Ideología y maldad. Antoni Talarn. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antoni Talarn
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9788412207736
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En la China de Mao, se estimaba que la piedad ante el enemigo era una vergonzosa crueldad para con el pueblo. Un ejemplo muy citado es el genocidio de Ruanda de 1994, en que los que antaño eran amigos y vecinos se convirtieron, en cuestión de meses, en terribles verdugos de sus congéneres, convencidos de que asesinarlos era lo moralmente correcto.

      Actúa en estos casos lo que se ha dado en llamar «violencia virtuosa»: acciones en las se considera que infligir dolor, sufrimiento, miedo, heridas, o muerte es un medio necesario y deseable para los fines que se buscan (Fiske y Rai, 2014). La violencia es sentida como virtuosa cuando el sujeto y su grupo de referencia, consideran que hacen «lo que hay que hacer», aunque sea difícil, duro o comprometido llevarlo a cabo. El inquisidor, el militar adscrito a una causa, el juez partidista, el terrorista suicida, el tirano y tantos otros agentes del mal están absolutamente convencidos de que, en el fondo, procuran un bien para la mayoría de la sociedad. Volveremos sobre el interesante concepto de violencia virtuosa en la introducción a la segunda parte de este volumen.

      4) Que la conciencia moral no suele ser cuestión de todo o nada se revela al observar como ciertos personajes malvados experimentaban amor, respeto o piedad por unas cosas o personas y no por otras. Hitler, por ejemplo, sentía respeto hacia los animales y condenaba con energía la prostitución13. Hay terroristas que matan por la mañana y que pueden, efectiva y afectivamente, sentir culpa, pena o compasión, si su vástago se muestra incomodo o frustrado por la tarde. O violadores de menores que lloran desconsoladamente al ver a su canario muerto en la jaula (Cáceres, 1991). La novela de Stevenson es un tratado completo sobre este fraccionamiento o disociación de la moral.

      Glover (1999) emplea el término «irrupción» para describir cómo, en ocasiones, en el más cruel de los sujetos puede aparecer una brecha de simpatía humana. Cita como el propio Himmler, jefe de las SS, quedó impactado ante el fusilamiento de un centenar de personas, o como Rudolf Höss, el que fuera comandante de Auschwitz, pensaba en su familia al ver a mujeres y niños entrando en las cámaras de gas. Tristemente para todos, estas irrupciones de moralidad humana no suelen concretarse en conductas efectivas como detener la actividad de aquel empeñado en conseguir sus objetivos a toda costa.

      Otro ejemplo de que la conciencia moral se puede escindir lo vemos si nos observamos a nosotros mismos y nos percatamos de que, aunque, como la mayoría, somos sujetos con una conciencia moral bien dotada, no siempre nos comportamos de acuerdo con la misma. Cometemos, entonces, pequeñas inmoralidades qué al sentirlas triviales, toleramos sin más. La psicología social nos muestra, con estudios de campo muy bien diseñados, como un 30% de las personas de nuestra sociedad tiende a saltarse ciertas normas de urbanidad; otro 20 o 30% las cumple siempre y entre un 40% y un 60% las viola en función de lo que observa a su alrededor (Keizer, Lindenberg y Steg, 2008).

      Villegas (2018), con una perspectiva un tanto diferente a la de Armengol (2018) nos ayuda a distinguir entre conciencia de culpa y sentimiento de culpa. La una no implica necesariamente la otra. Una persona puede reconocer que es el autor de un crimen, —es decir tiene conciencia del mismo—, pero, en base a sus justificaciones, no sentirse responsable —culpable— del mismo. Como señala el autor, hay presos que saben que están pagando su deuda con la sociedad y cuando cumplen la condena se sienten ya legitimados socialmente. Suelen decir que se equivocaron, pero no aceptan la culpa, no reconocen el daño causado, no hacen nada por repararlo, no están arrepentidos, ni piden perdón. La culpa, como sentimiento que implica una responsabilidad por el daño causado, no siempre aparece. Cuando una persona se siente culpable, se siente responsable. A lo largo del texto tendremos oportunidad de contemplar cómo en multitud de ocasiones los ejecutores de crímenes son conscientes de sus actos, pero no se sienten culpables de los mismos, puesto que emplean las más diversas justificaciones frente al sentimiento de culpa.

      En este sentido, cabría preguntarse si los hacedores del mal, al creer que estaban obrando en función de un bien superior, deberían ser considerados responsables de sus actos. Kekes (2005) aclara de modo definitivo este punto al señalar que no hay excusa para ellos. Las creencias o ideologías que tratan de defender, sean las que sean, no exigen que sus actos sean tan excesivos. Por decirlo de otro modo: para defender un Estado, una fe, una política o cualquier otra condición, no es necesaria la crueldad y la malevolencia feroz para con los adversarios. Ninguna justificación moral explica los excesos que se cometen en nombre de alguna ideología. Muchos defensores de patrias, honores, ideas o fes hubiesen tenido suficiente para sus propósitos exiliando o encarcelando14 a sus enemigos: sin embargo, se cebaron en ellos, con la intención de causarles el máximo sufrimiento posible. Tampoco el adoctrinamiento, del que hablaremos más adelante, puede representar una exención de responsabilidades frente a los actos cometidos. Kekes dice:

      Las personas, por supuesto, pueden ser adoctrinadas, pero no se les puede impedir que vean que sus propias acciones —incitadas o admitidas por su ideal— causan regularmente un daño grave. No pueden ignorar el olor de la carne quemada, los gritos de agonía, ni las heridas de los cuerpos torturados a causa de sus acciones15.

      De todo ello se deriva una conclusión, ya apuntada anteriormente: de la sola acción de la conciencia moral no puede esperarse el fin de la maldad humana. No solo porque haya muchas personas con una conciencia adormecida o muy fragmentada, disociada, diríamos, en términos psicoanalíticos, sino porque la conciencia puede errar en su propia valoración y dar por bueno aquello que, a todas luces, resulta malo y dañino.

      En este sentido, hay que reconocer que el humano es un malabarista consumado a la hora de justificar sus calamidades. Todos parecemos necesitar eludir la condena moral y legal de ciertas acciones, especialmente en el caso de las más perjudiciales para los demás. Garzón (2004) describe cinco estrategias básicas:

      A) Sostener que la calamidad era una desgracia humanamente inevitable. Se equipara la calamidad a una catástrofe que escapa al control humano.

      B) Negar la autoría de la calamidad, señalando que lo sucedido no era la intención de lo buscado. Si han ocurrido desgracias, estas han sido daños colaterales, que no se pretendían originalmente. Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki pretendían, según los norteamericanos, terminar con la guerra, no matar a 300 000 personas y perjudicar a muchas más.

      C) Invocar pretendidas verdades absolutas que justifican las acciones emprendidas. Argumento propio de fanáticos, sectarios y autócratas.

      D) Alegar que la situación sobre la que se actuó era ya calamitosa de por sí y que lo único posible era optar por la calamidad menos grave. Garzón apunta que los que optan por esta estrategia exculpatoria actúan como si poseyesen un «calamómetro» para medir objetivamente los perjuicios de las calamidades a considerar, cosa imposible de por sí. La ley de obediencia debida de 1987, que dejaba impunes a los militares argentinos, se dictó, según Alfonsín, para preservar la democracia. Bush, Blair y Aznar justificaron la ocupación de Irak (2003–2011) empleado esta estrategia.

      E) Postular que la calamidad era imprevisible. El gobierno de EE. UU. empleó este argumento para excusarse de la masacre de Mi Lay de 196816.

      Se emplee la justificación que se emplee para justificar las acciones dañinas contra los demás, no es posible obviar un detalle nuclear: la libertad y la responsabilidad son dimensiones propias del ser humano y ello implica que las acciones humanas poseen una naturaleza moral. Dañar a otros, cuando es posible no hacerlo e independientemente de los motivos que impulsan esta acción, es un pecado (Villegas). Pecado no en el sentido religioso del término, sino en el sentido psicológico: implica una responsabilidad, una culpa, más allá de que se admita o no; posee una dimensión interpersonal, ética, y se basa en los anhelos egoístas, anómicos, lo que implica un insuficiente desarrollo moral. El autor es muy claro al escribir:

      En este contexto adquiere sentido el concepto de “pecado capital”, entendido como aquella serie de actitudes hacia el mundo y los demás que nos pueden llevar considerarnos superiores a ellos y pretender dominarlos (soberbia), destruirlos (ira) o rivalizar con ellos (envidia); o que nos pueden impulsar a tratar a nuestros semejantes como objetos de deseo (lujuria), acaparar los recursos naturales (avaricia) o consumirlos (gula) como si fueran de propiedad exclusiva nuestra; y, finalmente, que pueden arrastrarnos a desatender nuestras obligaciones éticas