—Ven —Tom comenzó a moverse despacio, apenas levantando los pies. No imitaba exactamente el paso lento y deslizante de los zombis, pero sus movimientos eran fluidos. Benny hizo su mejor esfuerzo para imitar todo lo que Tom hacía. Pasaron dos casas en las que había zombis en sus jardines. La primera casa, a su izquierda, tenía tres zombis al otro lado de una cerca de alambre que les llegaba a las caderas. Dos niñas pequeñas y una mujer mayor. Sus ropas eran jirones que ondeaban como banderillas de fiesta en la brisa cálida. Cuando Tom y Benny caminaron junto a ellas, la mujer mayor giró hacia ellos. Tom se detuvo y esperó, con la mano tocando la empuñadura de su espada, pero los ojos muertos de la mujer no se detuvieron en ellos. Unos pasos más adelante, a su derecha, cruzaron un jardín, en el que estaba un hombre en bata de baño, mirando hacia una esquina de la casa como esperando a que algo sucediera. Estaba en pie entre hierbajos y enredaderas que envolvían sus pantorrillas. Parecía haber estado así durante años, y, con una sensación de horror, Benny entendió que probablemente así fuera.
Benny quería dar la vuelta y correr. Su boca estaba tan seca como la arena, y el sudor corría por su espalda empapando su ropa interior.
Se movieron a un paso constante por la calle, siempre despacio. El sol se dirigía a la parte occidental del cielo, y oscurecería en unas cuatro o cinco horas. Benny supo que no podrían volver a casa antes del ocaso. Se preguntó si Tom lo llevaría de regreso a la gasolinera… o si estaba lo bastante demente para guarecerse en una casa vacía del pueblo fantasma. Si tuviera que dormir en una casa de zombis, incluso si no había zombi alguno, Benny estaba seguro de que se alteraría más que una vaca loca.
—Ahí está —murmuró Tom, y Benny miró hacia la casa con la puerta roja. Un hombre estaba en el interior, mirando hacia fuera por un ventanal. Alguna vez había tenido pelo color arena y una barba rala, pero ahora el cabello y la barba casi habían desaparecido, y la piel de su cara parecía cuero restirado.
Tom se detuvo afuera de la cerca de madera blanca despintada. Miró del retrato de erosión al hombre en la ventana y de regreso.
—¿Benny? —dijo en voz baja—. ¿Crees que sea él?
—Ajá —confirmó Benny en un chillido.
El zombi en la ventana parecía mirarlos. Benny estaba seguro de ello. La cara desgastada y los pálidos ojos muertos apuntaban directamente a la cerca, como si hubiera estado esperando todos esos años que un visitante llegara a la puerta de su jardín.
Tom presionó la puerta con un dedo de su pie. Estaba cerrada.
Moviéndose muy despacio, Tom se inclinó y descorrió el cerrojo. El proceso tomó más de dos minutos. Un sudor nervioso corría por la cara de Benny, y no podía apartar los ojos del zombi.
Tom empujó la puerta con su rodilla, y la abrió.
—Muy, muy despacio —dijo—. Luz roja, luz verde… Hasta la puerta.
Benny conocía el juego, aunque, en realidad, nunca había visto un semáforo funcionando. Entraron en el jardín. La mujer mayor en el primer jardín se volvió de pronto hacia ellos. Y también el zombi de la bata de baño.
—Alto —siseó Tom—. Si tenemos que correr, ve a la casa. Nos podemos encerrar y esperar a que se dispersen.
La mujer y el hombre de la bata los encaraban, pero no avanzaron.
La escena transcurrió así por un minuto que pareció una hora.
—Tengo miedo —dijo Benny.
—Está bien sentir miedo —dijo Tom—. Temer es sabio. Sólo no dejes que te invada el pánico. O podría matarte.
Benny casi asintió, pero se contuvo.
Tom dio un paso lento. Luego otro. Era un avance irregular, con el cuerpo meciéndose como si sus rodillas estuvieran entumecidas. El zombi de la bata de baño giró y observó fijamente la sombra de una nube que se movía por el valle, pero la mujer no apartaba la vista de ellos. Su boca se abría y se cerraba, como si estuviera masticando despacio.
Pero pronto ella también se apartó para mirar la sombra en movimiento.
Tom dio un paso y luego otro. Benny lo siguió al fin. El proceso era terriblemente lento, pero a Benny le parecía que se movían demasiado rápido. Sin importar el esfuerzo que hicieran, le parecía que todo lo hacían mal, que los zombis —todos ellos, de un lado y otro de la calle— de pronto correrían hacia ellos y gemirían con sus voces resecas y polvosas, y que una gran masa de muertos hambrientos los rodearía.
Llegaron a la puerta y Tom tocó el picaporte.
Su mano hizo girar el pomo y la cerradura se abrió con un clic. Tom empujó suavemente la puerta y entró en la oscuridad de la casa. Benny echó un rápido vistazo a la ventana para asegurarse de que el zombi siguiera allí.
Sólo que ya no estaba.
—¡Tom! —gritó Benny—. ¡Cuidado!
Una figura oscura se arrojó hacia Tom desde las sombras del corredor de la entrada. Quiso asirlo con dedos blancos como la cera y gemía con un apetito indecible. Benny gritó.
Entonces pasó algo que Benny no pudo comprender. Tom estaba ahí y de pronto no estaba. El cuerpo de su hermano se movió con gran rapidez mientras se balanceaba hacia el costado del brazo derecho del zombi, se agachaba, agarraba desde atrás las espinillas del zombi, y empujaba con el hombro la espalda del antiguo Harold Simmons. El zombi cayó instantáneamente hacia delante, de cara, levantando nubes de polvo de la alfombra. Tom saltó a la espalda del zombi y usó las rodillas para aplastar los dos hombros contra el suelo.
—¡Cierra la puerta! —ladró Tom mientras extraía un rollo de cordel de seda delgado de un bolsillo de su chamarra. Enredó el cordel alrededor de las muñecas del zombi y tiró de él para juntar y atar las dos manos detrás de la espalda de la criatura. Levantó la vista—. ¡Benny, la puerta, ya!
Benny salió de su estupor y notó que había movimiento en su visión periférica. Miró a la mujer, las dos niñas y el zombi de la bata, tambaleándose por el caminito del jardín. Benny azotó la puerta y la aseguró, y luego se recargó contra ella, jadeando, como si hubiera luchado cuerpo a cuerpo con un zombi hasta derribarlo. Con una sensación de horror, entendió que lo que había atraído a los otros zombis probablemente había sido su propio grito de advertencia.
Tom sacó una navaja plegable y cortó el cordel de seda. Mantuvo su peso sobre el zombi que se retorcía mientras hacía un lazo grande, como un nudo de horca. El zombi seguía tratando de volver la cabeza para morder, pero a Tom no parecía preocuparle. Tal vez sabía que el zombi no podía alcanzarlo, pero Benny seguía aterrado por aquellos dientes grises y podridos.
Con un hábil giro de la muñeca, Tom metió la cabeza del zombi dentro del nudo, atorándolo bajo la barbilla, y luego tiró del cordel, cerrando el lazo y obligando a la criatura a apretar las mandíbulas, que se sellaron con un clac. Tom enredó más cordel alrededor de la cabeza del zombi, de modo que el hilo pasaba bajo la mandíbula inferior y sobre la coronilla. Cuando dio tres vueltas de cordel, lo ató con fuerza. Aplastó el cuerpo del zombi, inmovilizó sus piernas y sujetó sus talones uno al otro.
Luego Tom se puso en pie, guardó el resto del cordel en el bolsillo y plegó su navaja. Se sacudió el polvo de las ropas y volteó hacia Benny.
—Gracias por la advertencia, niño, pero ya lo tenía.
—¡Con un…!
—Esa boca —lo interrumpió Tom en voz baja.
Tom fue hacia la ventana y miró hacia el exterior.
—Hay ocho de ellos allá afuera.
—¿No… es decir… no deberíamos… sellar las ventanas, tapiarlas con maderos?
Tom rio.
—Oyes demasiadas historias. Si empezáramos a clavar tablas,