La hamburguesería estaba un poco llena, pero pudieron pedir y sentarse antes de que el pequeño comenzara a cansarse. Sabine intentó concentrarse en Jared y en que no se manchara de salsa por todas partes. Era más fácil que mirar a Gavin e intentar adivinar qué pensaba.
Él se estaba comportando con más amabilidad de la que esperaba, caviló Sabine. Sin embargo, cuando se conocieran los resultados de la prueba, las cosas cambiarían, adivinó. Le preocupaba que hubiera demasiados cambios en poco tiempo. Lo más probable era que Gavin acabara insistiendo en que los dos se mudaran a vivir con él, para poder estar cerca de su hijo. Y, si no aceptaba, quizá quisiera quitarle la custodia.
Esos eran los oscuros pensamientos que la habían acosado durante todo el embarazo. Los mismos miedos que la habían impulsado a ocultarle a Jared a Gavin. Sin embargo, en ese momento, no pudo evitar sonreír al ver a los dos coloreando juntos la hoja del menú infantil.
Mientras el padre de su hijo estaba distraído, Sabine lo observó de reojo. Tenía el pelo moreno, los hombros anchos y una fuerte mandíbula. Era un hombre muy atractivo, y esa había sido la razón por la que no había podido resistirse a salir con él hacía tres años. Todo en él irradiaba poder y salud. Era interesante y considerado, honrado y leal.
Sin duda, era la clase de espécimen masculino con quienes muchas estarían deseando procrear.
Sin darse cuenta, al pensar en él de ese modo, a Sabine se le aceleró el pulso y se sonrojó. Una oleada de calor la invadió el cuerpo y le anidó en el vientre. Cerró los ojos y respiró hondo, rezando por poder domar su deseo.
–¿Tienes que hacer algo más en la ciudad antes de que te lleve a casa?
Cuando abrió los ojos, se lo encontró mirándola con curiosidad.
–Iremos en metro.
–No, insisto –dijo él, pagó la cuenta y le tendió su lápiz de colorear a Jared.
–Gavin, tu deportivo es para dos personas, y no llevas sillita de niño. No puedes llevarnos a casa.
Sonriendo, él se sacó del bolsillo el resguardo para recoger el coche del garaje.
–Hoy, no. Hoy tengo un Mercedes de cuatro puertas.
Sabine abrió la boca para protestar, pero él no le dejó hablar.
–… con una sillita nueva para coche que Jared puede usar hasta que pese veinticinco kilos.
Ella cerró la boca. ¿Qué daño podía hacerles que los llevara a casa? Sin embargo, temía que Gavin siempre se saliera con la suya, sobre todo, en lo que respectaba a las decisiones importantes.
Esa noche, de todos modos, Sabine no tenía ganas de discutir. Esperó con Jared mientras Gavin recogía el coche.
Tuvo que admitir que era agradable sentarse en los suaves asientos de cuero y dejar que otro se preocupara de lidiar con el tráfico, no tener que subir y bajar escaleras en un metro abarrotado.
–Gracias –dijo ella, cuando llegaron ante su casa.
–¿Por qué?
–Por traernos en coche.
–No es ningún problema para mí. No hace falta que me des las gracias por eso –aseguró él, frunciendo el ceño.
–Creo que le gusta –comentó ella, contemplando a su hijo dormido en su nuevo asiento. Todavía era un poco temprano, menos de las siete. Aun así, si podía llevar al niño a su cama y quitarle los zapatos y la sudadera sin despertarlo, el pequeño no se despertaría hasta el amanecer, pensó.
Cuando salieron del coche, Gavin sacó a Jared en brazos. El pequeño apoyó la cabeza en su hombro. Su padre lo sujetó con suavidad, posándole una mano en la espalda.
Sin poder evitarlo a Sabine se le escaparon lágrimas de los ojos al observar la tierna escena. Parecían dos gotas de agua. Era la segunda vez que Jared veía a Gavin y ya parecía haberse familiarizado con él.
Gavin lo llevó hasta la casa. Después de entrar, Sabine lo guio al dormitorio, con las paredes pintadas de verde pálido y un mural de Winnie the Pooh encima de la cuna. La cama de ella estaba en la pared opuesta.
Después de quitarle los zapatos a su hijo, le hizo una seña a Gavin para que lo dejara en la cuna. De inmediato, el niño se acurrucó y se abrazó a su dinosaurio de peluche.
Su madre lo cubrió con la manta y, sin hacer ruido, salió con Gavin de la habitación y cerró la puerta.
En vez de presentar sus excusas para irse, Gavin se quedó mirando un cuadro que había sobre la mesa del comedor.
–Lo recuerdo.
–Era el que estaba pintando cuando salíamos –dijo ella con una sonrisa.
En el fondo, la pintura mostraba una ordenada gama de tonos blancos, crema y marfil. Su perfecta estructura representaba a Gavin. Y, en primer plano, brochazos de color púrpura, negro y verde. Desorden, caos. Esa era Sabine. La obra era la ilustración perfecta de por qué su unión había servido para hacer arte, pero no tenía sentido en la práctica.
–La última vez que lo vi no lo habías terminado. Algunas cosas son nuevas, como las cruces azules. ¿Cómo lo has llamado?
Las cruces azules eran signos positivos, como el que le había dado la prueba de embarazo cuando se la hizo.
–Concepción.
–Es muy bonito –comentó él, contemplándolo con la cabeza ladeada–. Me gustan los colores. El beis queda perfecto con esos tonos más chillones.
Sabine sonrió. Él no captaba el simbolismo de su relación, pero no importaba. El arte era siempre algo subjetivo.
–Tienes mucho talento, Sabine.
–No es una de mis mejores obras –repuso ella, quitándose importancia. No se sentía cómoda con los halagos.
–No –insistió él y, acercándose, la tomó de la mano–. Está mejor que bien. Eres una pintora con talento. Siempre me ha impresionado cómo puedes crear cosas tan imaginativas y maravillosas a partir de un lienzo blanco. Lo sepas o no, eres especial. Espero que nuestro hijo tenga el mismo don.
Saber que Gavin deseaba que su hijo se pareciera en algo a ella fue demasiado para Sabine. Sus padres siempre habían desaprobado su interés por pintar. Ella no había hecho más que decepcionarles.
Sin pensárselo, Sabine lo abrazó con fuerza. Al principio, él se sorprendió, pero enseguida la abrazó también.
–Gracias –le susurró ella.
Era agradable estar entre los brazos de aquel hombre tan fuerte y cálido. Era maravilloso sentirse apreciada por su trabajo.
Con la cabeza apoyada en el pecho de él, Sabine percibió los latidos acelerados de su corazón. Tenía los músculos tensos. O estaba muy incómodo o lo que sentía por ella era algo más que aprecio profesional, adivinó Sabine. Y cuando levantó la vista se quedó sin respiración al ver sus ojos. Los tenía brillantes de deseo y la miraban como nunca había creído que volverían a hacerlo.
La intensidad de su mirada hizo que le subiera la temperatura al instante. Como le había pasado en el restaurante, se sonrojó. Había pocas cosas en la vida tan exquisitas como hacer el amor con Gavin. No podía negar que aquel hombre sabía cómo tocarla.
Y, aunque sabía que era un peligroso error, lo único que ella quería en ese momento era que volviera a hacerlo.
Él debió de leerle la mente, porque inclinó la cabeza y la besó. Primero, con suavidad, saboreándola. Poco a poco, mientras ella se apretaba contra su cuerpo, el beso se incendió. Gavin la recorrió con sus manos, marcándola con fuego con cada caricia.
Pero, justo cuando ella iba a rodearle el cuello con los brazos,