Poco sabemos acerca de la historia y de la política del «alfabetismo visual». Este concepto entraña una analogía que no se da entre esencias, sino entre situaciones en el campo del poder/conocimiento. Por tanto, lo que hay que estudiar de la visualidad, en concreto, es precisamente aquello que hace de la visión un lenguaje. Esto es necesario no por subsumir la visión al lenguaje, tal como temen los esencialistas visuales, sino, al contrario, para hacer destacar a ambos en los mismos términos, de modo que podamos compararlos de manera productiva y el intercambio metodológico responsable nos guíe a una auténtica intedisciplinariedad.
El factor más obvio y relevante de la «impureza» visual es la aceptación de que el objeto significa cosas diferentes en distintos ámbitos discursivos. Sin embargo, los objetos poseen cierta resiliencia con respecto a los significados que se proyectan sobre ellos. Los estudios visuales deben examinar tanto esta resiliencia selectiva como los significados que ella misma protege y perpetúa y favorecer con ese análisis la revelación de significados reprimidos. En este contexto, es necesario conservar cierta especificidad relativa a los objetos materiales, aun si con ello se pierde la retórica de la materialidad. Los objetos son espacios en los que las formas discursivas se cruzan con propiedades materiales (Crary 1990: 31). La materialidad de los objetos ejerce cierta influencia sobre el significado: «restringe el significado que estos son capaces de producir», aunque no garantice el hallazgo de un significado «correcto». Hooper-Greenhill escribe: «Si el significados así creado constituye un significado secundario o posterior, los significados anteriores todavía permanecen como un rastro [...]. Los significados anteriores pueden incluso dejar una marca en el propio objeto, una erosión, una pátina o la prueba de su deterioro. Los significados anteriores, por tanto, deben desenterrarse, evocarse, hacerse visibles» (50).
Un caso ilustrativo y conocido entre los historiadores del arte que combina la fugacidad y la resiliencia del significado es la decapitación iconoclasta. Pero lo que visibilizamos, en este caso, es la propia iconoclastia –cuestión de gran importancia para la cultura visual– y no la cabeza perdida. Sólo podemos recuperar el significado por oposición y, de ahí, indirectamente, el significado subyacente al objeto dañado: el retrato del individuo. Los significados antiguos tienen la capacidad de prevalecer sobre los significados aún más antiguos, pero el privilegio de la materialidad minimiza lo que de ahí puede aprenderse. Los cambios dejan cicatrices, legibles como inscripciones de la manera en la que las relaciones sociales y su sistema de dominaciones establecen marcas de su poder y graban recuerdos en las cosas[24].
Al respecto, resulta igual de imposible distinguir claramente los objetos de la historia del arte de los de la cultura visual que delimitar la filosofía y la literatura. Los objetos de la historia del arte, por ejemplo, están repletos de cicatrices y, por lo general, muchos artistas contemporáneos muestran cierta fascinación por estas. Investigan, analizan y aprueban las cicatrices del cambio, en lugar de buscar nostálgicamente el objeto tal como fue «originalmente». Una vez más, los artistas nos ayudan a pensar la historia. La escultura de Louise Bourgeois Spider («Araña», 1997), de la serie Cells («celdas», «células»), contiene fragmentos de tapices que la artista tomó del taller de restauración de tapices de sus padres. En uno de esos fragmentos, en el que aparece un putto, se observa que los genitales de la figura han sido cortados por una madre demasiado celosa, ansiosa por compartir las delicias de sus clientes[25].
Este putto castrado es una cicatriz en un pasado de múltiples capas, constituyendo el estado fragmentado de todo el tapiz una metáfora abrumadora. Entre la Antigüedad imitada, la cultura del siglo xvii haciendo un guiño al pasado, la cultura burguesa francesa de principios del siglo xx reciclando esos materiales, al tiempo que se deshace de aquello que perturba la sensibilidad de la época, y la artista de finales del siglo xx infundiendo la tela de memorias personales –las metonimias de su actual subjetividad–, esta ausencia, el agujero mismo como no-objeto o como objeto-que-ya-ha-sido, constituye el artefacto más importante de la obra. En consecuencia, aun formando parte de una obra de arte, este agujero –ausente y, por tanto, invisible– es también, en sí mismo, un objeto digno del análisis de los estudios de cultura visual. Aunque la instalación de Bourgeois pertenece a la categoría de «arte» y, por tanto, está sujeta a la reflexión de la historia del arte, esta disciplina, a mi entender, resultaría de poca utilidad para el análisis del agujero como cicatriz[26].
Esta fascinación por el tiempo, la reflexión en torno a él y su consiguiente fragilidad y falta de estabilidad duradera llama la atención sobre la materialidad de los objetos visuales. El mencionado agujero es al mismo tiempo material y vacío; es visible y visualmente cautivador, aunque no haya nada que ver en él. Cada mirada rellena el agujero. Encontramos aquí una metáfora simpática, o una alegoría, de la visualidad: impura, (in)material, eventual. La obra de la artista noruega Jeannette Christensen juega con la decrepitud, con la persistencia de las ideas sobre la materia, aportando una perspectiva más a la naturaleza fugaz de la visualidad. Aquí la temporalidad es paradójica: aunque la escultura, elaborada a partir de un material tan perecedero como la gelatina, se va pudriendo y desaparece en el transcurso de pocas semanas, la visión captura dicha temporalidad a mitad de trayecto. Siempre más fugaz que la escultura, el instante de la mirada es también más duradero en su efecto. Las intervenciones de la artista belga Ann Veronica Janssens constituyen una excelente contrapartida con respecto a la paradoja de Christensen, pues parecen seguir el sentido contrario: explorar la materialidad de lo no-material; por ejemplo, de la luz. De nuevo, el objeto de la reflexión visual es la temporalidad de la materia[27].
Las obras de estas artistas, todas ellas integradas socialmente en el mundo del arte y sometidas al estudio de la historia del arte, realizan un comentario sobre dicha disciplina. Exceden su alcance hasta el punto de comprometerse profundamente con un «pensamiento visual a través» de las implicaciones de la concepción de la historia como búsqueda del origen, la búsqueda estándar en la práctica de la historia del arte. Sus intentos por hacer más compleja la temporalidad lanzan una crítica a las nociones estandarizadas. Por ejemplo, estas obras cuestionan la idea de que la procedencia de un objeto determine su significado; la presuposición de que lo guíe hacia un inventariado irreflexivo que haga pasar por naturales una variedad de procesos sociales. Hace pasar por naturales, por ejemplo, los procesos de coleccionismo, de posesión, de adquisición y de documentación de los museos, así como ciertas concepciones de «maestría» artística específicamente históricas y políticamente controvertidas[28].
La noción de cronología es de por sí eurocéntrica. Podemos contemplar la imposición de las cronologías europeas como una de las estrategias de la colonización, junto con el uso del mapa, el censo y el museo. Como espero haya quedado claro, la primera misión de los estudios culturales es la de analizar críticamente aquellas instituciones específicamente sociales y culturales que contribuyan a la naturalización de la visualidad basándose en el poder. Si la visualidad ya no es una cualidad o característica de las cosas ni tampoco un mero fenómeno fisiológico (lo que puede percibir el ojo), entonces el análisis de la visualidad entraña modos de mirar críticos y que privilegien la mirada, así como la idea de que la mirada se basa tan sólo en uno de los sentidos (visión no es lo mismo que percepción visual). Un destino similar aguarda a la noción de «cultura»[29].
La cultura como controversia
Frente a los numerosos tentáculos de la visualidad, la «cultura» ya no puede ser localmente específica, como lo es en la etnografía; ni universal, como en la filosofía; ni global, como en algunos clichés de corte económico recientes; ni un juicio o un valor, como en la historia del arte. En cambio, debemos resituar la cultura, de forma polémica, entre lo global y lo local, manteniendo la especificidad de cada cual, al igual que entre el «arte» y la «cotidianidad», pero usando tal especificidad a fin de examinar los «patrones que determinan la etiología