50 leyes del poder en El Padrino. Alberto Mayol. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Mayol
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789563248302
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parecía absurdamente peligroso. Y el camino paralelo, fuera de los mapas, me parecía un poco mejor. No mucho, pero mejor. Fue por entonces que me iniciaba en la comprensión más profunda de la obra de Puzo-Coppola: no aceptes las leyes de otros, en ellas morirás.

      Cuando la política desaparece solo queda el poder. Ante nuestros ojos aparece una entidad que no ha fijado sus límites, que no conoce fronteras. Y con ella aparece también la necesidad de pensar e investigar ese objeto, puro y simple, como una línea recta en medio de un cuadro, como la pregunta por la luz y su carácter ondulatorio o particular. En ese juego, en ese navegar sin instrumentos precisos, me alejé de Weber y volví a tomar aquella novela leída de adolescente luego de la fascinación por ver la película El Padrino. Volví a Puzo una vez más, ahora buscando afinar los detalles, buscando más leyes. Ávido de una verdad que me fuera útil, fatigué las noches y los días.

      Aún recuerdo el estremecimiento que sentí cuando comprendí, como en medio de un misterio que nos ha revelado su secreto, que su novela no era sobre la mafia, no era sobre la familia, no era sobre Italia ni sobre los sicilianos en Nueva York. Comprendí que no era sobre los crímenes, que no era sobre el dolor y la necesidad de matar un hermano, que no hablaba acerca de la tragedia de huir de lo ominoso para caer en el Banco del Vaticano (Banco Ambrosiano). O mejor dicho, que sí era todo eso, pero que había algo más, algo que en realidad estaba debajo (y siempre lo que está debajo es más importante). Y eso que estaba debajo era Maquiavelo.

      Mario Puzo había reescrito El Príncipe de Maquiavelo, pero lo hacía en 1969 (450 años después de su origen) inspirándose en una historia que abarcaba (en la novela) hasta 1955 (desde 1900 aproximadamente). Luego, en la versión cinematográfica tanto Mario Puzo como Francis Ford Coppola avanzaron más décadas, escribiendo un último libreto que excede las fechas originales abriéndose a una nueva generación (los nietos de Vito Corleone, el padrino), construyéndose un relato que llega hasta la década del ochenta, involucrando un radical esfuerzo por mostrar las entrañas del poder en ese lugar donde el misterio se apuesta a sí mismo, el lugar donde el poder no necesita armas porque su única arma está en aquel que concentra el poder, que con razones más o menos comprensibles, recibe la fortuna de la potencia. El vilipendiado Padrino III es en realidad una obra mayor. Los remilgos de los críticos de cine, influenciados formidablemente para no darle el Óscar ante una película que ya a nadie le importa, son irrelevantes: la obra es, además de formidable, una oda a la valentía política. Juan Pablo II, el socio ideológico de Ronald Reagan, era el papa. Y Reagan era el alma de la época en Estados Unidos. Y la película venía a decir cómo Juan Pablo II había llegado a ser papa. Y la historia era ominosa.

      Puzo volvió a escribir El Príncipe como el regisseur de una ópera clásica que ha sido contratado para volver a montarla y ha decidido renovarla radicalmente ante la evidencia de la reiteración posible. Esto significa, entre otras cosas, que Puzo no se centró en la mafia, que no estuvo fundamentalmente enfocado a investigar el funcionamiento de las familias italianas dedicadas a los negocios ilegales en Nueva York o en Chicago. Significa, en cambio, que Puzo reconstruyó en un ejercicio narrativo la teoría del poder de Maquiavelo y la puso en escena en forma de novela, mezclando el juego de Dostoievski con el perfilamiento de los muy distintos hijos de Los hermanos Karamazov (además del asesinato interno en la familia), con la muy evidente filosofía del poder del autor de El Príncipe.

      Conozco la historia de reescribir El Padrino. Lo he hecho. Es una plantilla formidable, en ella todo adquiere nueva luminosidad. También escribí una ópera que fue censurada, Maquiavelo encadenado, una historia contemporánea donde los gobernantes del presente han convertido en prisioneros los secretos del poder, concentrados en el cuerpo de Maquiavelo. Mientras el orden funciona, nadie piensa en Maquiavelo, que trabaja esclavizado como sirviente en un country club llamado El Príncipe. Pero cuando el orden se desbarata, emerge la necesidad de la sabiduría de Maquiavelo.

      ¿Por qué llaman a Maquiavelo en la crisis? Porque en el éxito, el poder es invisible a fuerza de comodidades y facilidades. Solo la carencia y sobre todo la derrota nos convocan a concentrar todas las fuerzas en la acumulación de poder. He ahí un punto relevante, imposible de omitir: el poder se acumula, se concentra, tiene la virtud de su suma sin límite.

      Pero volvamos a la historia de cómo nació este libro.

      Pasó el tiempo desde la lectura que me reveló un maquiavelismo fino y profundo en Puzo. Por entonces comencé a trabajar el problema del poder, pero no fui capaz, no tuve la osadía de cruzar las fronteras disciplinarias y los moldes impuestos para vociferar los nombres prohibidos de un novelista y un cineasta como dos teóricos del poder al nivel de los grandes. Esa falta de valentía fue un cierre cognitivo. Hoy me avergüenza: había aceptado las leyes que me hacían débil. No pude reconocer lo que veía ni expresar lo que sentía. La juventud es temeraria, pero no osada. Los investigadores queremos el reconocimiento de los pares, una extraordinaria manera de no innovar, de convertirse en funcionario sin necesidad (nadie puede criticar a un funcionario que debe funcionar, pero un intelectual que debe pensar no debiera impregnarse del alma funcionaria). Lo cierto es que coleccioné algunas observaciones del libro en algún archivo de la computadora, algún apunte en la copia de mi libro y alguna observación se quedó pegada exitosamente en mi memoria.

      Una disrupción misteriosa de la sociedad (una inusual explosión social en mi país, que luego fueron dos y pronto fueron más) me encontró bien parado, con material, trabajo en terreno, visión interpretativa y todo lo que se requiere para moverse con solidez. Di una conferencia provocadora, incluso rebelde; luego escribí un par de libros que se vendieron muy bien (gracias a la conferencia principalmente). Y como estaba cansado de vivir en un banco, me busqué la vida y conseguí entrar a una nueva universidad.

      Tiempo después ocurrió lo que a veces acontece a los académicos que venden libros y aparecen en la televisión. El asunto es que llegué a ser candidato a la Presidencia de la República en unas primarias nacionales. Recorrí el país, fui a todos los programas de televisión que los candidatos deben visitar y llegué a la elección con la total claridad de una derrota segura y violenta, pero de una aventura formidable y sin más daño que el espanto económico de mi hacienda personal.

      Mi modesto paso de la teoría a la praxis, en términos realistas, fue catastrófico. El grupo dominante de la coalición donde participaba consideró que mi nombre era una amenaza y que debía ser quirúrgicamente extirpado de la contienda.

      Encerrado en una oficina tétrica pasé varios días observando sin ver cómo me faenaban en el matadero, amigos y enemigos. El exitoso académico que había logrado escapar del infierno, dejaba el paso a un mediocrísimo político que, ahora por otra puerta, retornaba al infierno. Con las pocas capacidades políticas que tenía había logrado ser candidato presidencial (también hay que decirlo). Recuerdo uno de esos días, solitario no por el exceso de poder, sino por algo más normal: por no tenerlo. Caminé al Metro, me subí y cavilé. ¿Cómo se sobrevive? Ya tenía asumido que perdería vergonzosamente la primaria presidencial de mi sector, pero el asunto no era ganar, era sobrevivir. El mundo académico es bastante más delincuencial de lo que parece y llegar en calidad de derrotado y defenestrado era una muy mala idea.

      Atribulado recapitulé mis infinitas discusiones con mi equipo de investigación sobre el problema del poder, sobre la seducción, sobre la estrategia. Y de pronto recordé que Vito Andolini (conocido como Vito Corleone) no tenía nada, que se había tenido que parar sobre la necesidad, o sobre la vergüenza, o sobre lo que fuera. Llegué a mi casa y saqué de la biblioteca El Padrino. Encontré dos o tres rayones, dos o tres páginas dobladas para marcar algo. Busqué en mis archivos del computador lo que tenía. Existía, pero era disperso. Preferí leer, volver al inicio. Era medianoche cuando lo comencé. Lo terminé alrededor de la misma hora en la que hoy escribo esto, las 4:40 de la madrugada.

      El libro, puesto en un contexto como el que vivía, era una revelación. Decidí inspirarme en la sabiduría proverbial de la obra y volví a sistematizar, en plena guerra personal. Era una escena absurda. Las preparaciones para la televisión y las reuniones dejaron de ser mi foco. Todo era Puzo. Y Coppola. La realidad era más terrible, la verdad es que ni siquiera era candidato. Para ello hay que inscribir una candidatura