—¿Y qué otra cosa voy a hacer? No es que pueda cambiar lo que hay.
—Pero hay medicamentos —protestó Karen antes de darse cuenta de que eso no lo sabía en realidad. Añadió con menos certeza—: Debe de haberlos.
—Nada de eso puede cambiar el curso de esto. Créeme, Flo lleva semanas mirando en Internet. Hay unas pocas cosas prometedoras que podrían ralentizar el progreso, pero no son definitivas.
—¿Y ha mirado Flo otros diagnósticos posibles? —le preguntó Karen queriendo creer que no había realizado una búsqueda completa a pesar de que no sería lo más probable tratándose de la madre de la compulsivamente organizada Helen Decatur-Whitney.
—Tendrás que preguntarle. Liz y ella llegarán en un momento. Van a desayunar con nosotras.
—Ya decía yo que estabas haciendo beicon para un regimiento.
—Creemos que ya estamos demasiado mayores para preocuparnos por el colesterol. ¿A esta edad, cuántas semanas o minutos de vida puede robarnos? Ya he tenido una vida plena y Liz también, aunque a Flo probablemente le queden unos buenos años aún antes de que empiece a aceptar lo inevitable, como nos pasa a Liz y a mí.
—Me gustaría que dejaras de hablar como si la muerte estuviera al otro lado de la esquina —dijo Karen estremeciéndose.
Frances le lanzó una mirada de disculpa, aunque no retiró lo dicho.
—Cielo, todos vamos a morir. Una vez llegas a mi edad la única pregunta es si nos iremos armando mucho jaleo o sin quejarnos.
Karen intentó contener la pena.
—Espero que te vayas peleando.
Frances se rio.
—Haré lo que pueda. Y ahora ya basta de esta charla tan tétrica. ¿Sabes que Flo tiene novio?
Karen no pudo evitarlo y se quedó con la boca abierta.
—¿Lo sabe Helen?
—No, si Flo se ha salido con la suya —le confió Frances—. Está muy segura de que a su hija le daría un infarto si se enterara.
—Pues entonces ten por seguro que no seré yo la que se lo cuente —dijo Karen que, impulsivamente, se levantó y abrazó a Frances—. ¿Te extraña que te admire tanto? Liz, Flo y tú me inspiráis. Cuando sea mayor, quiero ser como vosotras.
—Oh, mi niña, tú eres como eres y, si quieres saber mi opinión, eres fantástica tal cual.
—Y esa es la otra razón por la que te quiero. Hasta que te conocí, no supe lo que era el amor incondicional.
Frances la miró con tristeza.
—Seguro que tu madre...
—Sabes bien que no, pero te tengo a ti, y es una de las cosas por las que doy gracias cada día.
¿Y qué demonios haría si perdiera ese apoyo tan inquebrantable, a la mujer que había sido su tabla de salvación y su mayor protectora en todo momento? Sin ella, las perspectivas de futuro eran demasiado desalentadoras como para soportarlas.
Adelia se sobresaltó cuando la puerta de la casa se cerró de un golpe. Un minuto después, Ernesto entró en la cocina lleno de furia.
—¿Qué es esto? —preguntó tirándole una tarjeta de crédito sobre la mesa—. ¿Crees que estoy forrado de dinero?
Durante demasiados años, Adelia se había acobardado bajo esa mirada y enseguida se había ofrecido a devolver lo que fuera que lo había enfurecido. Pero ya no. Por mucho que él se ocupara de sus cuentas, sabía hasta el último centavo que tenían en el banco.
—¿Algún problema? —le preguntó con firmeza.
—Te has gastado cientos de dólares en ese gimnasio donde trabaja tu hermano solo en una semana. Y ya que no veo que hayas perdido ni un gramo, ¿en qué te lo has estado gastando?
—Pues resulta que he perdido dos kilos —dijo con orgullo, y como no pudo aguantarse, añadió—: He pensado que debía ponerme en forma para lo que me surja, o quien me surja.
El comentario lo dejó atónito.
—¿Cómo dices? ¿Qué significa eso?
—Tú has seguido con tu vida, ¿por qué no iba a hacerlo yo?
Él se sonrojó ante el desdeñoso comentario.
—Si me entero de que estás engañándome...
Adelia lo miró y lo desafió a terminar.
—¿Sí? ¿Qué vas a hacer? ¿Quejarte de lo indigno que sería eso? ¿Divorciarte de mí? Eso sí que nos daría una experiencia de lo más animada en los tribunales.
La miró fijamente.
—¿Qué te ha pasado?
—Que he descubierto que tengo agallas —le contestó con inconfundible orgullo—. Te advertí que podía pasar. Ahora tienes que pensar cómo vas a actuar ante esto.
Él abrió la boca para hablar, pero sacudió la cabeza, se giró y se fue.
Adelia lo vio marcharse y una sensación de bienestar la invadió. Unos meses atrás, incluso semanas atrás, la habría aterrorizado haberle hablado con tanto atrevimiento, con tanta terquedad. Ahora se sentía triunfante. Tal vez era demasiado tarde para recuperar su matrimonio, pero estaba claro que no era demasiado tarde para encontrarse a sí misma.
Elliott había hablado con Karen a primera hora de la mañana para ver cómo había ido la cita con el médico, pero por desgracia no podían darle un diagnóstico definitivo sin realizarle más pruebas y les había recomendado un especialista en Columbia. Pasarían un par de semanas hasta que lo supieran con certeza.
Aún seguía preocupado no solo por Frances, sino por el impacto que lo que le sucediera tendría en Karen. Eso era lo que estaba pensando mientras iba del spa al gimnasio. Cuando entró, le sorprendió ver que las paredes de la sala principal estaban terminadas y lucían un jovial tono verde salvia. Por él habrían sido verde pálido, pero Maddie le había convencido de que incluso a los hombres les gustaría ese toque de color.
—Si las ponéis grises, con todas las máquinas en gris acero y negro, pronto esto tendrá un aspecto tan sórdido como el Dexter’s —había insistido.
Al mirar a su alrededor tuvo que admitir que había tenido razón. Resultaba limpio y acogedor. Costaba creer que en otro par de semanas las puertas estuvieran abiertas. Por fin tendría un negocio con beneficios potenciales y decentes y a lo mejor hasta Karen podía dejar atrás su preocupación por el dinero.
Encontró a los demás tomándose un descanso en la terraza trasera.
—¿Qué hacéis aquí todos holgazaneando? Aún hay trabajo por hacer.
Ronnie levantó una cerveza a modo de saludo.
—Estamos en pleno proceso de tormenta de ideas y la cerveza ayuda.
Elliott asintió.
—Pues dadme una y así os ayudo yo también con las ideas. ¿Sobre qué tema?
—Tenemos que encontrar un nombre para el local —dijo Cal—. Maddie está histérica porque no puede hacer la publicidad ni encargar un rótulo sin un nombre. Se niega a llamarlo The Club, que es lo que le propuse.
—Y no me extraña —dijo Travis—. Hasta yo puedo ver que tendría sus inconvenientes, como por ejemplo que la gente no sabría qué clase de club es. Podríamos estar celebrando partidas ilegales de póquer o tener salas llenas de humo de tabaco.
Elliott agarró su cerveza y se sentó contra la baranda de la terraza.
—¿Alguna otra opción de momento?
—¿Qué