Las asociaciones público-privadas y el sector eléctrico en México. Luis José Béjar Rivera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis José Béjar Rivera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587905588
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[…] Durante este período el derecho administrativo se ha visto afectado por un proceso de desestructuración motivada por la globalización mundial, la pérdida de poder del Estado en la sociedad y su descentralización funcional y territorial. Todo ello afecta al régimen jurídico y al sistema orgánico y competencial, dando al derecho administrativo un nuevo horizonte que lo integra en espacios normativos más amplios, provoca la homogeneización y le atribuye nuevos paradigmas, como son los derechos humanos, que le van a hacer superar la concepción tradicional de equilibrador de las prerrogativas de la Administración y las garantías ciudadanas, para convertirlo en medio para el respeto de los derechos y libertades por parte de los poderes públicos3.

      Hoy en día existen, además de los Estados como soberanos (aun cuando el concepto mismo ha cambiado), organizaciones supranacionales que influyen de manera directa sobre la búsqueda de plataformas comunes de trabajo en ese mundo internacional o global, de tal forma que se facilite el diálogo jurídico entre los operadores. Cabe recordar que la globalización jurídica es susceptible de entenderse no solo en su acepción de régimen jurídico supraestatal, sino también como la recepción en un sistema jurídico nacional de modelos regulatorios inicialmente desarrollados en el extranjero, lo que se considera como una muestra de la convergencia de los diferentes modelos jurídicos4.

      En el ámbito del derecho administrativo, ya desde hace años se encuentran con mayor frecuencia contratos públicos con empresas extranjeras. La cantidad de tratados de libre comercio celebrados por México, que invariablemente incluyen un capítulo de compras gubernamentales, ha dado lugar a cambios en la legislación mexicana, cuyas leyes de contratación pública consagran la licitación pública internacional como una de las modalidades para la adjudicación de los contratos, aun con total independencia de si se tiene celebrado o no un tratado internacional con el país origen de la licitante.

      También es un lugar común afirmar que los bolsillos del Estado cada vez son más estrechos y que es mucho más complejo asumir su función natural de satisfacer el interés general, que se traduce en múltiples actividades propias de su quehacer, y que, sin embargo, pareciesen insuficientes5. Esta afirmación –que en México es cuestionable si se considera el constante incremento del gasto público6– enmascara en realidad una mudanza ideológica que ha llevado a replantear no solo los fines del Estado, sino la forma de acometerlos. Se ha producido un paulatino pero constante abandono de las funciones de prestación directa de servicios públicos y de gestión de actividades económico-industriales, que se han visto desplazadas por el recurso a la función de policía (ya sea en la acepción tradicional de actividad administrativa de limitación o en la más novedosa, de regulación económica) para normar la interacción con los sujetos privados –que ahora asumen su gestión directa–, así como a la función de fomento o subvención como recurso de compensación y apoyo a los sectores menos favorecidos, que se ven desplazados en esta nueva economía.

      La conversión del mercado en el referente de la actividad económica y la necesaria mejora de la competitividad han reducido el protagonismo económico de los poderes públicos en cuanto productores de bienes. Las privatizaciones, la externalización de actividades y las fórmulas de regulación de nuevas actividades económicas han supuesto la reducción de contenido del derecho administrativo económico y marcan una tendencia creciente en la que se observa la pérdida del protagonismo, el progreso del control externo y de la creación de autoridades administrativas o administraciones independientes que asumen competencias y funciones que, en otro momento, hubiesen correspondido a la Administración. Manifestación de la conocida «huida del derecho administrativo»7.

      Además, la normatividad administrativa tradicionalmente se ha caracterizado por su poca ductilidad y adaptabilidad a la realidad y a este entorno internacional, so pretexto del principio de legalidad, entendido, por lo menos en México, como un dogma de fe, no como el punto de partida que garantice la actuación debida del Estado, luego entonces, tal como lo señala López Olvera, “seudo normas generales que luego maliciosamente alega limitarse a cumplir, cuando ella misma los ha preparado y emitido”8. Sin embargo, es claro que existe una tendencia a repensar la mecánica de este principio fundamental, particularmente ante el influjo del management, que parece revalorar la importancia de la discrecionalidad sin confundirla con arbitrariedad:

      El derecho como el management están abandonando la ilusión de un mundo hecho de unidad y certidumbre al mundo real y actual de complejidad, diversidad e incertidumbre. El derecho ya no puede pretender señalar lo que debe ser, pero sigue resultando fundamental para definir el espacio del comportamiento aceptable, dentro del cual los individuos pueden autoorganizarse. De esta concepción de sabor claramente neoinstitucionalista, el derecho se convierte de proveedor de seguridad en reductor de incertidumbres, permitiendo así incrementar la libertad de los individuos, cuyo desarrollo es el espacio específico del derecho instrumental9.

      En México, el principio de legalidad se ha entendido entonces como una camisa de fuerza autoimpuesta por el propio Estado y su Administración Pública, en lugar de entenderse como esa base de seguridad jurídica para todos los administrados de que los fines públicos serán perseguidos adecuadamente en un marco de legalidad, como lo reconoce Aguilera desde una perspectiva no limitada al derecho administrativo:

      El constitucionalismo liberal moderno ha incurrido en un formalismo jurídico vacío y estéril de contenido e interpretación, pero no ha procurado la integración efectiva de los ciudadanos en el orden sociopolítico, una integración amplia en torno a una cultura sólida de derechos fundamentales y libertades públicas10.

      Por tanto, siempre resulta interesante que en esa vorágine legislativa se busquen medios que otorguen cierta flexibilidad a la Administración Pública, especialmente en materia de obtención de recursos económicos, así como mejores y más flexibles formas de contratación pública.

      Aunado a lo anterior, también es una realidad que cada vez es más relevante la participación ciudadana en el diseño, el establecimiento y la ejecución de las políticas públicas11. Es decir, se ha perdido esa posición ajena y propia del súbdito que guardaba el administrado frente a la Administración Pública, y el ciudadano se ha convertido en pieza fundamental en la ejecución de las políticas públicas y en un verdadero coadyuvante en la consecución de los fines de interés general del Estado, como señalaba ya hace años Muñoz Machado:

      Lo que busca fundamentalmente con la participación ciudadana en las funciones administrativas es ofrecer un cauce a la expresión de las demandas sociales que sea también útil para controlar las decisiones que las autoridades administrativas adoptan en el marco de sus poderes discrecionales. No es que con la participación se vaya a sustituir o eliminar totalmente la decisión soberana e irresistible que está encomendada a la Ley (García de Enterría), sino que el ciudadano, que, en definitiva, es depositario del derecho originario de la soberanía ya no está dispuesto a dejar en las exclusivas manos de la Administración la definición del interés general, sobre todo cuando las decisiones se resuelven en puros criterios de oportunidad. El ciudadano ya no interviene sólo, según era tradicional, para defender sus personales intereses, sino para tomar parte en las decisiones que afectan a la comunidad en que vive12.

      Hoy en día ya no puede decirse que el control exclusivo de la Administración Pública recae sobre el Estado, sino que es la ciudadanía la que se manifiesta como el beneficiario definitivo de la Administración. Es por ello por lo que cada vez cobra mayor peso la participación ciudadana, no solo en el ámbito del ejercicio de los derechos políticos –y aún más de la simple consulta establecida en el artículo 26, apartado A, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) y la Ley de Planeación (LP) que le permite concertar algunos temas al momento de elaborar el Plan Nacional de Desarrollo (PND), o la Ley Federal de Consulta Popular, que le posibilita opinar sobre temas de trascendencia nacional13–, sino también como un ejecutor directo de las políticas públicas, como lo señala Rodríguez-Arana:

      La participación de los ciudadanos en el espacio público está, poco a poco, abriendo nuevos horizontes que permiten, desde la terminación convencional de los procedimientos administrativos, pasando por la presencia ciudadana en la definición