Para el utilitarismo lo “que brinda la medida de lo bueno o lo malo es la felicidad, y ésta es igual a placer, o como también lo consideran estos autores, la ausencia de dolor. Lo que trasciende para ellos son las consecuencias del acto, no el acto mismo”.5 ¿Qué significan estas ideas? Que para un utilitarista lo que importa es el resultado, las consecuencias, que deben ser útiles y placenteras, y esta combinatoria es sinónimo de felicidad, en lo individual como en lo colectivo.
El utilitarismo, como corriente de pensamiento, puede resultar muy atractivo si nos atenemos sin mayor análisis a sus categorías predilectas, que son la de utilidad y la de felicidad para el mayor número de personas, con lo cual muestra un perfil ético, pero también político y social. Grosso modo para el utilitarista, lo que es útil es siempre plausible, bueno y verdadero. Lo que no lo es, no sirve y es descartable. ¿Podemos decir esto de los seres humanos? Desde el utilitarismo sí, como lo muestran distintos fenómenos de aniquilación programada del hombre: limpieza étnica, experimentos científicos diversos donde lo que interesa es el éxito del proyecto atendiendo a intereses de tipo político y económico casi siempre, y en donde seres humanos en gestación o en otros niveles de desarrollo evolutivo, pueden ser un buen material de experimentación, etc. Esto atenta, lo sabemos, contra la dignidad y el valor de la persona humana.
Para el utilitarista en general, lo principal es buscar la felicidad desde un cálculo de placeres y en consecuencia prescribe huir del dolor, evitar todo lo que pueda representar sacrificio o entereza moral ante una grave enfermedad, un dolor prolongado o un problema en la vida. En una posición así se inspiran los defensores de la eutanasia e incluso del aborto provocado por los motivos que sean. Surge, sin embargo, la siguiente pregunta: ¿se puede decir esto de todo tipo de utilitarismo? Stuart Mill explícitamente dice que no todo placer es negativo ni todo dolor evitarse con lo cual estamos de acuerdo. Es cierto, no obstante, que en diversas esferas de la vida humana particularmente político-sociales, así como en ciertos círculos científicos y biotecnológicos, se aplica un criterio radical –por ejemplo–, en lo concerniente al control natal o poblacional.
El consecuencialismo moral, como variante del utilitarismo, mide o calcula el impacto o consecuencias de la acción humana,6 y el deber moral surge como resultado de sopesar los efectos, resultados y consecuencias de una determinada acción, y no tanto de la ponderación de lo bueno y lo justo en una determinada acción, o de lo que debería de ser. En este sentido, se entiende en la actualidad por consecuencialismo la doctrina que “afirma que el acto correcto en cualquier situación dada es aquel que producirá el mejor resultado posible en su conjunto, juzgándolo desde una perspectiva impersonal que da igual peso al interés de todos”.7
Aquí se aprecia su clara filiación utilitarista: lo que importa es el resultado, la utilidad, sin que sea relevante si los medios para conseguirlo están de acuerdo con criterios éticos distintos a esa acción, es decir, esos medios sean inmorales. Es por esto que “según el razonamiento consecuencialista, la acción correcta (y, por tanto, debida) es aquella que en una situación concreta permitirá alcanzar las mejores consecuencias […], aunque a tal acción, considerada en sí misma, la corresponda la valoración de mala”,8 con lo cual su criterio de moralidad se inserta en una razón instrumental (lo que sirve o que no me afecte es bueno), más que en la tendencia natural del ser humano en su dimensión ética de la búsqueda y cultivo del bien, lo que Sócrates llamaba cultivar “la vida buena”.
Posiciones consecuencialistas y utilitaristas son, por ejemplo, la actitud cientificista que soslaya, en la mayoría de los casos, el valor y dignidad de los seres humanos en atención al avance de la ciencia sin límites,9 actitud que resulta ajena a cualquier regulación moral, y que en un análisis objetivo, presenta multitud de dilemas éticos, como acontece con experimentos clínicos con seres humanos para probar un nuevo medicamento, donde no se tiene la certeza científica de su fiabilidad, como ocurrió con la tristemente célebre tragedia de la talidomina, que provocó que muchos niños de diferentes partes del mundo nacieran deformes a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta10 o los experimentos de Tuskegee (Alabama), con afroamericanos, para observar el desarrollo de la sífilis sin curar la enfermedad con penicilina,11 o —en el caso de los animales— las descarnadas pruebas donde se les toma como “conejillos de Indias” no importando su desmedido dolor —por ejemplo en la vivisección practicada en laboratorios o centros de exprimentación de antaño—, a fin de probar medicamentos o productos de belleza.
El deontologismo, por su parte, propone el cumplimiento racional de los deberes y obligaciones como centro de la vida moral, como propuso Jeremy Bentham en su Deontology or the Science of Morality (1834), en seguimiento de la intuición en torno al deber, propuesta por Kant en su filosofía práctica.12 El matiz aportado por Bentham, sin embargo, incluye un fuerte sentido normativo (reglas que se deben seguir) y prescriptivo (cumplir tales reglas con obligatoriedad moral más que jurídica), lo que significa que “no sólo intenta definir normas aplicables a situaciones concretas, sino que intenta definir lo conveniente e incluso darnos guías de orientación en nuestra conducta”.13 En este sentido, se ve con claridad la función de los códigos de ética en las diversas profesiones y en la vida organizacional de las instituciones de acuerdo con su propio perfil.
El liberalismo moral se centra en la autonomía autárquica del sujeto, donde el respeto a las decisiones privadas de los seres humanos es su constante, resultando irrelevante o pasa a segundo término si esas decisiones puedan conducir al desconocimiento de la ley natural, que en el fuero interno del ser humano se manifiesta como conciencia moral; externamente el único criterio que admite es el derecho positivo y el ejercicio de una libertad como no interferencia (Phillip Petit), o como una libertad libre de dominio (Habermas), resultando casi siempre altamente permisiva y tolerante, donde en nombre de la libertad personal, o de expresión, se puede decir o hacer casi cualquier cosa, olvidando, entre otros valores, el respeto, la búsqueda del bien común y consideración empática y solidaria con los demás. Desde aquí, el paso al egoísmo moral e ironía irreflexiva prácticamente está garantizado.
Un ejemplo de ello –en el ámbito político-social–, es el del semanario satírico parisino Charlie Hebdó, cuya línea editorial es de constantes mofas y ataques a todo lo que pueda criticar. En 2015 publicó unas caricaturas satíricas en referencia a Mahoma, lo que provocó un ataque terrorista por parte de los yihadistas en el que murieron 12 personas. Claramente la reacción por esa ofensa de quienes profesan esas creencias fue desproporcionada, pero no justifica que, en las sociedades democráticas, como una muestra de expresión legítima se tolere o permita cualquier género de agresión en nombre de la libertad de expresión, porque eso también es inmoral. ¿Dónde queda el respeto hacia los demás? En el caso mencionado fueron ridiculizadas las creencias de millones de musulmanes.
Es cierto que, en el caso mencionado, por ambas partes hubo agresión, lo que es un dilema. Lo que podríamos decir es que el respeto a la libertad humana es uno de los derechos humanos fundamentales, sin embargo, ese derecho no puede coculcar o colisionarse con otros derechos básicos, como es el de la vida, ni tampoco atropellar en nombre de la libertad de expresión a la libertad de creencia; ambas son proyecciones distintas —y por tanto respetables— de la libertad humana.
En el ámbito médico, los matices son distintos, dependiendo lo que se quiera acentuar; así, por ejemplo, para Julio Frenk, el liberalismo moral se manifiesta en lo que él llama “medicina liberal”, en donde la práctica médica —y en su interpretación, a nivel personal o institucional— se convierte en una “actividad comercial, como intercambio de mercancías, como venta de servicios. Aparece entonces el universo utilitario disfrazado de asistencia médica y un servicio real o supuesto encubre a la ganancia como centro convencional”.14
No es el único sentido que tiene la expresión, ya que puede ejercerse la medicina a nivel privado o institucional con un alto talante moral y la libertad propia del buen profesionista. Es el caso de tantos médicos y enfermeras(os) que generosa y libremente ejercen la buena práctica médica en la atención de sus pacientes.