre lo público y lo privado, y los intereses a los que se responde al mantener esta dicotomía. Dichos intereses se materializan en las prácticas que privilegian el arte estatal, la historia del arte, el mercado del arte y el conocimiento experto (connoiseurship), ordenadas temporal y jerárquicamente. Esta rama predominante en la historia del arte está relacionada con la autoría del conocimiento experto, así como con la propiedad material, las concepciones estéticas, el estilo y el universalismo eurocéntrico promovido por gentileza de dichas prácticas. Todas estas ideas reclaman una hermenéutica de la sospecha dirigida a los remanentes del positivismo en unos estudios de cultura visual obsesionados con el esencialismo visual[50].
Los usos de los objetos cambian el significado a la vez que cambia el ámbito; por ejemplo, los objetos del «hogar» se vuelven más importantes para la gente en diáspora como medio que posibilite la memoria cultural (Bhabha 1994: 7). De forma similar, la función de las características visuales en relación con los procesos sociales –la escala, por ejemplo– puede proveer de una relación específica con el cuerpo, como ocurre en las pinturas de Jenny Saville. Puede transmitir conformidad emocional o distanciamiento, confinamiento, intimidad o amenaza, e incluso, como modo cognitivo de entendimiento, un método «científico» con el que comprender las complejidades del mundo (barroco). Finalmente, las relaciones interdiscursivas e intertextuales entre objetos, series, conocimientos tácitos, textos, discursos y los diferentes sentidos partícipes reclaman también un análisis[51].
Conclusión: el objeto del análisis visual
He extraído este último ejemplo, al igual que los anteriores, del ámbito del arte y de las instituciones establecidas. Lo he hecho intencionadamente con el fin de enfatizar que el análisis visual no se distingue esencialmente por la elección de los objetos. Estoy cansada de la obsesión fetichista con Internet y la publicidad como objetos ejemplares. En cualquier caso, las implicaciones de estos cuatro principios metodológicos deberían quedar claras. Ni la división entre cultura «popular» y «alta» cultura puede ya sostenerse ni tampoco la que existe entre la producción visual y su estudio. Si, como he argumentado, el objeto es también partícipe del desarrollo del análisis, entonces crear y controlar divisiones de cualquier clase se me antoja la más fútil de todas las futilidades en las que se pueda implicar el trabajo académico.
Desde luego, atrapado como está en la dialéctica académica, el análisis visual se hace cargo de lo que otras disciplinas más establecidas han rechazado: las obras de arte no canónicas, las escenas callejeras, las instantáneas privadas, los dibujos de los niños; así como de los pequeños rituales que ningún antropólogo consideraría dignos de tal denominativo, los comportamientos raros que no percibiría ningún psicólogo, las configuraciones visuales en las calles de una ciudad que cualquiera daría por descontadas. Otros objetos quizá en la sombra son los anuncios publicitarios cuyo burdo racismo merece gritos de indignación, pero que con frecuencia permanecen sin ser vistos por resultar demasiado familiares, o también las extrañas yuxtaposiciones en las exposiciones de los museos, que naturalizan las relaciones coloniales de subordinación, o las configuraciones homosociales desfasadas en el siglo xxi. No obstante, la cuestión no es la elección de objetos, aunque pueda resultar útil como crítica a las exclusiones que durante tanto tiempo hemos dado por sentadas. La cuestión es qué preguntas realizamos a estos objetos: preguntas sobre su uso, su afecto, sobre el pirateo; interrogaciones sobre el poder, la materia, el contexto. En la práctica del análisis de las manifestaciones visuales, a los profesionales de los estudios visuales nos gusta dar cuenta de las relaciones cargadas de afecto entre la cosa vista y el sujeto que lleva a cabo el visionado y, por ello, es necesario