—Porque así no levantaría tantas sospechas. Todas las malas decisiones parecen salir de la boca del mago de las Montañas Sagradas, así que cuando Lorius avance sin piedad por el norte, todos lo culparán a él —reflexionó Bibolum—. Belemis saldría reforzado y dispuesto a aceptar una alianza con el hechicero que, evidentemente, ya está pactada de antemano.
—¡Será canalla! —lo insultó Libélula, demostrando su profunda rabia—. ¿Cómo ha podido aliarse con semejante bellaco? Él, que perdió a su hijo Hanis a manos de un puñado de lopiards.
—¿Hanis, has dicho? —Confusa, Valeria trataba de organizar sus ideas en la cabeza—. ¡Érika, dame el libro de mamá! —La niña se lo entregó sin dilación y ella comenzó a pasar las páginas con celeridad—. Si no recuerdo mal, mi madre citaba al padre de Hanis como uno de los cerebros conspiradores de la trama. Estuvo en los Valles Infinitos, y allí también coincidió con uno de los esbirros de Lorius: Peval Nortal. ¡Aquí está! —exclamó, señalando la parte en la que los mencionaba. Bibolum sujetó el diario con una mano y leyó varios fragmentos—. Es evidente que en esa escuela de magos se inició la sublevación. Puede que Zacarías también esté implicado en todo este asunto. A lo mejor es solo un peón al que sacrificar, pero necesario.
El mago levantó la vista del libro y examinó a la guerrera. Era inteligente, muy astuta. Y pensó cuánto le habría gustado que ella fuese la que dirigiese las tropas contra el enemigo. Así debería haber sido: la descendiente guerrera liderando el levantamiento contra los traidores que se habían sumado a Lorius. Se estremeció. Aquello ya no podía ser debido a que el brujo les había asestado un duro golpe reclutando a otra de las descendientes: a la artesana. Ahora debía confiar en que ese guardián, recién despertado, comprendiese la necesidad de una contienda y no dudara ni un ápice en demostrar su fidelidad y valentía.
—Belemis era un reputado profesor en la escuela del Valle cuando la guerra comenzó, y desconozco los motivos que lo mueven a renunciar a la magia blanca. Si alguien puede ayudarte a responder esas preguntas, es uno de sus mejores amigos: Zacarías. Este ha consagrado su vida a ayudar a los nuevos guardianes. Aunque es un mago del aire, dejó de impartir sus clases a los pupilos de la academia para entrenar a los humanos elegidos. Él insistió muchísimo en la necesidad de adiestrar con técnicas más combativas a los guardianes.
—Pero también los guardianes se han sublevado —insistió ella—. Y son muchos los mentores de esa escuela implicados en esta absurda conspiración. ¿Acaso Lorius estudió allí?
—No, él no es un mago de los elementos —reflexionó Bibolum, frunciendo el entrecejo mientras acariciaba su larga barba—. Él estudió en la escuela del Cosmos, como Aldin, como... yo. Su poder no proviene de la naturaleza, sino de la energía del propio universo.
—¿Y por qué colaboran con él? Parece que Lorius tuviese un millón de amigos allí.
El gran mago mostró una sonrisa burlona que no pasó desapercibida para el resto. Meditabundo, se dejó caer en la cama, todavía contrariado por las acertadas observaciones de la descendiente. ¿Amigos? Lorius ignoraba el significado de la palabra lealtad. Mantenía a algunos muy cerca de él, pero no por apego o un sentimiento de compañerismo, sino porque les eran útiles para sus propósitos. Y él lo había descubierto demasiado tarde. Sin embargo, ¿por qué acudir a los magos del Valle?
Postrado en la cama, hacía grandes esfuerzos por aguantar el dolor que le ocasionaba la pierna. Estuvo a punto de perderla cuando se precipitó junto con su dragón desde el cielo. Había intentado guiarlo, darle ánimos, pero Mivial, malherido, ya había cerrado los ojos. Fue entonces cuando perdió el control total del vuelo y ambos giraron en el aire como pájaros insignificantes a merced del viento.
Se incorporó y tomó su medicina para apaciguar el resquemor, el cual le ascendía desde el dedo gordo del pie hasta la ingle. Se agarró a la muleta y, manteniendo el equilibrio, consiguió dar unos pasos. Necesitaba respirar aire puro. Estaba harto del olor a desinfectante, de cataplasmas a base de hierbas y de ese aroma nauseabundo que provocaba la enfermedad en sí. Examinó esa especie de tienda de campaña improvisada para atender a los heridos de guerra y se compadeció de todos ellos, incluso de sí mismo. No debería haber terminado allí junto a esos valientes que lo habían dado todo por salvar la magia. Él no. No se lo merecía. Debería estar enterrado bajo tierra, con su compañero, con su amigo Mivial.
La guerra duraba demasiado, más de lo previsto. Había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido e ignoraba cuántos más debían pasar. Pero para él ya había terminado.
Dejó que una bocanada de brisa fresca hinchara sus pulmones y se sentó en uno de los bancos que rodeaban la enfermería. Entornó los párpados y respiró la tranquilidad del lugar, esa que le fue arrebatada a diario durante la contienda, y por primera vez se sintió en paz consigo mismo.
—¡Tienes un aspecto penoso! —Reconoció esa voz irritante al instante, pero prefirió continuar en silencio y con los ojos cerrados—. He sabido que habías resultado herido en el combate aéreo justo cuando apenas unas semanas antes te habían ascendido a capitán. ¡Mírate, Bibo! Ni en tus sueños habrías imaginado convertirte en el capitán de un pelotón. Siempre has sido algo soso y pusilánime. Y los dirigiste como un auténtico valiente, surcando los cielos y ganando numerosas batallas. Lástima que haya muerto el dragón.
—¡Se llamaba Mivial! —le reprochó, abriendo de par en par los ojos—. ¿Qué estás haciendo aquí, Lorius?
Reparó en el extraño atuendo del hechicero. Siempre vestía con pantalones oscuros, pues odiaba las túnicas. Sin embargo, una con tonos violáceos se deslizaba hasta sus tobillos, ocultando sus enclenques piernas.
—Ya te advertí que esta guerra estaba perdida antes de que comenzase. ¡Ha sido una completa pérdida de tiempo!
—Todavía no ha terminado.
—Oh, sí, mi querido amigo, lo ha hecho —dijo, mostrando su habitual narcisismo.
—Hace años que no tengo noticias tuyas. No has contestado a ninguna de mis cartas, ¿y ahora te presentas aquí como si nada?
—Bueno, he estado algo ocupado —confesó sin una pizca de arrepentimiento—. Al llegar a mis oídos tus hazañas aéreas, pensé en hacerte una visita, ver cómo te encontrabas, y decirte que me has sorprendido gratamente. Tienes carisma para el mando. Tu nombre, junto con los más grandes, resuena por todo Silbriar como si fueras un auténtico héroe. Al final, la escuela sí que te sirvió para algo. Forjó tu carácter, aunque haya tenido que despertar precisamente ahora. ¡Un héroe, Bibo!
—Yo no me siento así.
—Siempre tan humilde. ¡Es lo que más me enerva de ti! Podrías ser alguien importante, alguien que rescribiera la historia de este mundo. —Lorius mantenía el puño alzado a la altura del pecho como si estuviera dando un discurso motivador—. Por eso, amigo mío, he atravesado estas tierras infestadas de enanos para verte y... proponerte que seas mi general, mi hombre de confianza.
Bibolum estalló en carcajadas.
—¿General de qué? ¿No ves que no puedo ir ni de aquí a la esquina? Esta guerra se ha acabado para mí.
—¡No seas necio! No hablo de esta guerra, sino de la que habrá cuando los magos se den cuenta de que los mestizos se reproducen como conejos y de que necesitan a alguien que guíe a este pueblo descontrolado. Todavía hay mucho por hacer, y volveré a ti el día que estés preparado para dirigir a mi ejército.
—No sé si estás tomándome el pelo o si te has vuelto un insensato, pero esas profecías tuyas son una quimera. ¡Te has obsesionado con ellas! Y algún día verás que todo resiste el papel, pero la realidad en la que vivimos es bien distinta.
—Te equivocas, amigo mío. Llegará el día en el que tú mismo contemplarás maravillado mi labor y no habrá mejor escuela que la mía.
Lorius se marchó en el elegante carromato