—Ya se ha despertado —la examinó detenidamente—. Nos dio un buen susto cuando se desmayó. ¿Cómo se siente, señora Seavers?
—Muy bien. Creo que sólo se trataba de cansancio. ¿Dónde está Judd?
—Hice que los hombres subieran la camilla. Ahora mismo está acostado, y no muy contento. Le habría dado un sedante, pero con ese golpe que tiene en la cabeza no habría sido muy prudente. Necesitará vigilarlo para asegurarse de que no duerma demasiado.
—Sí, ya había oído que ése es el problema de las conmociones cerebrales…
—Que no se levante de la cama en dos días, y que descanse durante otra semana más. Demasiada actividad física, como por ejemplo montar a caballo, podría hacer que se le volviera a abrir la herida de la pierna —frunció el ceño—. Salgamos al porche. Hablaremos allí.
Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar. Hannah conocía al doctor Fitzroy desde siempre. Aunque su familia siempre había sido demasiado pobre para pagar sus servicios, era una figura familiar en el pueblo, famoso por su discreción. Sabía que corría muy poco riesgo siendo sincera con él.
—Eh… tengo que confesarle algo —empezó—. Mientras estaba usted hablando con Judd, me despertó. Oí que le contó lo del bebé.
El médico asintió.
—Entonces sabrá que debo revisarla para asegurarme de que todo marcha bien. Me ocuparé de ello cuando vuelva por aquí. Así se ahorrará un viaje a mi dispensario.
—Gracias —a Hannah no le costaba imaginar lo que dirían las lenguas del pueblo si la veían visitar al médico. Tarde o temprano terminaría sabiéndose el secreto, pero todavía no estaba preparada para desvelarlo—. Una cosa más. Le pido disculpas por haber escuchado su conversación, pero le oí mencionar algo sobre la señora Seavers. ¿Es que está enferma?
—¿Judd no se lo ha dicho?
—Ni una palabra. Por favor, la trato todos los días, y le aseguro que no es fácil. Si algo anda mal, necesito saberlo.
Vacilando, el médico se quitó las gafas y limpió los cristales con la manga.
—Preferiría consultarlo antes con Judd. Pero dado que está indispuesto y que usted ya es de la familia… —volvió a calarse las gafas—. Ni una palabra a nadie, por favor. Ni siquiera Edna lo sabe. No lo sabe nadie excepto Judd y Gretel… y quizá Quint si ha leído las cartas.
Los dedos de Hannah se tensaron sobre la barandilla del porche. Una mariposa zumbaba en el calor de la tarde.
—Edna tiene un tumor cerebral —dijo el médico—. Se está muriendo.
Hannah se quedó sin aliento mientras asimilaba las palabras. Nunca se había sentido cómoda con su suegra. Pero era una trágica noticia para la familia. Y ella formaba parte de esa familia.
—¿Está seguro?
—Sí. He visto los mismos síntomas antes. Las jaquecas. El aturdimiento. La manera en que sus pupilas reaccionan a la luz.
—¿Cuánto tiempo le queda?
—No hay manera de saberlo a ciencia cierta. Calculo que unos seis meses, pero podría alargarse hasta el año. O suceder mañana mismo.
—¿Y dice usted que ella no lo sabe?
—Descubrí el tumor pocas semanas después de que Quint se marchara. Otro médico al que telegrafié confirmó mi diagnóstico. Fue Judd quien tomó la decisión de no decírselo, y yo la suscribí. Sin ninguna esperanza de curación, ¿qué sentido tendría hacer sufrir más a la pobre mujer? Ver a su nieto podría consolarla en esa tesitura, si es que llega a verla. Esperemos que así sea.
—Ojalá —repuso Hannah de manera automática, todavía aturdida con la noticia—. Yo me esforzaré todo lo posible por facilitarle las cosas. Dios sabe que hasta ahora no he sido una nuera muy comprensiva.
—Sé que Edna puede llegar a ser una persona muy difícil… pero va a necesitarla a usted mucho durante los próximos meses. Y Judd también. Es mucha la responsabilidad que tendrá que cargar sobre sus hombros. ¿Podrá resistirlo?
—No tengo otro remedio, ¿verdad? —le estrechó la mano—. Gracias por haberme contado la verdad.
—Avíseme si algo no va bien. Volveré dentro de un par de días.
El carruaje del médico fue perdiéndose poco a poco en la distancia.
Apenas unas pocas horas atrás la mayor preocupación de Hannah había sido el roto de su vestido. Y ahora allí estaba, la solitaria superviviente de toda una batalla… Sólo un miembro de los Seavers seguía presente, fuerte y entero: ella misma. Pero… ¿bastaría su fortaleza para resistir la dura prueba a que se vería sometida?
Permanecía pegada a la barandilla, protegiéndose los ojos del sol. El carruaje ya había desaparecido en el horizonte. Los hombres volvían del corral. El aroma del chili mexicano ascendía por la ladera, procedente del barracón de la cocina.
Progresivamente se iba sintiendo parte de aquel rancho. Hasta el momento, no había sido más que una carga para todos. Había llegado el momento de ganarse su lugar allí como miembro de la familia Seavers. De devolver lo que había recibido. Pero… ¿cómo podría hacerlo sola?
Casi como en respuesta a aquella pregunta, Hannah sintió un movimiento en la tripa, como el golpe de un puñito diminuto. Transfigurada, se llevó una mano al vientre y contuvo el aliento. Allí estaba otra vez: su bebé, vivo y moviéndose…
Experimentó un emocionado sentimiento de gratitud hacia el mundo: no estaba sola, después de todo. Su hijo sería el lazo que la vinculara con su familia en los duros tiempos que se avecinaban, como una pequeña inversión de futuro. ¿Acaso Judd no había sido consciente de ello durante todo el tiempo? ¿Por qué si no se había ofrecido a casarse con ella, una pobre granjera con pocos estudios, y además embarazada de otro hombre?
Y sin embargo, ¿por qué habría de preocuparle eso? Judd había hecho aquel sacrificio no por ella, sino por su familia… quizá incluso para redimir su presunta responsabilidad en la muerte de su padre. Quizá confiaba en que, una vez que Edna tuviera a su nieto en sus brazos, acabaría finalmente perdonándolo.
Se había casado con Judd sabiendo muy bien lo que hacía. Judd no la amaba. Y ciertamente ella tampoco a él. Mientras ella y su hijo estuvieran bien cuidados y atendidos, las motivaciones que pudiera tener Judd no tenían por qué interesarle…
¿O sí? No importaba. Había llegado el momento de dejar de lamentarse para empezar a hacer cosas útiles. Primero subiría a su habitación y se cambiaría el vestido. Quería estar guapa para Edna. Era lo menos que podía hacer.
Una vez que se hubiera mudado de ropa, pasaría un momento a ver a Judd. Seguramente estaría dormido. Dejaría que siguiera descansando, pero no por mucho tiempo. Sabía de gente con heridas en la cabeza que se había dormido para no despertarse jamás.
Subió apresurada las escaleras. La puerta del dormitorio de Judd estaba cerrada. Por un instante se sintió tentada de abrirla y entrar. Pero lo primero era lo primero: cambiarse el vestido, lavarse un poco y arreglarse el pelo sólo le llevaría unos minutos.
La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta. Entró y se dirigió al armario. Al principio apenas pudo distinguir nada: todo estaba medio a oscuras. Los pesados cortinajes, que ella misma había descorrido, volvían a estar corridos. Debía de haber sido Gretel; tomó nota mental de hablarlo con ella cuando tuviera oportunidad.
Distraída en sus reflexiones, intentó desabrocharse los botones de la espalda del vestido. Eran diminutos y muy incómodos de manipular. Peor aún: en los arañazos que se había hecho con el alambre de espino, la sangre seca le había pegado el tejido a la piel. De repente un botón se le saltó y cayó al suelo.
—Vaya….